En la cinta estrecha de asfalto negro, tan empinada, y detrás de las líneas de espectadores disfrazados solo hay páramo, hierba corta, la desolación en verano del col del Portet que espera la nieve del invierno, ni un árbol que ofrezca una sombra innecesaria, Pello Bilbao pedalea como quien hace equilibrio sobre la cuerda floja, y ataca de puntillas como quien no quiere hacer ruido para no despertar a la fiera que vigila. El campeón de Gernika ataca a hurtadillas, a 1.400 metros de altitud. Llevan seis subiendo y quedan aún 9,8 kilómetros de subida para llegar a la cima del col del Portet, a 2.215 metros, que se adivina, oculta por una nube baja.
“Una historia interminable”, define al gigante de los Pirineos Tadej Pogacar, su alma de novelista, de inventor de historias a pedaladas, que no necesita ni la lluvia ni el frío para alcanzar su clímax creativo. Su alma de señor del Tour de Francia y de todo lo que la vista abarca a su alrededor, que se manifiesta en la manera en la que elige de entre los siete candidatos a los dos que le acompañarán el domingo en el podio de París, por cooptación.
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La historia de la 17ª etapa solo podía tener un final perfecto y en él no tenía sitio más que como fondo de decorado el ciclista vasco, que no es invisible. Pese a todo su sigilo, el color rojo del maillot de Bilbao es demasiado visible, una llama que arde y atrae solo unos metros por delante del grupo de los mejores. Acelera Rafal Majka, el último de los compañeros de Pogacar, quienes –Bjerg, Costa, Formolo, McNulty— desde que la etapa empezó en serio, desde el Peyresourde hermoso, la belleza de sus curvas, tan geométrico, han ido reduciendo tanto la distancia con la fuga, obligatoriamente francesa un 14 de julio, como el número de corredores del pelotón. Quedan solo 14, y entre ellos ya no está Enric Mas, cuando Bilbao tiene la osadía de adelantarse unos metros y mostrarles su estilo y su rueda trasera en lo que luego, otro con sentido del humor y de la narración, definiría como “un ataque preventivo”: “Andaba tan justo de fuerzas que decidí que antes de que me dejaran les dejaría un momento”.
Con el sentido de justicia de los poderosos, Pogacar elige para el podio a los únicos dos que se han atrevido a atacarle duro. Uno de los elegidos es su querido Jonas Vingegaard, el danés que heredó de Primoz Roglic el liderazgo del Jumbo, y en cuyas mejillas hundidas, tan pálidas, sus ojos líquidos, de agua, su boca grande abierta, su rostro de pastor luterano siempre triste, quiere ver una chispa de sí mismo, y él, el coloso de Komenda, es todo lo contrario, las mejillas como manzanas Golden, la naricilla colorada de un trasgo, los pelos que se le escapan por las rendijas del casco, la calma siempre y la sonrisa mientras asciende que se hace casi carcajada cuando saluda en la cuneta a su chica y a su madre, a las que ve rápido y se motiva, y ya sabe entonces, cuando queda todo el puerto interminable, que ganará la etapa, su quinta victoria en dos Tours, la primera que consigue vistiendo el maillot amarillo, el signo, dicen, de los grandes campeones. “Y eso me hace sentirme feliz”, dice el esloveno, que ganará dos Tours antes de cumplir los 23 años, lo nunca visto. “Ha sido el final perfecto para un día en el que me he divertido mucho”, añade, y quizás se refiera a la manera en la que sometió en la última milla la rebeldía del segundo de los elegidos, el ecuatoriano Richard Carapaz, irredento, alérgico a los pactos.
Pogacar ataca tres veces, tres amonestaciones como las que daban los curas en la misa a los novios que preparan boda, en tres kilómetros, y alaba a Vingegaard –”un ganador de Tour, seguro, un chico superstrong, un chaval muy majo, me he divertido mucho con él en la carrera”, dice–, que le resiste las tres veces, y dos más, y cuando no le resiste le releva en la cabeza, y van los dos, alegres como compañeros de excursión, y solo les falta entonar alegres canciones.
Son dos aliados, uno será primero en París, el otro segundo, y Carapaz, siempre a rueda de los dos, pedalea como quien se agarra a un salvavidas mientras guarda fuerzas y calcula el momento perfecto para el único ataque que le queda en las piernas, tiene que ponerse las gafas de sol para que no le deslumbre el juego exhibicionista de sonrisas y carantoñas entre los dos europeos blanquitos. “Con Jonas comentamos que tendríamos que andar listos para que no nos la jugara Carapaz, Cada uno tiene su táctica para intentar ganar. Esto es una carrera, una competición, y Carapaz tenía todo el derecho del mundo para ir a rueda y atacar desde atrás”, dice Pogacar, que a falta de 1.400 metros, 400 meros después de su quinto ataque, con facilidad responde a la cuchillada del ecuatoriano a las puertas del túnel oscuro que lleva a meta. A la salida, la niebla ya envolviéndolo, controla a Carapaz, le frena, espera la llegada de su amigo Vingegaard, y cuando ha enlazado y sabe que quedará segundo y se llevará la bonificación, se estira el maillot amarillo brillante y se va solo, y gana.
Detrás, el gran derrotado, el colombiano Rigo Urán, a quien el temor ha condenado. Llevaba días diciendo que no podría con el col del Portet y no lucho ara evitar que se cumpliera su profecía. Solo lucha a rueda de su compañero paisa Sergio Higuita, que le guía, le enseña su rueda, le marca el ritmo, el gregario guapo, al que se agarran los que pueden, aquellos desposeídos que sin una rueda delante no saben dónde están, y Enric Mas lo intenta, pero no llega. “Un día muy, muy duro. He sufrido todo el tiempo. Ha sido un día realmente duro para mí. Poca cosa más que añadir”, dice el mallorquín, cuyo plan de tres días para alcanzar el podio, que ya tiene a más de cuatro minutos, naufragó en la primera subida.
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