¿Privatizar la libertad de expresión?


Pareciera como si las fake news y la difusión de bulos no tuvieran solución. Cada vez que hay una polémica importante, miles de cuentas polarizan la opinión y obligan a cualquiera que deba manifestarse a posicionarse a favor o en contra, sin grises y sin matices, de forma inmediata, radical e inamovible. Nos hemos convertido en meros soldados de la desinformación.

Con la guerra de Ucrania esto es aún más evidente: el pretendido veto a los medios rusos, los bulos que circulan por WhatsApp difundiendo imágenes correspondientes a otros conflictos armados o la suspensión de cuentas que suben determinadas imágenes, demuestran varias cosas. La primera, que la guerra no es sólo física, sino que también se libra en el terreno de la información. La segunda, que hemos normalizado que una empresa extranjera con capital social privado decida qué se puede y qué no se puede transmitir. La tercera, que estamos encantados con la infantilización a la que voluntariamente nos sometemos.

Entiendo que no es sencillo lidiar con tamaña sarta de falsedades, algunas verdaderamente malintencionadas y bien construidas, pero deberíamos pararnos a pensar en si es buena idea que se regule a nivel europeo una carta de derechos digitales y una normativa específica por la que las grandes plataformas sociales asuman un mayor grado de responsabilidad en el contenido que albergan y difunden. Si bien intuitivamente pudiera ser buena idea que las redes sociales respondan de lo que en ellas se publica, dicha decisión convierte a aquellas en verdaderas gestoras de nuestro derecho a la información y, sobre todo, de nuestra libertad de expresión. Porque libertad de expresión, como dije en un artículo anterior, no es decir cosas interesantes y veraces, sino que engloba hacer propaganda, mentir y decir idioteces. Sería un error asimilar la responsabilidad de los directores de los medios informativos con la de los administradores de redes sociales por razones obvias, ya que estas no son unos medios de comunicación con línea editorial, sino unos prestadores de servicios de la sociedad de la información.

Formamos parte de la primera generación de humanos que se enfrenta al enorme cambio que ha supuesto la sociedad de la información. Tenemos un instrumento poderosísimo en nuestras manos sin que nos haya dado tiempo a desarrollar habilidades digitales ni competencias mediáticas. Con un nuevo lenguaje utilizamos los mismos códigos interpretativos que ya existían antes de su aparición, sin darnos cuenta de los desajustes que esto provoca y sin tener aún conciencia de la necesidad de aprender a vivir esta nueva forma de relacionarnos. Somos, en términos metafóricos, como Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí, cuando con un móvil en la mano pretendemos informarnos y comunicar. La diferencia es que el maño era perfectamente consciente de su vulnerabilidad en el Madrid de los años sesenta y trataba de adaptar sus tradicionales códigos de comportamiento a las novedades que le asediaban a diario, mientras que nosotros nos consideramos perfectamente preparados para las redes, sin un ápice de autocrítica ni de interés en evolucionar hacia una mayor conciencia de nuestra fragilidad.

Siempre da buenos resultados culpabilizar a otros: al Gobierno, a los rusos, a los bots o a la deficitaria educación recibida por nuestros jóvenes. Hace tiempo que nos hemos subido al carro de la infantilización social, de esperar que otro nos saque del embrollo y de eludir cualquier tipo de responsabilidad en la difusión de bulos y fake news. Nuestra pereza e indolencia ve con buenos ojos que un tercero —el titular de las redes sociales— decida qué mensajes deberían ser borrados por su potencial daño a la democracia. Sin embargo, no somos conscientes de que, una vez se atribuye a las plataformas la potestad de decidir retirar contenidos so pena de asumir una responsabilidad por su difusión, estamos convirtiendo a las redes sociales en entornos manipulados, artificiales y dirigidos donde potencialmente pueda terminarse difundiendo solo información conveniente para los lobbies de poder de determinadas corporaciones. Hoy es Rusia, pero ¿por qué no más adelante determinados estudios sociológicos, declaraciones de políticos de un determinado signo o cualquier otra cuestión controvertida?

Incluso los propios tribunales se muestran permisivos ante el poder omnímodo que se está paulatinamente concediendo a las redes sociales. Ningún derecho fundamental —y la libertad de expresión lo es— debiera poder ser cercenado por una empresa. En mi opinión, debería regularse un mecanismo de control de determinados contenidos por parte de autoridades administrativas u organismos de autorregulación cuyas decisiones fueran ágiles e inmediatas y siempre susceptibles de control por los tribunales. Paralelamente, los ciudadanos deberíamos asumir que tenemos que desarrollar el pensamiento crítico y adquirir la costumbre de contrastar la información. Hay que espabilar: estamos en otra era a la que debemos adaptarnos sin esperar que sean otros los que nos saquen las castañas del fuego. Solo así conservaremos los derechos que tantos siglos hemos tardado en alcanzar.

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