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¿Por qué amamos odiar a ‘Emily en París’?


La receta parece infalible. Se mezcla en un mismo formato Sexo en Nueva York, El diablo viste de Prada y Betty la fea (versión producida por Salma Hayek). Se agita y se diluye en un camión cisterna de agua de coco para eliminar cualquier grumo, línea de guion con más de una subordinada o trama que no se pueda seguir al tiempo que se opera a corazón abierto. El resultado es Emily en París, una serie de Netflix aparentemente insustancial que narra las aventuras de una joven ejecutiva estadounidense en la capital francesa.

Hasta aquí, nada nuevo. La sorpresa llega cuando la ficción estrenada en octubre se erige en fenómeno viral: memes, artículos sobre la ropa que la protagonista —encarnada por Lily Collins— lleva en cada capítulo e hilos de Twitter más encendidos que una moción de censura. La razón —segundo golpe de efecto— no es que a miles de personas les encante la serie, sino que les encanta odiarla. Y la intensidad de sus sentimientos resulta a todas luces desproporcional al pecado cometido: Emily en París no es ni remotamente la peor serie que haya visto el consumidor español —¿alguien recuerda No soy como tú?—. Tampoco la más frívola. No encabeza ni cierra ningún ranking.

Entonces, ¿por qué disfrutamos tanto despellejándola?, ¿qué tipo de glutamato esconde este preparado de Chanel, baguettes y cenicientas neocapitalistas para que rebañemos el plato a sabiendas de que es fast food?

Ensañarse con esta ficción no supone ningún reto; es como meterse con el más débil de la clase: facilón y cobarde. Sí, Emily en París constituye un banquete de clichés sobre la cultura francesa. No falta ni uno. La jefa parisiense que se alimenta de tabaco; la mujer del empresario que es conocedora — como dirían en Sálvame— de que su marido se acuesta con la jefa parisiense, pero que preferiría hacer un trío con Emily; y la amiga que tiene un château —¿quién no tiene un château en Francia?—. En vez de un guion, parece que Darren Star —su productor y el de Melrose Place— hubiese utilizado la redacción de una aspirante a la hermandad Kappa Kappa Psi titulada Así será mi año sabático en la ciudad de la luz. Pero no hay superioridad moral posible en señalar esto. Hacerlo resulta equivalente a vanagloriarse por distinguir entre un restaurante de quinta gama y otro de autor: enhorabuena, no tiene el sentido del gusto atrofiado.

Borja Cobeaga —director de Pagafantas, Negociador y Fe de etarras— cree que con Emily en París llega al género de ficción una forma de ver y disfrutar la televisión que hasta ahora explotaban realities como Quién quiere casarse con mi hijo o First dates. “La gracia está más en la conversación que se genera en torno al producto que en el propio producto. Es algo que siempre ha pasado, como cuando te juntabas con tus amigos para ver Eurovisión y echarte unas risas. Las redes sociales han potenciado esta fórmula; y el confinamiento, la ha acelerado”, explica. No solo comentamos Emily en París porque la vemos; la vemos para poder comentarla. Para formar parte del grupo. Igual que nos embutimos en pantalones pitillo a principios de los dos mil y empezamos a beber gin-tonics como si viviéramos en la India colonial.

Además, en un momento de distanciamiento social, nada une tanto como un enemigo común, aunque sea de ficción. De hecho, mejor si es de ficción. Bastante servidos vamos ya de realidad. La serie de Netflix constituye la hoguera en torno a la que convocar el nuevo aquelarre digital. Sin remordimientos, sin miedo y sin consecuencias. Nadie nos va a señalar por señalar a Emily. Para eso está. Y si no ha sido creada con ese fin, qué bien le sirve.

Criticarla resulta inofensivo. Sus detractores no son trolls, ni haters, conforman una mesa camilla surtida con cervezas artesanas o copas de vino tamaño Alicia Florrick (protagonista de The Good Wife y abanderada del trago XXL). “Es que los personajes son odiosos”, sentencia Anastasia Bengoechea. La ilustradora, más conocida como Monstruo Espagueti, ya va por el segundo visionado de la serie. Así que sabe muy bien de lo que habla (muy mal). Para cualquier cínico —y casi para cualquier ser humano en estos momentos de incertidumbre— el optimismo candoroso y contumaz de Emily resulta exasperante. Tampoco la glorificación del sueño americano —y su ética de trabajo— tiene muy buena prensa entre varias generaciones a las que —al borde de una nueva crisis económica— este mensaje les suena a eslogan de Mr. Wonderful. Emily representa Estados Unidos. Ella es la primera en llegar a la oficina, la que entiende de redes sociales, el futuro. Sus compañeros parisienses encarnan la vieja Europa. Desfasados, anacrónicos, ociosos que aparecen a las once de la mañana con la legaña puesta. Pero no puede ser solo la mirada condescendiente de una parte de la industria estadounidense lo que provoca reacciones tan apasionadas. Sería igual que sorprenderse porque un futbolista lleva tatuajes.

“Ver Emily en París es como leer el ¡Hola!: pura evasión, una fantasía donde nadie tiene problemas como los tuyos, y donde, al mismo tiempo, todo resulta tan irreal y flipante que no puedes dejar de mirar. Te lo tragas hasta el final”, resume Bengoechea. Con solo cinco posts, Emily tiene más seguidores en Instagram que Dulceida; Emily lleva bolsos de Marc Jacobs, chaquetas de Chanel y abrigos de Kenzo (que solo un sueldo de CEO podría soportar); Emily come cruasanes a pares, pero no pasa nada porque tiene un metabolismo más rápido que Usain Bolt; Emily vive en un París prepandémico donde el sexo ocasional no es irresponsable. “Te mueres de la envidia”, reconoce la ilustradora. “Cuando empezó el primer estado de alarma, las teles y plataformas comenzaron a producir contenidos sobre el confinamiento; pero esta moda duró menos que el propio confinamiento”, recuerda Cobeaga. “Todo lo que no esté relacionado con la actualidad y nos recuerde a tiempos pasados va a tener mucho éxito”. Sobre todo si lo podemos poner a parir juntos. Que para eso no hay toque de queda. 


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