‘¿Por qué matan las mujeres?’: Un Wisteria Lane 2.0

Payton Hobart, el protagonista de The Politician (Netflix), sueña con ser el presidente de los Estados Unidos desde que nació. Y, como en un ridículo concurso de televisión, está siguiendo todos los pasos que porcentualmente siguieron en su mayoría todos aquellos que han llegado a serlo. En la primera temporada de la más descaradamente absurda de las producciones que Ryan Murphy tiene en marcha estos días —cercana en espíritu a la imprescindible Scream Queens— ya se vio que, por el camino, Peyton se ha perdido incluso a sí mismo. Todo eran mapas en los que marcar una X que nunca llegaba a dibujar —todo salía mal, no ganaba las elecciones en el instituto, no era aceptado en Harvard, ni siquiera era hijo legítimo de sus padres ricos— y medios nada lícitos para justificar un fin que no era un asesinato pero tenía mucho de psicopático.

En la novela ensayo Avenida de los Gigantes (Anagrama), Marc Dugain exploraba aquello que tienen en común psicópatas y líderes políticos de todo el mundo, y llegaba a la conclusión de que, mentalmente, unos y otros, funcionan de forma similar. Es decir, con ningún tipo de empatía. El político, como el asesino, juega con seres humanos como jugaría con muñecos, moviéndolos a su antojo y sin preocuparse por lo que estos puedan sentir o padecer. Pero, mientras el asesino se centra en uno de ellos cada vez, el político pretende someterlos a todos, moverlos en la dirección que a él más le convenga sin pensar en cómo eso puede afectarles. La primera temporada de The Politician analizaba precisamente eso, con la sorpresa final de la aparición de los sentimientos de Payton y su reticencia a volver a la política por no perderlos.

“Había olvidado que podía sentir cosas”, le decía Hobart (un casi esculpido para la ocasión Ben Platt) a su equipo, formado por una vez por un puñado de nuevas actrices que, sin embargo, emulan a la perfección los papeles y casi los tonos con los que le gusta jugar a Murphy (Lucy Boyton, en el papel de Astrid, es una versión de Emma Roberts, y Julie Schlaepfer parece, por el matiz de su actuación, la nueva Billie Lourd), al final de la primera temporada, cuando las chicas dejaron todo lo que estaban haciendo —y algunas iban camino del altar— para embarcarse en un nuevo proyecto que recuperaría la carrera hacia la Casa Blanca de Payton: derrocar a Dede Standish (Judith Light), la eterna senadora por Nueva York. Lleva años en el cargo, aún cree que los folletos sirven para algo, y guarda un escandaloso secreto que la pondría contra las cuerdas si se supiera.

Apuesta, Murphy, por cargar contra la brecha generacional desde el principio, en esta segunda temporada, servidos como estaban los ingredientes del combate político desde el final de la primera. Y es una brecha amplia, en la que caben modos y fines, y también un esplendoroso choque de trenes entre millennials y boomers en muchos sentidos redentor —hubo un capítulo dedicado a los votantes en la primera temporada, y también, como ahora, fue el mejor de todos—. Así la prepotencia y el totalitarismo de Haddassah (una apoteósica Bette Midler), mano derecha de la senadora, contrastan con el corporativismo naif del gabinete Hobart, y hallazgos como el de la tóxica pero deseada amistad laboral del superviviente, porque ¿qué queda cuando solo trabajas? Porque unos están allí porque tuvieron, los otros porque no tienen nada.

Hobart juega la carta del no futuro y del cambio climático, y se arriesga a no predicar con el ejemplo —el papel de Infinity, renacido ahora en escritora superventas con una legión de seguidores, es aquí capital para entender cómo funcionan los nuevos lobbies de ideas—. Standish deja claro que anda en busca de la vicepresidencia, y no tiene por qué mover un dedo porque vive de la herencia de lo que su candidatura logró en otro tiempo. Lo único que tienen una y otra en común es el arte de la zancadilla. Porque, desde que la política se convirtió en espectáculo de máculas, es decir, en el apunte de aquello que mancha al equipo rival, solo puede llegar a lo más alto aquel que logra evitarlas.

He aquí donde empieza el festín. Si el escandaloso secreto de la senadora Standish —que lleva diez años de relación poliamorosa con su marido y el amante de su marido— se convierte en un primer momento en ventaja —ella decide que la mejor defensa es un buen ataque y lo reivindica—, no tarda en volverse en su contra porque nada en la vida de nadie y mucho menos en la de un político en campaña es nunca estable. Y la hipersensibilidad de la época no ayuda: también Payton debe pedir perdón por haberse disfrazado de cierta persona a los seis años. Al contrario. Vuelve la política un juego cada vez más delirantemente absurdo. El añadido supremo en ese sentido es el de la siempre presente madre de Payton, Georgina (Gwyneth Paltrow), candidata a gobernadora de California.

Georgina clama por una California independiente, y consigue, al hacerlo, un 91% de apoyo, en camino del 100%, con premisas tan populistas como de imposible ejecución, pero ¿acaso le importa? Cuando lo único que importan son los votos, y no lo que ocurra después de que se cierren los colegios electorales, todo vale. Y es con esos elementos, y con unas actuaciones siempre sublimes, con los que Murphy y sus habituales Brad Falchuk e Ian Brennan elaboran una sátira tan certera y disfrutable. Sátira en la que el bien común ha sido sustituido por una carrera de escándalos en la que solo puede quedar uno: el que menos sucio haya llegado a la meta. Siempre, aparentemente, pues no olvidemos que la política es también un juego de apariencias, que en la ficción superlativa de Murphy y los suyos, brilla como merece, es decir, ridículamente.


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