Si alguien afirma seriamente que nunca miente, sabemos que está mintiendo, o que no está en su sano juicio; mentimos tantas veces como creemos necesario. No es nada extraordinario, pero hoy la mentira va más allá de ocultar la verdad. Se puede decir que siempre ha sido así, la notable diferencia es que se pretende crear una contrarrealidad en la que los límites de verdad y mentira se difuminan, hasta que no tenga sentido preguntarse qué es la verdad. En la vida pública es difícil distinguir lo que es verdadero o falso, una distinción esencial a la que no damos demasiada importancia, salvo por sus consecuencias prácticas. Pero no es la única contradicción a la que nos enfrenta la mentira; la más sorprendente y, sin embargo, aceptada y habitual es mentirse a uno mismo.
Mentir es decir algo que se sabe o se cree que no es cierto para engañar a otro. En consecuencia, se ha de dar una capacidad de metarrepresentación que permite suponer qué pensará y cómo reaccionará el interlocutor; el mentiroso tiene que ponerse en el lugar de la víctima para encontrar la forma de engañarla y que acepte lo que dice como verdadero; es un acto intencional y dialógico. En tanto que mentirse a uno mismo, o, en otros términos, el autoengaño, no es intencional ni se dirige a un tercero, sino que, ante situaciones indeseables, parece que existiera un mecanismo psíquico que se pusiera en marcha por sí solo para ocultarnos la realidad.
La mentira es tan polisémica y su uso tan multiforme que el autoengaño ha quedado incluido en el género mentira; esta es la concepción más común y, sin embargo, para que sea posible el autoengaño tienen que intervenir elementos psicológicos ajenos a la mentira misma. Se tienen a menudo ideas y creencias contradictorias, pero eso aún está lejos de ser autoengaño. Las mentiras, cuando no son triviales, exigen del mentiroso una estrategia que sólo él conoce para que su mentira tenga éxito. Y no parece evidente que sea posible en el autoengaño: desdoblarse, afortunadamente, no es frecuente.
En Novela de ajedrez, de Stefan Zweig, el personaje es detenido por la Gestapo y sometido a un aislamiento absoluto; para soportar su encierro, juega miles de partidas de ajedrez mentalmente. En cada partida, unas veces tiene que ser el jugador de las blancas y otras el de las negras, previendo numerosos movimientos posteriores con todas las variantes posibles, porque cada uno de los personajes que representa “no conoce” lo que hará su contrincante. Para escapar de la perturbación y del desdoblamiento de la personalidad, tiene que dejar de jugar al ajedrez contra sí mismo.
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¿Es entonces imposible mentirse a uno mismo? Aunque ello no sea posible en la acepción que lo hace equivalente a la mentira intersubjetiva, no por ello el autoengaño deja de existir. Entre otras interpretaciones, la psicoanalítica introduce un segundo actor dentro del sujeto. Al igual que los síntomas constituyen la manifestación de pulsiones inconscientes reprimidas, las formas de engañarse deben eludir el control de la censura para que el sujeto crea algo que se opone a sus comportamientos e ideas conscientes. Se sustituye, como dice Sartre, “la dualidad de engañador y engañado, condición esencial de la mentira, por la del ello y el yo”. Sin entrar en interpretaciones propias de la psicología, lo inquietante es que se ha generalizado la idea, por entero ajena al pensamiento freudiano, de que la mentira a uno mismo no exige que haya un sujeto responsable que miente. Lo que permite, en ciertas situaciones, hacer del autoengaño una especie de deus ex machina que interviene para justificarnos. Para Freud, en cambio, la persona no dejaba de ser responsable de su autoengaño.
Cuando no se trata de asuntos sin transcendencia, como la valoración excesiva de uno mismo, el autoengaño retroalimenta y está en función del tipo de vida que elegimos y de los compromisos que asumimos en ella, de cómo formamos nuestras creencias, lo cual depende en gran medida del valor que atribuyamos a lo que es verdadero o falso. Quien se miente a sí mismo tiene que rebajar qué es verdad tanto como necesite para formarse otra “verdad” paralela. Algo que no es exclusivo del autoengaño. En política es incluso más visible y alarmante.
La política de la mentira
Mentira y política se sitúan en el terreno de lo posible: la mentira escapa de las constricciones del mundo real, negándolo o falseándolo, para crear otro irreal; la política, que no es menos imaginativa, en el mejor de los casos se atiene a los hechos y presenta un mundo (todavía) irreal para transformar el que es real. Sin duda esta es la función de la política, y la similitud formal con la mentira no exime a los gobernantes de cumplir con el principio de decir la verdad. Aunque haya circunstancias excepcionales en que es necesario ocultarla, la cuestión es en qué medida es legítimo o, por el contrario, no responde a auténticas necesidades y se sitúa a conveniencia para transmitir tantas mentira que no se distinga cuál puede ser la verdad.
De las innumerables formas de mentir en política, pocas son tan desmesuradas como las de Trump: en sus cuatro años de presidente hizo 30.573 declaraciones falsas; ante tal cantidad de embustes, infundios y calumnias, para saber lo que Trump estaba dispuesto a hacer debían atenerse a sus mentiras, sólo en ellas se encontraba la “verdad” de su discurso. Una más innovadora había sido la de Clinton. Afirmó que no tuvo relaciones sexuales con Monica Lewinsky, sólo fueron relaciones físicas inapropiadas, y fue absuelto de perjurio. No negó la felación, derivó el problema de hechos inequívocamente sexuales a saber en qué consistía una relación sexual en abstracto, y como Clinton consideraba que una felación no lo era, no había mentido. Según FiveThirtyEight, publicación especializada en compilar encuestas, el 26% de los demócratas consideraban que la relación de Clinton con una becaria atentaba a la ética, en tanto que el 82% de los demócratas juzgaban inmoral la relación de Trump con una actriz pornográfica. No se trata, pues, de un problema lógico ni moral, son dos formas de manipular a los ciudadanos en la democracia de las opiniones: una, tan brutal que embrutece a quienes creen sus mentiras; la otra, más sutil, en la que la verdad pierde sentido y depende únicamente de la interpretación que se haga de ella. Ambas forman parte de la tendencia creciente a devaluar o suprimir la verdad como referente objetivo y universal y reducirla a la opinión de cada uno, variable según sus intereses y circunstancias. El pensamiento posmoderno en sus diversas formulaciones impone progresivamente que la verdad es subjetiva y, como su derivada, que en la vida política no se puede conocer cuándo se miente, sino en función de la identidad que previamente se ha atribuido a cada personaje que interviene en ella. ¿Aún será posible decir “el rey está desnudo”?
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