Poder judicial, independencia y soberanía

Enrique Flores

Montesquieu construyó la doctrina de la separación de poderes en páginas insuperables en El espíritu de las leyes (Libro XI capítulos IV y VI), cuyas reflexiones sobre la justicia siguen teniendo valor.

El jurista de Burdeos descubre su concepto del poder judicial al rechazar rotundamente la posibilidad de que pudiera ejercerse por un “Senado” o cuerpo permanente. Serían personas extraídas del pueblo en determinadas épocas del año con duración limitada y para el exclusivo y concreto objeto o asunto encomendado.

Se oponía a que lo que llamaba el “terrible poder de juzgar” se vinculase con un determinado “estamento”, corporación, casta o “profesión”. Negaba, incluso, que la República de Venecia tuviese separación de poderes pues, aunque tenía consejos separados, no había separación sino, más bien, un único poder al proceder los integrantes de todos ellos del mismo grupo social.

El padre de la teoría de la separación de poderes reivindicaba que el poder de juzgar “acabe siendo, por así decirlo, invisible y nulo” porque no habría detrás ni un estamento ni una clase o profesión que lo condicionase. Ello es llamativo cuando él mismo —magistrado al principio— procedía de una familia tradicional de magistrados de la llamada nobleza de toga (noblesse de robe).

El temor de nuestro autor a la estamentalización sería hoy mayor si conociera que su idea de lo que era juzgar ha quedado desbordada —con toda razón por cierto— pues no consiste, como pretendía, en aplicar mecánicamente leyes perfectas y omniscientes. Para él la sentencia judicial no debía ser sino mera transcripción del texto de la Ley, pues si consistiera “en una opinión particular del juez, se viviría en una sociedad sin conocer con precisión qué compromisos se habrían asumido”. Desde esa estricta visión de la misión del juez defendía un tipo ideal de juez como “boca que pronuncia las palabras de la Ley; seres inanimados que no pueden moderar ni su fuerza ni su rigor”.

La evolución de los tiempos ha llevado, contrariando a Montesquieu, a que los jueces sí constituyan una profesión (precisamente para preservar su independencia) y a que no sean “seres inanimados” que pronuncian las palabras de la Ley. Tampoco las leyes pueden ser perfectas resolviendo en todos sus detalles los hipotéticos e infinitos conflictos presentes y futuros de una sociedad moderna. Los jueces tienen que hacer interpretaciones de las leyes y de los hechos a los que se aplican, lo que abre márgenes a la interpretación, que no puede ser, sin embargo, ni parcial, ni sesgada, ni arbitraria. Son esos márgenes abiertos los que redoblarían hoy, precisamente, las inquietudes de Montesquieu si supiera que el “gobierno de la justicia” (no la Justicia misma o su impartición) pudiera entregarse a los propios jueces, configurándose así —precisamente por tal entrega— como una especie de “estamento”.

Su temor a los “estamentos” radicaba en que los mismos hacían peligrar su idea de la separación de poderes, que presupone funciones o poderes inicial y previamente unidos en una unidad previa y superior: el Estado de cuya unidad y soberanía popular siguen dependiendo. Algo va mal si uno de los poderes del Estado —que los unifica y justifica en la soberanía del pueblo— queda “gobernado” por un órgano que extrajese su legitimación de un grupo social distinto al pueblo soberano del que emanan todos los poderes (artº 2 de la Constitución). Un poder judicial estamentalizado —por su modo de gobierno— sería una pieza excéntrica a la lógica democrática del Estado, que podría acabar influyendo y condicionando la interpretación y aplicación de la Ley de todos y cada uno de los jueces en función de las ideologías, sesgos o preferencias que dominen en ese órgano “estamental” de gobierno.

Si en nuestro Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) —con mayoría de jueces (12 sobre 20)— esta mayoría fuese elegida directamente por jueces (en lugar de por el Congreso y el Senado por mayoría de 3/5 de entre los candidatos propuestos por los jueces como ahora ocurre) amenazaría con transformarse en un órgano propiedad de los jueces al suponer que envían al CGPJ a sus “representantes” en condiciones de mayoría, es decir de dominio. Los jueces ejercerían, cada uno, no solo el “poder judicial” o justicia, sino que se sentirían —ellos mismos a través de sus “representantes”— como titulares del “gobierno del poder judicial”. En definitiva el CGPJ devendría en cierto modo en el “estamento” del que abominaba Montesquieu.

A través de esa eventual apropiación del CGPJ por los “representantes” de los jueces, la Justicia se alejaría de la proclamación recogida en el artículo 117.1 de la Constitución de que la misma “emana del pueblo” y se “administra” en nombre del Rey, como jefe del Estado. Tal alejamiento comprometería también el esencial reconocimiento de que la soberanía reside en el pueblo español “del que emanan los poderes del Estado” (artº 1 CE).

El Derecho de la UE nada dice sobre la organización judicial de los países miembros: los Tratados no le dan competencia alguna sobre ello. No puede, pues, ni proponer ni sugerir, la elección de los miembros del CGPJ por los jueces. Resultan insólitas, por su falta total de competencia, las palabras del comisario belga de Justicia de la UE al respecto invocando erróneamente supuestos y vinculantes estándares europeos. Más todavía cuando en la UE hay muchos países relevantes sin consejos del poder judicial; otros los tienen, pero muchos o con menos competencias que el nuestro o con presencia mayoritaria de quienes no son jueces o sin capacidad decisoria final. Una UE en que en países tan importantes e inequívocamente democráticos, como Alemania, Suecia, Austria o Dinamarca —por no citar más que algunos— son los ministros de Justicia los que, a diferencia de España, tienen las competencias de “gobierno del poder judicial” ajustadas a sus normas internas. Siendo muy superior el modelo español (precisamente por la presencia mayoritaria de jueces “representativos” del pluralismo de los jueces, pero no “representantes” de los mismos) no es posible justificar el actual bloqueo ni que el comisario europeo de Justicia, sin la menor competencia, se permita repartir culpas entre partidos de un país miembro blanqueando y difuminando, así, la exclusiva responsabilidad del único que la tiene.

El atentado a la Constitución del principal partido de la oposición por incumplir su deberes constitucionales no se califica así porque sus propuestas de elección de los jueces del CGPJ por los propios jueces se olviden completamente de las preocupaciones de Montesquieu; tampoco porque no reflexione sobre por qué países netamente democráticos de la UE tienen modelos y matices diversos de gobierno del poder judicial, incluso sin consejos judiciales. Se califica así por negarse a cumplir una ley constitucional que, además, es la aprobada por el propio PP en 2013, cuando derogó el capítulo sobre esta cuestión sustituyéndolo por otro íntegramente de su propia autoría, que es el que ahora incumple. El viejo aforismo “soporta la ley que tú mismo hiciste” (legem patere quam ipse fecisti) contiene una regla universal de Derecho y honorabilidad cuyo incumplimiento alerta de que una democracia peligra cuando partidos relevantes, al despreciar deliberadamente la Ley —para mayor inri la que ellos mismos promovieron y aprobaron— se sitúan fuera de la Ley.

Tomás de la Quadra-Salcedo Fernández del Castillo es catedrático emérito de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III, exministro de Justicia y expresidente del Consejo de Estado.


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