Propone AMLO sustituir la OEA por un organismo ‘verdaderamente autónomo’

El presidente Andrés Manuel López Obrador propuso este sábado sustituir la Organización de los Estados Americanos (OEA) por un organismo que sea verdaderamente autónomo, semejante a la Unión europea.

“No debe descartarse la sustitución de la OEA por un organismo verdaderamente autónomo, no lacayo de nadie sino mediador a petición y aceptación de las partes en conflicto“, consideró el Ejecutivo ante cancilleres miembros de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños.

La propuesta es ni más ni menos que construir algo semejante a la Unión Europea, pero apegado a nuestra historia, nuestra realidad y a nuestras identidades”, agregó durante la conmemoración del 238 aniversario de Simón Bolívar celebrada en el Castillo de Chapultepec.

Lo aquí planteado puede parecer una utopía; sin embargo, debe considerarse que, sin el horizonte de los ideales, no se llega a ningún lado y que, en consecuencia, vale la pena intentarlo. Mantengamos vivo el sueño de Bolívar”.

Poco antes el mandatario federal recordó que desde el siglo XIX Estados Unidos realiza operaciones abiertas o encubiertas contra los países independientes situados al sur del río Bravo, y Cuba ha sido blanco en los últimos años de la nación vecina del norte.

Cuba “durante más de medio siglo ha hecho valer su independencia enfrentando políticamente a los Estados Unidos. Podemos estar de acuerdo o no con la revolución cubana y con su gobierno, pero el haber resistido 62 años sin sometimiento es toda una hazaña”, destacó.

“En consecuencia, creo que por su lucha en defensa de la soberanía de su país el pueblo de Cuba merece el premio de la dignidad”, subrayó.

Pese a la situación entre el país caribeño y Estados Unidos, López Obrador puntualizó que sería un error poner en riesgo relación con México, ya que le conviene ser aliado de la una de las potencias mundiales por la cercanía demográfica.

“Nuestra cercanía nos obliga a buscar acuerdos y sería un grave error ponernos con Sansón a las patadas, pero al mismo tiempo tenemos poderosas razones para hacer valer nuestra soberanía, y demostrar con argumentos, sin balandronadas, que no somos un protectorado, una colonia o su patio trasero”; en tanto, “debemos de ser vistos como aliados y no como vecinos distantes“.

En seguida el discurso completo del Presidente durante la ceremonia celebrada este sábado en el patio principal del Castillo de Chapultepec:

Respetables cancilleres y representantes de países hermanos de nuestra América.

Agradezco la presencia de Isabel Allende, gran escritora, chilena, que nos acompaña en este acto para homenajear al libertador Simón Bolívar, recrear su proyecto de unidad entre los pueblos de América Latina y el Caribe, y nos apoyarnos en la historia para enfrentar mejor el presente y el porvenir.

Amigas y amigos todos:

Nacido en 1783, exactamente 30 años después que Miguel Hidalgo, Simón Bolívar decidió, desde muy joven, luchar por causas grandes, nobles y justas, como el propio Hidalgo y como José María Morelos y Pavón, los padres de nuestra patria.

El libertador Bolívar reunía virtudes excepcionales. Simón Bolívar es un vivo ejemplo de cómo una buena formación humanista puede sobreponerse a la indiferencia o a la comodidad de quienes provienen de cuna fina.

Bolívar pertenecía a una familia acomodada de hacendados, pero desde niño fue educado por Simón Rodríguez, un pedagogo y reformador social, que lo acompañó en su formación hasta que alcanzó un elevado grado de madurez intelectual y de conciencia.

En 1805, con apenas 22 años, en el Monte Sacro de Roma, jura, en presencia de su maestro y tocayo, no dar descanso a su brazo ni reposo a su alma hasta que haya logrado liberar al mundo hispano americano de la tutela española.

Al igual que su padre, tenía vocación militar, pero, al mismo tiempo era un hombre ilustrado y, como solía decirse, de mundo, pues viajó mucho por Europa, vivió o visitó España, Francia, Italia, Inglaterra, hablaba francés, sabía de matemáticas, de historia, de literatura.

Pero no sólo era un hombre de pensamiento, era también un hombre de acción, conocía el arte de la guerra y era, al mismo tiempo, un político con vocación y voluntad transformadora.

Sabía de la importancia del discurso, de la fuerza de las ideas, de la eficacia de las proclamas, y era consciente de la gran utilidad del periodismo y de la imprenta como instrumentos de lucha.

