En el auge del bolsonarismo de extrema derecha con sus ribetes nazifascistas, Bolsonaro llegó a ser visto como el Trump de los trópicos en América del Sur. Su derrota en las urnas frente a Lula, aunque por solo un 2% de votos de diferencia, desinflaron sus esperanzas.
En vez de afrontar la derrota a pecho descubierto, Bolsonaro huyó del país, a cobijarse bajo las alas de su tutor Trump y dejó a los suyos la misión de enturbiar las aguas de la victoria de Lula con ataques violentos a las sedes del poder en Brasilia.
Se equivocó al medir su fuerza política y desafió al poder judicial con ataques violentos al Supremo, lo que lo arrastró a un proceso judicial que con mucha probabilidad le impedirá de disputar elecciones políticas durante ocho años condenándolo al ostracismo político.
El expresidente ya había desilusionado a los suyos al huir del país para refugiarse en Estados Unidos negándose a entregar el fajín de mando al vencedor. Volvió así al país más cabizbajo que triunfador y en expresión de algunos comentaristas políticos como una “cucaracha tonta” que no sabe qué hacer.
Si el Bolsonaro que se desmorona políticamente será inhabilitado políticamente lo más seguro es que también los suyos acaben arrinconándolo poco a poco y le busquen un sucesor, como ya han empezado a hacer, en cuyo caso es posible que su gran padrino norteamericano Trump, también enzarzado en procesos judiciales, acabe olvidándose de su amigo brasileño.
Sus más fieles seguidores, y en general la extrema derecha más dura que confió siempre en él y que hoy se reduce a un 15%, son conscientes que el líder se les está disolviendo políticamente como un azucarillo, ya le buscan afanosamente un sucesor. Hoy Bolsonaro y su derecha extremista se ven acorralados frente al Gobierno de Lula que está siendo acogido en el exterior justamente como el salvador de la amenazada democracia brasileña.
Si la era del extremismo bolsonarista parece hacer aguas por todas partes y Brasil ha dado un no a los intentos fracasados de un golpe de estado militar, ello no impide que las placas tectónicas de la derecha se hayan ido de vacaciones. Siguen latentes en su intentona de arrinconar a la izquierda y de poder seguir en el poder, aunque solo sea a través del Parlamento aún mayoritariamente conservador y que le está dando dolores de cabeza al nuevo Gobierno democrático.
Si es verdad que el peligro de una derecha a la Trump parece haberse esfumado en Brasil con el desmoronamiento del bolsonarismo radical, también lo es que el peligro de involución democrática sigue latente y hará todo lo posible para dificultar al Ejecutivo derrotar del todo los peligros golpistas.
Y ahí radica al mismo tiempo la responsabilidad del nuevo y tercer gobierno progresista de Lula que se debate entre los más radicales de izquierda de su partido, el PT y los elementos del centro que él introdujo en su Gobierno sin lo cuales seguramente habría perdido las elecciones.
No. Las aguas agitadas de la política brasileña aún no se han pacificado y la faena de Lula de derrotar definitivamente el avance de la extrema derecha no ha acabado y dependerá mucho de su agudeza política.
El Gobierno de Lula en sus actuaciones concretas no puede olvidar que el actual mandatario ganó las elecciones no tanto por él y por su partido de izquierda. Fue todo más complejo. Ganó Lula porque tuvo la intuición de recuperar a una parte del centro que no quería votar en Bolsonaro pero tampoco en la izquierda.
Y esa dialéctica sigue hoy en pie y alerta a Lula en cada decisión para demostrar que el suyo no es un Gobierno de izquierdas sino contra el golpismo bolsonarista y el avance de las fuerzas conservadoras que se inclinan cada vez más hacia la extrema derecha.
Quizá por ello, a solo seis meses de la nueva Administración, ya se habla abiertamente de su posible sucesor en 2026 que dependerá fundamentalmente del éxito a fracaso de su equipo.
La derecha sabe que la mayoría de los brasileños hoy rechazan a la derecha golpista y zafia de Bolsonaro, pero que tampoco quieren la vuelta del PT al estado puro. Es un país que confía más en un centro conservador con fuertes acentos sociales que sepan escuchar al mismo tiempo el quejido de los millones de pobres que aún resuena en el país.
Y es en esa dialéctica por la búsqueda no ya de un Trump de los trópicos, sea o no bolsonarista, sino de un moderno centroderecha llamado “civilizado” en el que apuestan quienes saben que el líder nostálgico de las dictaduras ha sido desacreditado al revelarse ante los suyos como un cobarde.
Es ese equilibrio frente a los deseos de cambio de una sociedad que sigue hoy atenta los movimientos del nuevo e inédito Gobierno de Lula, lo que hará posible o no que en las próximas elecciones sea la vieja izquierda que la extrema derecha golpista entiendan mejor lo que les exige la nueva coyuntura política en transformación en el país.
En el pasado, Lula llegó a llamarse a sí mismo como una “metamorfosis ambulante”. Es lo que ha pretendido en este su tercer mandato con su Gobierno progresista pero con ribetes conservadores. Su tarea no le será fácil a juzgar por la oposición que está encontrando en el Congreso.
Lula deberá estar atento a los nuevos movimientos subterráneos de un bolsonarismo herido pero no definitivamente muerto, y que podría resucitar en manos de nuevos y falsos profetas que ya se vislumbran en el horizonte frente al ocaso del desgastado y extremista capitán golpista.
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