¿A qué profesión quieren dedicarse los niños? Imagino que ahora, bien adiestrados por los pragmáticos progenitores, asegurarían que a ser influencers, a las empresas tecnológicas, a banqueros modernos, e incluso los más listos a la política, lo más seguro si no te comportas como un retrasado mental, si eres fiel a las consignas. También pueden dedicarse a la publicidad. Su esencia y su desarrollo siempre fue repugnante, pero ahora más, con el discurso grimoso y melifluo que impone el signo de los tiempos.
Cabrera Infante, en un libro memorable, se titula Un oficio del siglo XX, preguntaba sobre las aficiones de los niños, sobre aquello con lo que pretendían construir su futuro. Imaginaba que gran parte de ellos querrían ser bomberos, astronautas, bandidos, policías, indios, soldados. Pero a ninguno se le ocurriría esa cosa tan surrealista de ser crítico de cine. De acuerdo, jamás lo pensé, me pilló de rebote esa profesión tan abstracta, pero me permitió vivir muy bien hablando de lo que más me gustaba, de las buenas películas.
Después me propusieron ser crítico de televisión, o sea, el pretexto para hablar de lo que te saliera del cerebro, del corazón o de los genitales. Porque en la televisión ocurría de todo.
Ahora descubro que hay una profesión en alza. Debe de ser un chollo trabajar como guionista, intérprete, ideólogo o ejecutivo, o publicista de las infinitas series de televisión. Da igual que sean mediocres, rutinarias, previsibles o apestosas. El público se alimenta, se distrae, se conforma o se deleita con ese espectáculo para ahuyentar a la nada. Pero casi todo es rutina, fórmulas previsibles, repetición histérica, la nada. Que los dioses me bendigan y me concedan el definitivo descanso mientras duermo si lo único que me espera son las series, los informativos, los realities que llenan la pantalla.
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