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¿Por qué nuestros hijos comen peor de lo que pensamos?


Aventurarte a cruzar los pasillos del supermercado con tus hijos y llegar al lineal de cajas cargados de buenas elecciones alimentarias se ha convertido en un auténtico desafío. Allí, cada pasillo es un trampantojo que juega con nosotros: los productos de sus estantes quieren ser buenos, nos lo hacen creer, pero, la mayoría, no lo son. Se disfrazan con imágenes llamativas y mensajes tranquilizadores como “sin grasa de palma”, “sin azúcares añadidos”, “con menos azúcar”, “sabor y nutrientes”, “enriquecidos con vitaminas”. Y funciona: muchos de estos productos no solo no se perciben como no saludables, sino que han conseguido pasar por alimentos saludables. Hacer la compra se ha convertido en un espectáculo de ilusionismo. ¿Qué debe saber una familia para poder ver la realidad sin engaños? ¿Qué nos ayudaría a tomar mejores decisiones de compra? Hoy, para poder ver una realidad sin engaños es necesario sacar las gafas de la educación nutricional. Porque nuestras elecciones dependen, en parte, de haber aprendido a leer las etiquetas –y de emplear una pizca de tiempo en leerlas–, de tener la capacidad de huir de los reclamos hiperbuenistas y de conseguir ignorar sellos patrocinados y juguetes mainstream. Pero no es solo nuestra responsabilidad.

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La responsabilidad no es solo individual

Según el informe Estado Mundial de la Infancia de 2019 de UNICEF, se estima que, a nivel mundial, 149 millones de niños y niñas menores de cinco años padecen desnutrición crónica y 49 millones padecen desnutrición aguda. En el otro extremo, 40 millones menores de cinco años y más de 340 millones de niños, niñas y adolescentes de cinco a 19 años tienen sobrepeso u obesidad. UNICEF advierte de que en 2022, la población infantil y adolescente con obesidad superará a la que padece desnutrición. En España, según el estudio Aladino sobre la Alimentación, Actividad Física, Desarrollo Infantil y Obesidad en España de 2019, el 40,6% de los niños de entre 6 y 9 años tienen sobrepeso u obesidad. Ante estos datos, ¿se están tomando las medidas adecuadas?

En diciembre de 2020 el artículo Malnutrición: la pandemia silenciosa ponía de manifiesto cómo la pandemia había evidenciado el papel del estado nutricional en la resiliencia a la infección. “El sobrepeso y la obesidad y sus comorbilidades, incluidas la diabetes y las enfermedades cardíacas, son factores de riesgo conocidos para el covid-19, lo que aumenta el riesgo de infección y complicaciones graves. La obesidad también se asocia significativamente con la necesidad de un tratamiento de cuidados intensivos en los niños ingresados en el hospital por coronavirus”. Pese a que poner fin a la malnutrición en todas sus formas es fundamental para acabar con las desigualdades en salud, no es un camino fácil, ya que, como apuntan los autores del artículo, “en todas las formas de malnutrición se encuentran modelos económicos y sociales que promueven el lucro por encima de la prosperidad social y hacen poco para lograrlo”. Esta idea se podría resumir en una reflexión de la que fuera directora de la OMS de 2007 a 2017, Margaret Chan: “Si una industria está involucrada en la formulación de políticas de Salud Pública, tengan la seguridad de que aquellas medidas más eficaces serán o bien minimizadas o bien apartadas en su totalidad”.

Para Juan Revenga, dietista-nutricionista, “hay una incompatibilidad irresoluble entre los intereses comerciales de la industria alimentaria y la salud de la población”. Esto, según Revenga, se ha visto claramente con la implantación en España de Nutriscore, una herramienta de Etiquetado Nutricional Frontal (FOPL, por sus siglas en inglés) que puntúa los alimentos según su calidad. “Si bien inicialmente podría plantearse como una herramienta de salud pública para ayudar a la población a tomar mejores decisiones de compra, lo cierto es que ha servido para crear aún más confusión gracias a una industria alimentaria que se ha valido de los fallos del sistema para hacer pasar como saludables alimentos que no lo son”, señala. Aquí se situarían, por ejemplo, productos ultraprocesados que han logrado una letra B en Nutriscore, como algunas versiones de batidos o refrescos. “En general, no le damos la vuelta al envase para leer las etiquetas y carecemos de educación alimentaria por lo que acabamos confiando en un etiquetado que además tiene el beneplácito de las instituciones”, añade el dietista-nutricionista, que participó recientemente en el diálogo sobre Etiquetado Nutricional Frontal como arma para el empoderamiento del consumidor y un sistema alimentario más saludable, que forma parte de la Cumbre de los sistemas alimentarios de las Naciones Unidas que se celebrará el próximo mes de septiembre.

