Poesía, dones y dinero


Existe un modo de intercambio de dones que los antiguos griegos llamaban xenia. Generalmente traducido como “hospitalidad” “amistad para con los invitados” o “amistad ritual”, la institución de la xenia permea las interacciones socioeconómicas de los periodos homérico, arcaico y clásico. Gabriel Herman define la xenia como “un vínculo de solidaridad que se manifiesta en un intercambio de bienes y servicios entre individuos procedentes de unidades sociales distintas”. Las características de la xenia, a saber, su base de reciprocidad y su perpetuidad supuesta, parecen haber tejido una textura de alianzas personales que mantuvo unido al mundo antiguo.

En espíritu, la xenia es enfáticamente no mercantil: los bienes no se miden, la ganancia no es la finalidad. De hecho, la finalidad es contraer una deuda. El fin de la economía de dones es la acumulación con fines de desacumulación; la economía de dones es ante todo una economía de deuda, cuyos actores buscan maximizar las salidas. El sistema puede describirse como un “desequilibrio alternado”, cuyo fin nunca es “saldar” sus deudas sino preservar una situación de endeudamiento personal.

La Grecia antigua desconfiaba del dinero. De ahí la mala reputación de Simónides, que profesionalizó la poesía

Porque, mientras el dinero busca modificar el statu quo, los dones buscan mantenerlo. El profundo conservadurismo de una economía de dones asegura su propia continuidad y su prestigio moral de dos formas. Primero, por derogación de todo lo que no es don. Una marcada desconfianza respecto al dinero, los beneficios, el comercio y los comerciantes permea las actitudes socioeconómicas de Grecia desde los tiempos de Homero hasta la época de Aristóteles. “El intercambio de mercancías no era una actividad aceptable para un griego”, concluye un historiador del mundo antiguo.

La riqueza es buena de tener, pero no de perseguir. Al mismo tiempo, Mauss sugiere que la economía de dones disfruta proyectando sus funciones sobre el cosmos, como si las reglas de la xenia representaran simplemente el modo en que suceden las cosas para los dioses y los hombres. El intercambio de dones perdura al pasar por alto el hecho de que sólo es un sistema económico entre otros. Solón, un político que vivió en un periodo de economía floreciente y basó su carrera sobre la denuncia del dinero, habla como un típico aristócrata del siglo VI cuando dice: “Perfectamente feliz es el hombre que tiene niños encantadores y caballos con fuertes pezuñas y perros de caza y un xenos en el extranjero”.

La delicada situación del poeta antiguo

Los poetas de la Antigüedad participaban en la economía de dones de sus comunidades como xenoi de la gente que disfrutaba de su poesía. Homero nos presenta a Demódoco y Femio como bardos permanentes de la corte que intercambiaban sus cantos por la hospitalidad de la casa, y al propio Odiseo trocando su historia por comida y hospedaje. En el momento en que Odiseo, en la sala de banquetes de Alcínoo, corta un trozo caliente de su porción de carne de puerco y la ofrece en agradecimiento al bardo Demódoco “para que él pueda comer y pueda yo tenerlo junto a mí”, observamos la economía imbricada en su estado ideal.

En el transcurso de los siglos posteriores, poetas como Estesícoro, Jenófanes, Íbico, Anacreonte, Simónides, Esquilo, Píndaro y Baquílides viajaron a las ciudades de sus patronos y vivieron en sus hogares mientras producían poesía para ellos. Al describir semejante relación entre el tirano Polícrates y el poeta Anacreonte, Estrabón dice: “El poeta lírico Anacreonte vivió con este hombre y su poesía está llena de su recuerdo”. Se reconoce la estructura externa de una relación de xenia aristocrática, en la que hombres conscientes de un vínculo mutuo y ritual intercambian dones de poesía por sustento. Sólo podemos imaginar su delicado funcionamiento interno.

