Por qué me encanta Robert Walser

El escritor Robert Walser en la excursión al Säntis, en la sierra suiza de Alpstein, en una imagen de 1942.
El escritor Robert Walser en la excursión al Säntis, en la sierra suiza de Alpstein, en una imagen de 1942.

Cada texto, cada libro, cada uno de los libros de Robert Walser me parece necesario, hasta el texto más breve, el libro más delgado. Porque cada uno de sus libros, cada uno de sus textos cuenta. Todos los libros y todos los textos son igual de importantes. Importante quiere decir, para mí, significativo. No hay texto ni libro que no sea “significativo” o “relevante”, porque también los “libros malos” son significativos, eso es válido para todos los libros. No es una cuestión de relevancia, nunca es una cuestión de relevancia. Es cuestión de que los textos de Robert Walser que he seleccionado son imprescindibles. Son imprescindibles Vladimir, Mis afanes y también Berlín y el artista. Todos los textos que comprende esta antología son imprescindibles, y en todos ellos se hace valer un significado propio más allá de lo significativo.

Estos textos son reivindicaciones de un sentido propio. Lo esencial es que son afirmaciones y que insisten en esa su condición de afirmaciones, de tesis, frente a un significado en el sentido más estrecho del término. Es esencial elevar esos textos por encima de su mero “contenido”, de defenderlos por encima de su contenido. Se trata de leer el texto Una bofetada y más cosas por encima de su contenido. No para alejarlo de ese contenido, sino para demostrar que esa reivindicación de un sentido propio que representan los textos de Walser va más allá del “puro elemento de contenido”. Es esencial comprender que estos textos traicionarían su propio contenido si insistieran en algo distinto de su contenido.

Si me encantan los textos y los libros de Robert Walser no es por su contenido. Me encantan como muestras de resistencia, como muestras de exigencia absoluta, pues son exigentes hasta el punto de que exigen demasiado. En el breve Walser sobre Walser se hace patente, y Robert Walser se resiste a que le apliquen la bienintencionada etiqueta de “escritor”. Se rebela cuando alguien —algún supuesto entendido— se dirige a él como “el escritor”. Se rebela —preciso y cruel, cruel consigo mismo— mencionando sus novelas El ayudante y Los hermanos Tanner, porque sabe muy bien lo que es pagar el precio del “escritoraje”. Robert Walser fue el primero que pagó ese precio, el precio de hacer su trabajo: ser escritor. Así pues, los años que pasó en Herisau, esos años de “no-querer-escribir-más”, de “silencio” de Robert Walser, de 1933 a 1956, siempre me han parecido un gesto artístico absoluto, una postura artística radical, rotunda. Nunca se alcanza a apreciar el valor de su silencio.

En Carta de un poeta a un caballero, Robert Walser escribe que él —o el pobre poeta joven— es alguien a quien no merece la pena conocer. Lo que podría entenderse como modestia, servilismo o falta de confianza en sí mismo o falsa modestia o falso servilismo o fingida falta de confianza— y ahí radican esa volatilidad y al mismo tiempo esa fuerza que se lleva todo por delante de la escritura de Robert Walser— no hace sino enfatizar la postura radical del artista y del autor.

Lo determina él: lo único esencial es el texto, únicamente el texto de Robert Walser; no importa nada la persona, la persona de Robert Walser, la persona que ha escrito ese texto. Así lo pone de manifiesto: nunca se trata de la persona, nunca se trata de él, nunca se trata de “lo personal”. Ahora bien, juega con eso, claro, primero haciendo alarde y luego pidiendo disculpas. Jugando con fuego, quemándose él mismo, Robert Walser desprecia “lo personal”.

En Obrita de cámara, Walser se disecciona a sí mismo con precisión de cirujano a través de la imagen de un paraguas viejo que cuelga de un clavo igual de viejo. Describe con precisión “cómo lo débil en su debilidad sujeta otra cosa endeble”, e insiste —con su infalible “sentido de lo débil”— en cómo ahí se abre un abismo sin fondo y cómo ese abismo se nos ofrece a los lectores para engullirnos también. Con el mismo gusto con el que se deja engullir por el abismo el autor, que, al mismo tiempo, así se libera.

