EL PAÍS

Por pose que no sea

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La reanudación del diálogo al más alto nivel entre China y Estados Unidos no ofrece unas garantías claras para lograr una distensión siquiera mínima en las relaciones bilaterales. Importa que Antony Blinken sea recibido en la capital china, sobre todo teniendo en cuenta que la última visita similar fue la de su antecesor Mike Pompeo en 2018 y que hace tan solo pocas semanas el ministro de Defensa, Li Shangfu, rechazó reunirse en Singapur con su homólogo Lloyd Austin, con reiteración de incidentes aéreos sobre el mar de China meridional. Las espadas siguen en alto y todo hace prever que así seguirán, blandiéndose incluso con más intensidad en los próximos meses. No va a haber avances significativos.

Y justamente, es la previsión de empeoramiento lo que exige restablecer y mantener el diálogo y la comunicación abiertos y, en la medida de lo posible, si no para resolver los problemas ligados a la competencia estratégica (comercial, tecnológica, geopolítica…), al menos para ir estableciendo las bases de un marco de coexistencia que permita gestionarlos reduciendo riesgos. Urgen compromisos que dejen a salvo las principales preocupaciones mutuas.

Pero tiene difícil China llevar al ánimo de EE UU que no pretende dilapidar su hegemonía, sino que la expansión de su influencia en el mundo es complementaria y hasta beneficiosa. O desmentir que el nuevo nivel de la apertura china bajo Xi Jinping supone en realidad una recidiva híbrida apuntando a cierto resurgir de rasgos asociados a un trasnochado maoísmo. Washington no se fía. Como tampoco cree Pekín a la Casa Blanca cuando asegura que su prioridad es evitar una escalada en la tensión, militar también, e incluso una guerra, poniendo el acento en la intensificación de las medidas de contención y cerco a todos los niveles.

En el activo, ciertamente, EE UU no puede pasar por alto que China ha persistido en su política cuidadosa en relación con la guerra en Ucrania, a pesar de haber elevado la cooperación comercial con Rusia. No debe despreciarse el incremento de voces internas que apuestan por equilibrar las relaciones con Moscú, precisamente para neutralizar la estrategia de Washington de utilizar este argumento para unir a los países aliados al empeño de contención de China. Por otra parte, el importante fortalecimiento de las alianzas militares en el entorno de China reduce la hipotética significación del cambio de actitud de EE UU en relación con los países de la región, al sugerir una rebaja de la presión para implicarles de lleno en esa rivalidad.

En lo inmediato, las principales sombras que se ciernen sobre las relaciones bilaterales apuntan en dos direcciones. Primero, que prácticamente entramos ya en campaña para las presidenciales de 2024 en EE UU y para ningún candidato es buena táctica mostrarse “indulgente” con China. Segundo, el proceso electoral de Taiwán puede ofrecernos picos verdaderamente amargos en los próximos meses, con EE UU queriendo demostrar que está del lado de Taipéi y China enfureciéndose por ello.

El reto de Blinken en Pekín es conjurar esa idea que está ganando terreno entre diplomáticos y expertos de que no hay nada que hacer y que la suerte está echada porque el antagonismo y la incomprensión se han instalado sólidamente en ambos gobiernos. Ambas partes deben mejorar su percepción de la gravedad de algunos de los conflictos que les enfrentan, especialmente los relativos a la integridad territorial o la soberanía, incluyendo su sistema político, valores o modelos de desarrollo.

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En el punto en que se encuentran las relaciones bilaterales sino-estadounidenses, una pose, por más positiva que sea, para no quedarse en solo eso, debiera servir para agrietar la competencia, abriendo espacios para acomodarla con áreas de cooperación que auguren una relación más productiva y predecible. Es del interés de ambos, pero también de la UE y del resto del mundo.

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