El precio de un poema

El dinero lo cambió todo. “El dinero, dice Marx, es la externalización de todas las capacidades de la humanidad”. Y Simónides es considerado el responsable de este cambio. De acuerdo con un escoliador antiguo, “Simónides fue el primer poeta que introdujo un cálculo meticuloso de precio en su composición de cantos y poemas”. De este hecho derivan elaboradas imágenes que representan a Simónides como un tacaño, un gruñón y un sórdido avaro. “Nadie podría negar que a Simónides le encantaba el dinero”, afirma escuetamente su biógrafo, Ailian. El poeta Jenófanes, contemporáneo suyo, califica a Simónides de kimbix (“tacaño”).

Menos de 50 años después de su muerte, Simónides aparece como arquetipo de la avaricia en los escenarios cómicos. Un personaje de Aristófanes comenta: «¡Ese Simónides se haría a la mar en una alfombrilla de baño con tal de ganar dinero!». Aristóteles usa a Simónides de forma similar, como ejemplo arquetípico de aneleutheria (“avaricia”). En otros testimonios se tiene registro de que Simónides exigía enormes honorarios por sus versos, acumulaba dinero en ánforas en su casa, recorría el mundo en busca de adinerados patronos, denunciaba a quienes no le pagaban lo suficiente y pronunciaba sermones sobre los placeres del lucro. Resultaría plausible considerar estos relatos, de acuerdo a la tendencia caracterológica de los antiguos biógrafos, como tropo por el simple hecho de que Simónides profesionalizara la poesía. Pero tratemos de entender ese simple hecho de forma más precisa.

Píndaro llegó a pedir a los atenienses por un solo ditirambo el equivalente al sueldo de un jornalero en 28 años de trabajo

El que Simónides fuera el primero en profesionalizar la poesía no es improbable. Alguien tuvo que hacerlo y las creencias actuales acerca de la fecha de circulación de las monedas coinciden con la época en que vivió.

Que Simónides ganara mucho dinero no es imposible. Disponemos de información pertinente sobre los salarios de principios del siglo V donde se sugiere que las artes verbales eran bien remuneradas en comparación con el resto. El escultor Fidias, por ejemplo, trabajó la estatua criselefantina de la diosa Atenea en Atenas por 5.000 dracmas anuales, de los cuales tuvo que desembolsar, personalmente, el costo de sus trabajadores y el de producción. Y Heródoto nos habla de un bien cotizado médico cuyo sueldo anual era de 6.000 dracmas mientras vivió en la isla de Egina, 12.000 dracmas mientras vivió en Samos y 10.000 dracmas mientras lo hizo en Atenas. El mismo monto, 10.000 dracmas, fue lo que solicitó Píndaro por un solo ditirambo compuesto en honor de los atenienses. Mientras tanto, el sofista Gorgias pedía a cada uno de sus estudiantes un pago de 10.000 dracmas por un solo curso de retórica y ganó suficiente dinero como para mandar erigir una estatua en oro macizo de sí mismo en el templo de Apolo en Delfos. Sócrates afirma que Gorgias y Pródico “obtuvieron más ganancias por su sabiduría que cualquier otro artesano gracias a su destreza”. Se estima que 10.000 dracmas equivalían a aproximadamente 28 años de trabajo para un jornalero remunerado a razón de un dracma per diem.

El que Simónides dedicara su existencia a la avaricia resulta difícil de comprobar o descartar, ya que, pese a siglos de habladurías unánimes acerca de su codicia, ninguna fuente conserva relato o cuenta real alguna que sugiera cuán tacaño era, cuán rico se hizo o qué precios cobraba. Claramente, la codicia de Simónides era más objeto de rencillas en su esencia que en sus detalles. Su esencia era la mercantilización de una actividad previamente recíproca y ritual, el intercambio de dones entre amigos.