Justo así me lo demuestra: Robert Walser era libre, era libre con lo que le era propio. Ser libre con lo que es propio de uno significa: partir única y exclusivamente de eso, significa “dar forma” a partir de lo propio y de nada más. Lo “propio” con que trabajaba Robert Walser no tiene, en sí mismo, forma alguna. Tampoco la necesita, puesto que la forma no surge hasta el momento en que se dirige a los demás, en que se vuelve hacia el exterior… eso es lo que hace Robert Walser. Siempre me ha llamado la atención, una y otra vez, que a muchos les gustaría quedarse a Robert Walser para ellos solos. Es un autor que consigue que lo adoren de una manera particular, egoísta, egocéntrica, completamente posesiva, con exclusividad total. Muchos piensan —y no soy yo ahí ninguna excepción— que solo ellos entienden “bien”, conocen “bien”, honran “bien” o aman “bien”, “de verdad” a Robert Walser. Esta exclusividad no la alcanzan más que los verdaderamente grandes. Sin embargo, no se trata de fomentar esta exclusividad, como tampoco de suavizarla o de eliminarla, sino de abrirle pequeños huecos y rendijas para hacerla más permeable, más accesible, para encontrar formas de acceder a la obra, incontables formas de acceso.

Robert Walser se perdió a sí mismo, para mí se perdió, es el escritor de la perdida existencial y de la inseguridad existencial. Se perdió para sí mismo —y para nosotros— en su camino. Robert Walser abrió el camino a lo precario, lo inseguro, lo incierto, lo inestable, lo frágil, lo voluble, trazó un sendero para todo eso a fuerza de frecuentarlo.

Lo que muestra ese camino es el lenguaje de Robert Walser, un lenguaje poroso, sin rumbo, lleno de arabescos, un camino que no conduce a ninguna parte. Su lenguaje se desmigaja, se desvanece, se evapora como las huellas de pies mojados sobre un suelo de piedra caliente. Es un lenguaje de la autodisolución que me permite tener una vivencia de esta, pero sin necesidad de disolverme yo también. Fue Robert Walser quien pagó ese precio por los demás.

En su radicalismo y su disposición a pagar el precio de su trabajo, es un ejemplo para todo artista, todo filósofo, todo escritor. En la Carta de un poeta a un caballero escribe: “Estoy con los pies en la tierra, esa es mi posición”. Con ello me da la clave para adoptar una posición en este mundo complejo, hipercomplejo si cabe, mi propia posición personal, para encontrarla y saberla defender. Estoy con los pies en el mundo, a izquierda y derecha, detrás y delante, el mundo se curva hacia el abismo; sin embargo: yo estoy ahí de pie, con los pies encima.

Robert Walser ilumina lo pequeño, lo desatendido, lo que no se ve serio ni aparente. Ilumina lo que está en la sombra, y para mí es como si sostuviera una linterna en la oscuridad. He aprendido de él que hay que considerar importante todo, porque todo es importante. He aprendido que todo puede ser importante y que todo puede volverse importante, y he aprendido que no hay nada insignificante. Robert Walser tiene un texto titulado Cuando los débiles se creen fuertes. No solo escribió esa frase, sino que la vivió, la dejó anotada para mí, para nosotros. La vivió de manera rebelde y con regocijo… sin duda, como una forma de resistencia en el fracaso y, sin duda, rebelándose también contra el éxito.

Robert Walser, para mí, plantea la pregunta: ¿qué es éxito? ¿Qué es fracaso? ¿Estoy dispuesto a hacer un trabajo por encima de los conceptos de éxito y fracaso? Hemos de reconocer que no tener éxito no es sinónimo de ser una víctima, fracasar puede ser un acto heroico. Robert Walser es un héroe.

Quiero ver a Robert Walser como un héroe, pero no quiero guardármelo para mí solo, y a eso se debe esta selección de textos que me propuse y he realizado en colaboración con Reto Sorg, esta antología que, rescatando una palabra aún más bonita, podemos llamar florilegio.

Este texto de Thomas Hirschhorn, traducido por Isabel García Adánez, figura como prólogo en la nueva edición de ‘Berlín y el artista’ que Siruela publica este martes 2.

Berlín y el artista

Autor: Robert Walser.
Traducción: Isabel García Adánez.
Siruela, 2021. 348 páginas. 24,95 euros.


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