Ponga la biblioteca de Javier Reverte en su casa

Javier Reverte, en su biblioteca, en 2011.
Javier Reverte, en su biblioteca, en 2011.Samuel Sánchez

He regresado a África, a los sueños y las aventuras, al Ngorongoro, Manyara y Seronera, con los libros del desaparecido Javier Reverte. Literalmente. Es decir: con los libros de su propia biblioteca, sus queridos libros, unos cuantos de los cuales me he quedado yo. Un safari muy emocionante. Así que aquí estoy, de nuevo en compañía de los inolvidables Stanley, Livingstone (supongo), Slatin, Burton y Speake, Von-Lettow, Selous -modelo para el Allan Quatermain de Las minas del rey Salomón-, que comía corazón de elefante asado; Allan Black, que adornaba su sombrero con 14 puntas de colas de leones devoradores de hombres caídos bajo su rifle; el coronel Patterson y sus propias fieras asesinas del Tsavo; Lord Delamere, Finch-Hatton y Karen Blixen, Bwana Sakarini que combatió a los wahehe; el matabele Lobengula, el zulú Cestwayo… Viejos amigos todos, como el añorado Javier.

Los volúmenes de Reverte (Madrid 1944-2020), más de tres millares de ellos (de todas las materias de sus viajes, pero especialmente sobre el continente negro, tan fundamental para él), se vendían en la reciente Feria del libro de ocasión de Barcelona, del 17 de septiembre al 3 de octubre pasados. La noticia, la sorpresa, estaba en boca de todos los amigos y lectores, Toni Álvarez, Jordi Serrallonga, Alex Pérez Jiménez… “¿Te has enterado?, los libros de Javier Reverte, los suyos, títulos sensacionales, a unos precios increíbles, caseta 21; yo ya me he llevado cinco, y voy a volver, hay algunos que tú no deberías perderte; están, por ejemplo,…”. Fotos de lomos y portadas por WhatsApp, títulos y más títulos.

Los libros del escritor fallecido en octubre pasado, ahora hace un año (el jueves se publicó su diario póstumo Queridos camaradas. Una vida, Plaza & Janés), los encontrabas en la caseta de la librería García Prieto, agrupados en las mesas y en los estantes. Era increíble la acumulación de libros relevantes, estupendos, imprescindibles (The Artic Grail, de Pierre Berton, con la anteportada y la portada cubiertas de anotaciones de puño y letra de Reverte); otros comunes en nuestras bibliotecas: los dos tomos sobre el Nilo de Alan Moorehead, Sea & Glory de Philbrick, obras de Chatwin, Monfreid, Kipling, su (nuestro) querido Conrad… El amado fondo de un enamorado de los libros, un lector consumado, apasionado y connoiseur. Pasado un momento de paralizante respeto —los libros de un hombre son su propiedad más sagrada, como sus armas y sus trofeos, decía Hemingway, y si no lo decía podía muy bien haberlo dicho, añadiendo el tío sus amantes, su whisky y sus puñetazos—, me abalancé febrilmente sobre ellos, recorrí con dedos temblorosos los lomos, reconociendo aquí y allí títulos largamente ambicionados, extraje volúmenes de las hileras y pasé páginas preso de una rara emoción: eran unos libros fabulosos y además eran —habían sido— los libros de Javier Reverte. Los había adquirido, ojeado, leído, marcado, subrayado, amado; sus manos los habían sujetado, sus dedos pasado las páginas. Poner los tuyos ahí, en el mismo sitio, era como tocar la Fender Telecaster de Bob Dylan.

Páginas del ejemplar de Reverte de 'The scramble for Africa' , subrayadas por él.
Páginas del ejemplar de Reverte de ‘The scramble for Africa’ , subrayadas por él.

La que se vendía era básicamente una biblioteca de libros de viajes, agrupada más o menos por regiones. “Tenemos unos cinco mil, de los que hemos traído a Barcelona 3.700, que se están vendiendo a un ritmo sorprendente” (al final un millar), me explicó a pie de caseta José Javier. “La mujer del escritor nos los vendió al ver que ninguna institución se decidía a recogerlos, porque su primera opción era cederlos gratis como un fondo completo”.

Seleccioné de todo para llevarme, incluso una obra sobre las cataratas del Niágara, que a ver cuándo leeré, otra sobre aventuras árticas y The french and indian war, de Bornemann (ejemplar adquirido en la librería Nicholas Hoare de Toronto, según un marcalibros con esta frase de Edward Gibbon: “A teste for Books is the pleasure and glory of my life, I would not exchange it for the riches of the Indes”). Pero mi interés principal era, claro (¡estamos hablando de Javier muzungo Reverte!), África. Al rato ya había apartado más libros de los que podía cargar (no pagar: los precios eran más que razonables, en algún caso casi ridículos), pero no era capaz de detenerme.

