¿Por qué arde Estados Unidos?

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Ya hay quien nombra el racismo con todas las letras, en Marruecos. Para llegar a cuestionarlo –algo que habían empezado a hacer en voz alta algunos intelectuales y las ONG– hizo falta pasar por reconocer que había una omertá manifiesta. El tácito pacto de silencio incluía un tupido velo sobre cualquier referencia a la negritud de ciertas manifestaciones culturales (como el gnawa) o la propia procedencia étnica de un buen porcentaje de población marroquí. Algo similar ocurría en Argelia, según confesaban creadores como Samira Bramia, a quien estimula la idea de retomar el espíritu del festival de Argel y poder hermanarse, por fin, con África. Porque es cierto que, hasta hace demasiado poco tiempo, se hablaba de “los africanos” como gente de paso, perteneciente a un continente al sur del Sahara, y también es cierto que hoy se celebra la pertenencia a la africanidad en expresiones artísticas institucionales. No obstante, en la realidad cotidiana todavía siguen muy arraigadas las prácticas discriminatorias hacia lo subsahariano, algo que denuncian películas como el cortometraje Aziya, del conocido periodista Karim Boukhari, que fue programado en el oficial Festival Nacional de Cine de Tánger, el último gran evento antes del confinamiento.
El cortometraje –que es el segundo de quien fuera director de la prestigiosa revista francófona Tel-quel– habla de dos asuntos que se viven tan callada como naturalmente en los ambientes de las clases medias urbanitas de Marruecos: el racismo y la prostitución, en su cara más ruin, por ser el único recurso laboral al que acceden las mujeres migrantes subsaharianas solas, que quedan varadas en las grandes ciudades del norte de África. Aziya visibiliza el maltrato machista que sufren estas mujeres por parte de hombres que incluso suelen pasar por ciudadanos progresistas de hábitos europeos. Seguramente el cortometraje –protagonizado por Aadel Essaadani, Jeanette Abou N’Goran y Ghassan El Hakim– revolverá consciencias de algunos hedonistas poco afectos al costumbrismo de su pueblo, que acceden a los servicios que el libre mercado pone a su disposición, como es la carne femenina barata (en cuanto la vida cotidiana vuelva a la normalidad). Y también ayudará a poner sobre la mesa otro asunto mudo, que es el de la ceguera frente al propio espejo, o el rechazo a verse a sí mismos como participantes de una orgullosa negritud panafricana.
Como para ponerle contexto al guión, el estreno de la película coincidió con el inicio de esta era de la covid-19 y la activación de los protocolos de distancia social, en Marruecos, a la vez que devolvía la peste del racismo al primer plano. Cuando la alarma internacional sonó fuerte, a principios de marzo, nuestro vecino magrebí contabilizó un primer positivo que dio pie a que un semanario titulase Primer caso del coronavirus en Marruecos: ¿quién es el responsable?, sobreimpreso sobre una foto en la que se veía claramente a un emigrante subsahariano dominando la escena. En la imagen aparecía apenas el brillo de unos ojos, debajo de una capucha, y lo que sí se distinguía claramente era la mirada entre temerosa y suspicaz de una persona negra. Ante tan flagrante acusación, del todo infundada, en pocas horas se hicieron sentir las voces de profesores universitarios, militantes antirracistas y de la propia prensa, denunciando ese vínculo gratuito entre negritud y enfermedad. En las redes, hubo quienes recordaron que lo mismo había sucedido, unos cinco años atrás, con la crisis del Ébola, cuando el nombre de la enfermedad se convirtió en un insulto en el transporte público y en las calles de las principales ciudades marroquíes, contra ciudadanos –y especialmente ciudadanas– de países subsaharianos… Todavía fresca aparece en la memoria aquella portada del semanario Maroc Hebdo, de 2012, que titulaba ‘El peligro negro’ a un artículo sobre los habitantes “clandestinos”, que viven “de la mendicidad o la prostitución”, e ilustrado por la foto de un chico subsahariano.
Durante esta pandemia, y con el pasar de las semanas, la realidad que fueron descubriendo los medios internacionales fue la desprotección en la que quedaron los inmigrantes de paso por esa región, con las fronteras cerradas, y mientras los habitantes locales quedaban encerrados en sus casas y recibían ayudas del Estado.

Los artistas son bienvenidos
Lo cierto es que, a diferencia de aquel tiempo crudo del Ébola, en la actualidad –y al menos oficialmente– la africanidad se celebra. En estos cuatro o cinco años que han pasado desde aquella epidemia, Marruecos volvió a la Unión Africana, los flujos migratorios han seguido incesantes (con dos regularizaciones impulsadas por el gobierno marroquí) y también se han abierto caminos de buenos negocios unidos a campañas de amistad y fiestas artísticas continentales, promovidas desde las instancias culturales.
Gracias a esas nuevas políticas, algunos artistas contemporáneos de países subsaharianos han instalado sus ateliers en Casablanca, Rabat –que este año ostenta la capitalidad africana de la cultura– o Marrakech, porque en estas ciudades la actividad museística y de galerías de arte suele ser intensa (con franquicias de ida y vuelta con eventos e instituciones de París, Madrid, Londres y Nueva York), aunque en este 2020 haya quedado casi todo suspendido, al menos hasta el mes de septiembre.
Con toda la africanidad puesta en escena, sin embargo, la convivencia lejos de las alfombras de los fastos sigue siendo tensa, como lo demuestran algunas revueltas ocurridas en las periferias de Tánger o Casablanca, donde malviven migrantes en tránsito hacia Europa (hoy hacinados y sin poder ganarse la vida en las calles), y como lo testimonian los expulsados del monte Gurugú y las alambradas del norte, llevados al sur (con lo que se consigue hacerles andar y desandar el camino del calvario una y otra vez).
En el caso de las mujeres que sobreviven en las calles norafricanas, películas pequeñas pero contundentes como Aziya resultan lo más parecido al alivio, o la compasión. Se trata apenas del relato de una anécdota, la de un pedido a domicilio (como quien pide una pizza), una noche cualquiera, en un edificio cualquiera de Casablanca, pero que pone un espejo frente a los distraídos consumidores locales. Algún día verán su propio rictus en el reflejo.


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