Mercancías

La mercantilización marca un momento crucial en la historia de la cultura. Las personas que utilizan dinero parecen desarrollar relaciones entre sí y con los objetos diferentes a aquellas que no lo usan. Marx llamó “alienación” a esta diferencia. Marx pensaba que el dinero convierte los objetos que usamos en cosas ajenas y a las personas con las que los intercambiamos en personas ajenas. “El dinero es el alcahuete entre la necesidad y el objeto, entre la vida humana y sus medios de vida. Pero lo que media mi vida, también media para mí la existencia de otras personas. El dinero se convierte en el Otro”. Cuando Marx describe el complejo proceso mediante el cual la mercantilización altera a las personas, se refiere a la sociedad burguesa y a economías capitalistas modernas, no al siglo V a. de C. Pero los términos de su descripción pueden ayudarnos a ver con mayor claridad la situación de Simónides. Pues Marx siempre se refiere también a la más fundamental ética de loa objetos y su intercambio.

La forma mercantil no es un simple estado de ánimo. Fragmenta y deshumaniza al ser humano. Lleva a una persona a asumir un “desdoblamiento” en el cual sus propiedades originales se desvinculan de su valor económico, su ser privado de su ser público

Dediquemos un momento a considerar la vida de los objetos. En una economía de don, como hemos visto, los objetos intercambiados forman una suerte de tejido conectivo entre dador y receptor. El carácter recíproco de esta conexión queda implícito en su terminología reversible: en griego, la palabra xenos puede significar tanto huésped como anfitrión; y xenia, regalos entregados o regalos recibidos. “Considerado como acto de comunicación”, dice Pierre Bourdieu, “el don se define por el contra-don que lo consagra y lo dota de su sentido”. Semejante objeto lleva la historia del dador a la vida del receptor y allí la prolonga. Ya que valoraban esta continuidad, los griegos crearon un admirable símbolo concreto de ésta, empleado como signo de obligación mutua entre amigos, un objeto llamado symbolon: la gente que entablaba relaciones de xenia solía cortar un trozo de hueso en dos, conservar una parte y entregar la otra a sus socios, para que, en caso de que ellos, sus amigos o parientes tuvieran oportunidad de visitarlos o viceversa, llevaran su parte consigo y renovaran la xenia.

Los symbola no eran una característica convencional de las relaciones de xenia, pero su concepto sugiere la vida no objetiva de los objetos en estos intercambios. Un don no es una mera pieza arrancada de la vida interior del dador que se pierde en el intercambio, más bien es una extensión del interior del dador, tanto en espacio como en tiempo, hacia el interior del receptor. El dinero niega semejante extensión, fractura la continuidad e inmoviliza los objetos dentro de sus propios límites. Abstraídos del espacio y del tiempo como trozos de valor comercializable, se transforman en mercancías y pierden su vida de objetos.

Pues una mercancía no es un objeto; es una cantidad de valor que puede ser comparada o sustituida por otras cantidades equivalentes. La mercantilización extingue sus propiedades originarias. Extinto queda también su poder de vincular a las personas que dan y reciben: ellas mismas se convierten en mercancía, trozos de valor en espera de precio y venta. Adoptan una “forma mercantil”.

La forma mercantil no es un simple estado de ánimo. Fragmenta y deshumaniza al ser humano. Lleva a una persona a asumir un “desdoblamiento” en el cual sus propiedades originales se desvinculan de su valor económico, su ser privado de su ser público. En estos términos describe Marx el efecto de la mercantilización sobre los ciudadanos de la Europa burguesa. Me gusta pensar en Simónides como el representante de una forma temprana y severa de alienación económica y el “doble carácter” que la acompaña. Habiendo nacido en una sociedad cuyas tradiciones de intercambio de dones coexistían con el comercio mercantil y una floreciente economía monetaria, equilibrándose sobre el límite de dos sistemas económicos e inserto en la desintegrada conciencia de su época, observó fríamente las cosas. Abrió los ojos en ambas direcciones.

Traducción de Jeannette L. Clariond.

Este texto forma parte del ensayo de Anne Carson ‘Economía de lo que no se pierde. De Simónides de Ceos a Paul Celan’, que la editorial Vaso Roto publicará en octubre.


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