Cayeron en el saco el monumental The scramble for Africa, de Thomas Pakenham (en la edición de Random House New York, 1991), 738 páginas, ¡10 euros!; Nine faces of Kenya, de Elspeth Huxley (Harvill, 1990), “un generoso compendio de comerciantes, turistas, guerreros, poetas y lunáticos”, por 5 euros; African nature notes and reminiscences, de Selous (facsímil de la edición de 1908 de MacMillan & Co (5 euros), las cartas de Bror Blixen… Los libros de los que Javier extrajo, junto con sus viajes, el material para escribir El sueño de África (Anaya & Mario Muchnik, 1996), esa obra que lo cambió todo, nuestra forma de ver la literatura de viajes y la propia África, y a la que siguieron los otros dos tomos de su “trilogía africana”, Vagabundo en África (EL PAÍS-Aguilar, 1998) -mi ejemplar está dedicado “a Jacinto, con quien comparto esa hermosa enfermedad que llaman ‘el mal de África’”- y Los caminos perdidos de África (Areté, Plaza & Janés, 2002).

Notas de Reverte en las tapas de su ejemplar de 'The Artic Grial'.
Notas de Reverte en las tapas de su ejemplar de ‘The Artic Grial’.

Lo más fascinante, conmovedor, fue abrir los libros del admirado y querido Javier comprados en la feria y ver los subrayados, las anotaciones, descubrir lo que le llamó la atención y cotejar cómo esos pasajes se reflejan en las páginas de sus propias obras. Hizo una marca con bolígrafo azul, por ejemplo, para señalar varios fragmentos de los comentarios sobre leones de Selous y su relato del devorador de hombres del río Majili, “the most cunning and destructive man-eating lion” (frase subrayada y, con una flecha, traducción al margen de cunning: astuto). Donde el white hunter Selous explica como el malvado león trepó por una escalera para atrapar a una de sus víctimas puso tres signos de admiración, al igual que en los párrafos que dedica el cazador a los ojos de los leones y la diferencia entre los de los especímenes salvajes –”amarillo flameante” y que “retienen su brillante fiereza hasta horas después de morir”- y los de los zoológicos, marrón apagado. Destacó también Reverte (¡y quién no lo haría, Javier!) la historia de la lucha de un cocodrilo con un rinoceronte, y que los “cafres” decía Selous, oían rugir a un león y “sus corazones morían”, lo que recuerda la tremenda experiencia de nuestro escritor en la frágil tienda de campaña escuchando también rugidos en la noche en vela. “El bravo corazón de África latía con fuerza allá en el Serengeti”, ¿recuerdas Javier?

En The scramble for Africa repasé con el dedo los subrayados sobre la revuelta Maji-Maji en África del Este alemana (“Hongo or the european, wich is the stronger?”, “Hongo!”), los del capítulo sobre la cabeza de Gordon Pachá, los de la carga del 21º de lanceros en Omdurman –”a dirty shoddy (”chapucero”, tradujo al lado Reverte) business wich only a fool would undertake”-. Destacó amplios pasajes de las andanzas de Sir John Kirk, el diplomático británico en Zanzíbar, esencial en la abolición de la trata de esclavos, y cuya aventura nos contó en El sueño de África. En el libro de Elspeth Huxley subrayó varias cosas sobre Dedan Kimathi, el líder del Mau Mau, del que incluyó en El sueño… incluso una foto, preso antes de que lo ahorcaran.

Guerrero masai en una antigua foto sin identificar.
Guerrero masai en una antigua foto sin identificar.

Es forzoso pensar qué será de nuestros propios libros cuando ya no estemos, quién los heredará, qué emoción le producirán, qué pistas de nosotros (palabras, viejos papeles, flores o plumas) descubrirá en sus páginas. Espero que cuando llegue el momento (confío que más tarde que pronto) mis libros hagan tan feliz a alguien como me hacen a mí los de Javier.

Hay una coda a esta historia de libros heredados. Hace un par de semanas, embebido de Reverte y del Serengeti, encontré un ejemplar de Los caminos perdidos de África en el BookCrossing de Viladrau. La probabilidad de que ese título precisamente estuviera en ese punto de intercambio, en el que nunca hay más de una decena de libros, era minúscula. Más aún que la persona que lo dejó (su nombre figura en la primera página) fuera Bea Arnau, una buena amiga con la que compartimos piscina y, por lo que veo, lecturas. El volumen está ahora con los otros de Javier y de su biblioteca. Libros entre libros, amigos entre amigos.


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