Sellos de advertencia y restricción del marketing dirigido a niños

Juan Revenga considera que hay otros sistemas de etiquetado frontal que, a diferencia de Nutriscore, sí han demostrado ser una herramienta útil para empoderar a las familias en sus decisiones de compra. Como ejemplo, el análisis que hizo Sofía Boza, profesora en la Facultad de Ciencias Agronómicas de la Universidad de Chile, durante el citado diálogo organizado por Equipo Europa: Etiquetado nutricional frontal de advertencia: reflexiones desde Chile. “Después de casi 10 años de discusión, dado que era una iniciativa pionera a nivel mundial y que levantó mucha polémica tanto a nivel nacional (sobre todo industria de los alimentos) como internacional (en el seno de la Organización Mundial de Comercio), comenzó su implementación gradual, con umbrales de nutrientes críticos (grasas saturadas, sodio, azúcar y energía) cada vez más exigentes”, señala Boza. A diferencia de sistemas como Nutriscore o el semáforo nutricional, los sellos de advertencia chilenos son similares a una señal de STOP de color negro con las siglas ALTO EN. Se buscaba así que el mensaje fuera lo más directo y claro posible.

Las evaluaciones que se han hecho hasta ahora han visto que un alto porcentaje de los consumidores considera los sellos de advertencia al tomar sus decisiones de compra y que la industria realizó un alto número de reformulaciones para evitar los sellos. Además, según la experta, a nivel agregado no hubo pérdidas económicas para el sector alimentario, como por ejemplo pérdidas de empleo relacionadas con el etiquetado. Pese a ello, recuerda Sofía Boza que Chile sigue siendo el país de la OCDE con mayor nivel de sobrepeso y obesidad, y los efectos del etiquetado tardarán en percibirse. Además, añade que son necesarias medidas complementarias como la educación alimentaria de las familias o la mejora de los ambientes alimentarios.

La amplia oferta de productos insanos que encontramos a nuestro alrededor y el marketing que les acompaña contribuyen a la creación de un ambiente obesogénico. Un marketing que aviva nuestra tentación y que está presente en un pasillo del supermercado, en la televisión, en una parada de autobús. ¿Se debería restringir el marketing de los productos insanos dirigido a niños y niñas? En opinión de Sofía Boza la respuesta es claramente un sí. De hecho, esa fue una de las novedades que fueron reguladas en Chile junto al etiquetado frontal. “Se prohibió la publicidad de cualquier producto con sello de advertencia para menores de 14 años, no les pueden asociar regalos y no se pueden utilizar elementos alegóricos como pueden ser los dibujos animados. Además, dentro de los colegios no se pueden vender productos con sellos de advertencia, y en muchos establecimientos también se prohíbe que los niños los lleven como merienda”. En cuanto a la educación alimentaria, en Chile se incluye desde el nivel pre escolar el tema de los sellos en el currículum, para que los niños los conozcan y sepan qué significan. Para Juan Revenga la clave es ésta: controlar los medios a través de los cuales llegan a los niños y niñas. “Con medidas como las de Chile, los fabricantes de productos insanos pierden el poder llegar a los niños en sus casas (en la tablet, en la tele…) y en el punto de venta”, sostiene.

Las familias no ofrecen a sus hijos e hijas productos que crean que puedan ser dañinos para su salud. Entran por sus ojos, a través de mensajes tranquilizadores, divertidos, sorprendentes. Son la solución a problemas que no existen o un sinónimo de felicidad. Canciones pegadizas, dibujos, regalos, ofertas irresistibles. Sabores de nuestras propias infancias. El deseo de dar siempre lo mejor. La confianza en quien puede llegar al consumidor. Las razones son tan distintas como las propias familias. La industria alimentaria juega con ventaja: los efectos de una mala alimentación no los vemos (habitualmente) hoy, sino a futuro. “Si unos padres llegan al supermercado y se encuentran con un paquete de cereales con dibujos y con un Nutriscore B piensan que están comprando algo bueno para sus hijos”, dice Juan Revenga. Aquí vuelve el fantasma de la responsabilidad individual: la educación nutricional como esas gafas que nos permiten atravesar el supermercado sin caer en las trampas de un espectáculo de ilusionismo. Pero nos olvidamos del truco final: las condiciones económicas y materiales como condicionantes de nuestras decisiones. Las familias necesitan tener acceso tanto físico como económico a alimentos frescos y saludables para mejorar sus decisiones alimentarias, lo que requiere de acciones reales que no busquen complacer a la industria alimentaria. “En España necesitamos una clase política que piense de verdad en los intereses de la población”, sostiene Juan Revenga. Lo dicen también los autores de Malnutrición: la pandemia silenciosa: “Solo cuando una dieta nutritiva y saludable se considere un derecho básico y las personas sean tratadas como ciudadanos en lugar de consumidores, estaremos realmente en condiciones de poner fin a la malnutrición”.

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