Por qué regaló Cela un fragmento del cráneo del Cid a Menéndez Pidal


Desde las cuevas de Altamira, hasta los búnkeres de la batalla del Jarama, en la Guerra Civil, la arqueología en suelo español ofrece pistas de todos los pueblos que han habitado la Península desde hace unos 15.000 años. Ese recorrido por el pasado, con sus hallazgos por casualidad, eruditos, expolios, gobernantes ineptos y esplendor de civilizaciones se resume en 21 hitos reunidos por el periodista de EL PAÍS Vicente G. Olaya en el libro La costurera que encontró un tesoro cuando fue a hacer pis (Espasa). Olaya se ocupa en este periódico de la información sobre yacimientos arqueológicos y patrimonio, que repetidamente se sitúa entre las favoritas de los lectores. “Creo que es porque la gente está harta de la política, de la triste actualidad que nos rodea, y además nos gusta saber de dónde venimos”, asegura.

Inspirado en el celebérrimo título Dioses, tumbas y sabios (1949), del alemán C. W. Ceram, éxito de ventas por su carácter divulgativo y traducido a una treintena de idiomas, con sus explicaciones sobre Troya, los aztecas o el Valle de los Reyes, el libro de Olaya (Madrid, 57 años) empieza en una explotación minera en Torrejón de Velasco (Madrid), en los años noventa del siglo XX, convertida casi de un día para otro en recipiente “del registro más completo del mundo para el conocimiento de los de los carnívoros del Mioceno superior, hace unos nueve millones de años”, dictaminó el Museo Nacional de Ciencias Naturales, de Madrid.

Siempre en un tono desenfadado, con muchos datos, se explica el disputado descubrimiento del zoológico milenario representado en Altamira y asoman los nombres ligados a la arqueología nacional que, en sus comienzos, fueron en su mayoría extranjeros. Como el teólogo alemán Hugo Obermaier (1877-1946), que estudió Altamira y otras cuevas del norte peninsular y, enviado por la Real Academia de la Historia, la construcción megalítica subterránea del Dolmen de Soto, en Trigueros (Huelva), una de las estructuras humanas más antiguas de Europa, de principios del cuarto milenio antes de Cristo.

La vida de Obermaier coincidió con un periodo en que España era, señala Olaya, “el salvaje Oeste de la arqueología, donde resultaba fácil excavar y transportar lo hallado al extranjero”, una situación que iba de la mano del atraso nacional. “En otros países europeos no pasaba porque sus mejores arqueólogos iban a buscar piezas fuera”.

Por suerte, no hay que lamentar que sucediese eso con el mayor tesoro de la Antigüedad española, El Carambolo, datado hace unos 2.700 años. Tal era la riqueza del hallazgo que los albañiles que lo encontraron, en 1958, en Camas (Sevilla), lo entregaron a la Guardia Civil, por miedo a que les acusaran de robar algo tan valioso. Hoy, aunque no hay un dictamen definitivo, se señala en el libro que las últimas investigaciones ligan las joyas de El Carambolo a un centro de culto fenicio.

Un tesoro que sí fue saqueado es el de Castiltierra (Segovia), la mayor necrópolis visigoda, que se desperdigó a partir de su localización, en 1929, por numerosas instituciones y particulares, a quienes vendió todo lo que compraba a los campesinos Juan García Sánchez, “un chamarilero y pintor de brocha gorda”. Otro conjunto de objetos preciosos, el de Guarrazar (Toledo), había sido encontrado por una joven, Escolástica Morales, en 1858, de la forma que da título al libro. “Muchas piezas se perdieron en orfebrerías toledanas”, escribe Olaya sobre esta maravilla visigoda, de la que una parte llegó a parar al Museo de Cluny (Francia).

También está despedazado el cuerpo de El Cid, cuya tumba, en San Pedro de Cardeña (Burgos) fue saqueada por las tropas napoleónicas, y lo que en ella había, cualquier hueso valía, vendido por media Europa. Una historia grotesca en la que, recuerda el autor, tiene presencia hasta el Nobel Camilo José Cela, que en el 99 cumpleaños de Ramón Menéndez Pidal —cuyo viaje de novios fue la ruta del destierro del Campeador— entregó al medievalista un fragmento de cráneo del guerrero que le había entregado una condesa.

Un destrozo contemporáneo y político fue el de la plaza de Oriente, en Madrid, en cuyo subsuelo estaban los restos del Alcázar, el complejo palaciego de los Austrias que destruyó un incendio en 1734. La idea de los gobiernos municipal y autonómico de hacer un túnel subterráneo para ocultar el tráfico topó con restos de muros, cocinas, viviendas, tiendas… Al final se echó tierra y asfalto sobre todo aquello.

“Hoy el nivel de la arqueología española es excelente, somos el tercer país en número de yacimientos, unos 8.000, por detrás de China e Italia”, concluye el autor. Atrás han quedado los tiempos en que “cuando se encontraban unos restos se solucionaba diciendo que eran romanos o moros y asunto cerrado”.


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