Por si acaso

Tras la frutería fuimos a la pescadería, donde pedí dos trozos de salmón fresco.
Tras la frutería fuimos a la pescadería, donde pedí dos trozos de salmón fresco.Kai Försterling / EFE

En la cola de la frutería se me acercó un hombre muy mayor que, mostrándome un papel, me pidió que se lo leyera al frutero. “Cada día entiendo peor la letra de mi mujer”, se justificó. La letra era, en efecto, un poco endiablada, aunque lo malo es que no se trataba de la lista de la compra, como el viejo creía, sino de una carta de despedida. Tras el “querido Ramón” de rigor, la esposa le informaba de que había decidido irse a Benidorm con su primo hermano Raúl, del que “como sabes, siempre he andado un poco colgada”. Tras una serie de consideraciones de orden sentimental muy breves, terminaba la misiva con un “no me esperes despierto” que me pareció un rasgo de humor negro. A esa edad equivalía a un “no me esperes vivo”.

Me dio apuro revelar el verdadero contenido del papel al hombre, de modo que decidí improvisar una compra: “Ponga seis tomates”, indiqué al frutero. “Seis, no; con dos, vale, que se nos pudren”, corrigió el anciano. Tras la frutería fuimos a la pescadería, donde pedí dos trozos de salmón fresco, lo que extrañó al viejo pues jamás, me dijo, probaban ese pescado. Poco a poco, a medida que pasábamos de un puesto a otro, iba dándose cuenta de que aquella lista de la compra no estaba hecha por su mujer. “Tenemos unas rutinas digestivas muy asentadas”, me explicó, “no entiendo qué le ha pasado a Rosa”. “Las rutinas digestivas”, dije yo por añadir algo, “no son buenas: al estómago hay que proporcionarle variedad”.

Finalizada la compra, le devolví la carta, que dobló en cuatro y se guardó en el bolsillo mientras se alejaba a pasos lentos hacia la puerta del mercado. Una vez solo, fui a sacar mi propia lista para llevar a cabo mi compra, pero decidí hacerla de memoria, no fuera a ser que.


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