¿Por qué los talibanes otra vez?


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Lo que acaba de ocurrir en Afganistán es emblema del fracaso político y cultural de la visión del mundo de Occidente, encabezado por Estados Unidos, frente a un país que no pertenece a la misma esfera de pensamiento. Los talibanes afganos encarnaban, a fines de los noventa, un poder sanguinario y medieval, predecesor del ISIS iraquí y sirio. Como respuesta inmediata a los atentados del 11-S de 2001, EE UU los expulsó del poder, interviniendo con su vieja estrategia de destrucción total de un país que se concebía cuna de los terroristas. Desde aquel entonces y hasta 2021, los demócratas afganos prooccidentales han vivido entre la espada fundamentalista que seguía luchando en el país y la pared del ejército occidental de ocupación.

Nadie, entre la coalición internacional invasora, se planteó la cuestión de la efectiva fuerza identitaria de la nación afgana; las huellas de la frustrada andadura soviética habían desaparecido totalmente. El violento catecismo estadounidense del bien frente al mal, predicado por George W. Bush en Afganistán, y que reproduciría en Irak dos años después, dejó como legado una región hundida en la semántica de la guerra, sin contar con los terribles rencores por las torturas en Guantánamo. No se pensó que los talibanes, refugiados en sus inaccesibles montañas, transformarían paulatinamente su lucha fundamentalista, paralizante para la propia sociedad afgana, en una lucha de liberación nacional frente a la coalición occidental.

A lo largo de estos 20 años de ocupación militar, EE UU y sus aliados gastaron más de 2000 millones de dólares, el precio de la muerte de 50.000 civiles —entre ellos, víctimas “colaterales” de bombardeos sobre hospitales, escuelas, reuniones familiares—, de 70.000 soldados afganos y 2.500 bajas en sus filas. Mientras tanto, Afganistán sigue siendo un país que nadie, desde el siglo XIX, ha podido vencer (bien lo saben los británicos); es un Estado tribal, en el que la política depende de coordenadas desconocidas por la visión occidental.

¿Cómo se explica hoy la fulgurante victoria de los talibanes? Donald Trump, exmandatario de EE UU aislacionista, reconoció que la ocupación se había convertido en una guerra sin salida y que se había perdido la iniciativa estratégica en el terreno. Por otro lado, las fuerzas afganas aliadas se mostraban incapaces de gobernar el país; las poblaciones de las zonas rurales y, sobre todo, las de las ciudades, desconfiaban cada vez más de la presencia extranjera y de sus clientes afganos. Finalmente, la Administración de Biden decide, este verano, retirar sus tropas sin previo aviso a sus aliados occidentales. Y Afganistán vuelve a estar hoy, en un relativo abrir y cerrar de ojos, en manos de integristas.

El retorno talibán ha sido posible merced al clima político que se fraguó en este país durante la última década de intervención occidental. El fallido gobierno afgano de Ashraf Ghani, el último presidente, se tambaleaba por diversos flancos debido a sus propias contradicciones internas: el clientelismo y las rivalidades tribales, una constante tensión utilizada por los estadounidenses para dividir a los afganos y dominarlos; el desmoronamiento, desde hace años, de sus Fuerzas armadas, incapaces hoy de hacer frente a los insurgentes, entre otras razones, por su fondo tribal y el respaldo cultural de gran parte de sus soldados a los talibanes; la corrupción generalizada, la complicidad sistemática con los asesinatos perpetrados por la policía, los militares y las milicias tribales aliadas; el enriquecimiento de comerciantes que negocian con el Gobierno, al tiempo que son compinches de los temidos talibanes. En resumidas cuentas, esa clase de poder político nació a la medida de las fuerzas ocupantes y condenado, pues, por sí solo, al fracaso. Estos últimos 10 años, los observadores coincidían en que un régimen democrático no podía arraigarse.

El naufragio de EE UU es también militar porque, de hecho, perdieron la iniciativa estratégica en el campo de batalla. La resistencia talibán ganaba espacio día a día sin que pudiera ser neutralizada por la superioridad militar estadounidense. Los insurgentes, utilizando la violencia en las ciudades, eran invencibles en las montañas y las zonas rurales.

Con todo, este balance no debe ensombrecer un giro significativo en la historia del país. Porque, sin dejar de tener la naturaleza de una ocupación, la presencia extranjera ha favorecido también un punto de encuentro entre la modernidad occidental y los usos tradicionalistas de la sociedad afgana. Han aflorado en la nación la institucionalización de los usos parlamentarios, la formación progresiva de una opinión pública, el inicio frágil de la emancipación de las mujeres, la igualdad entre ciudadanos más allá del tribalismo vigente, rasgos propios de una democracia naciente. Esta nueva realidad no garantiza frenar el retorno de una política integrista.

Probablemente, se restablecerá un estado teocrático (emirato o califato), que someterá todas las esferas de la vida a la ley religiosa, una suerte de fundamentalismo suní bastante parecido al wahabismo saudí. Por otro lado, dada la experiencia de la ocupación extranjera, los talibanes querrán controlar más a los movimientos armados en el país (Al Qaeda, ISIS, etc.). Impondrán la reconstitución de un arco tribal bajo la hegemonía de los pashtunes que lideraron la resistencia. En el exterior, las grandes potencias vecinas —Rusia, China, Turquía— están ya asentando las bases para definir relaciones futuras con el poder talibán. Y Pakistán seguirá siendo aliado geopolítico privilegiado.

Por su parte, Europa debería empezar a hablar con el nuevo régimen. Porque la afluencia de refugiados se incrementará considerablemente, pese a las promesas de los talibanes de un consenso nacional de transición pacífica. La situación es ya muy peligrosa para los que han colaborado con las fuerzas estadounidenses y occidentales, en particular de las tribus minoritarias como los azeríes. Una ola de venganza será difícilmente inhibida. Si Europa quiere afirmar sus principios en sus decisiones, deberá financiar vías humanitarias en las fronteras con Pakistán, Irán y Turquía, y, al mismo tiempo, gestionar la entrada de refugiados en su propio seno.

Nunca habrá que olvidar que se trata de la primera victoria islamista contra EE UU, la principal potencia del mundo. El impacto sobre el resto de la opinión pública musulmana marcará un porvenir diferente. Para Occidente, es un fracaso político, cultural y militar.


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