Conocía el efecto que causaba la promulgación de leyes en beneficio del pueblo y, sobre todo, valoraba la importancia de no rendirse, de la perseverancia y de no perder nunca la fe en el triunfo de la causa por la que se lucha en bien de los demás.

En 1811, Bolívar se incorpora al ejército anticolonialista, bajo las órdenes de Francisco de Miranda, precursor del movimiento independentista. Poco después, ante titubeos de este militar, Bolívar toma el mando de las tropas y 1813 inicia la liberación de Venezuela.

Poco antes, como escribe Manuel Pérez Vila, uno de sus biógrafos, los pueblos lo empezaron a llamar ‘libertador’, título que le confieren solemnemente en octubre de 1813 la municipalidad y el pueblo de Caracas y con el cual habría de pasar a la historia.

En su lucha incansable por los caminos y los mares de América, se entrelazan triunfos y derrotas. Su campaña militar lo lleva a refugiarse en Jamaica y en Haití. De este pueblo, de Haití, y de su gobierno recibe en dos ocasiones apoyo para sus campañas, algo verdaderamente excepcional y un ejemplo de solidaridad y hermandad latinoamericana.

En 1819 entra triunfante a Bogotá y poco después se expide la ley fundamental de la República de Colombia. Este gran Estado, la gran Colombia, creación de El Libertador, comprendía las actuales repúblicas de Venezuela, Colombia, Ecuador y Panamá.

No todo fue fácil en su lucha. Perdió batallas, enfrentó traiciones y, como en todo movimiento transformador o revolucionario, aparecieron las divisiones internas, que pueden llegar a ser hasta más dañinas que las contiendas contra los verdaderos adversarios.

En la lucha para liberar a los pueblos de nuestra América, Bolívar contó con el gran apoyo del general Antonio José de Sucre, que en 1822 se encontró en Guayaquil, Ecuador, con el general José de San Martín, otro ilustre titán de la independencia sudamericana.

En ese entonces se constituyó la República Bolívar, hoy Bolivia, y se consuma la independencia de Perú. Por cierto, en la costa de este país a principios de 1824, Bolívar se enferma y, a pesar de las malas noticias por traiciones y derrotas, se cuenta que, desde el butaque -la silla donde estaba sentado- surgió la famosa exclamación ‘triunfar’. Esta anécdota la hizo poesía el maestro Carlos Pellicer, quien lo admiraba con intensidad y vocación, dice el verso:

‘Señor don Joaquín Mosquera

de cierta villa, llegaba.

Apeóse de su mula

y al libertador buscara.

Vieja silla de baqueta

en la pared reclinada

de una miserable casa;

sobre de ella el cuerpo triste

de Bolívar descansaba.

Abrazóle don Joaquín

con muy corteses palabras.

El héroe del Nuevo Mundo

apenas si contestaba.

Luego que el señor Mosquera

las penas enumerara,

le preguntó a don Simón:

‘Y ahora, ¿qué va usté a hacer?’

‘¡Triunfar!’ El libertador

respondió con loca fe.

Y fue sólido silencio

de admiración y de espanto…’

Luego de este aciago momento, el libertador vivió muchos otros de igual desdicha. El último tramo de su existencia está marcado por las constantes divisiones en las filas liberales que llevaran, incluso, a que en vísperas de su muerte Venezuela se proclamara Estado independiente de la Gran Colombia.

El 17 de diciembre de 1830 el gran libertador Simón Bolívar cerró los ojos y ya no despertó, pero, como los grandes hombres, cierran los ojos y se quedan velando, no se mueren del todo.

La lucha por la integridad de los pueblos de nuestra América sigue siendo un bello ideal. No ha sido fácil volver realidad ese hermoso propósito, sus obstáculos principales han sido el movimiento conservador de las naciones de América, las rupturas en las filas del movimiento liberal y el predominio de Estados Unidos en el continente. No olvidemos que casi al mismo tiempo que nuestros países se fueron independizando de España y de otras naciones europeas, fue emergiendo en este continente la nueva metrópoli de dominación hegemónica.

Durante el difícil periodo de las guerras de independencia, inaugurado por lo general alrededor de 1810, los gobernantes estadounidenses, con óptica enteramente pragmática, siguieron los acontecimientos con sigiloso interés.

Estados Unidos maniobró, en diferentes tiempos, conforme a un juego unilateral, cautela extrema al principio para no irritar a España, Gran Bretaña, la Santa Alianza, sin obstaculizar la descolonización que por momentos se veía dudosa.

Foto: Presidencia.

Sin embargo, hacia 1822, Washington inició el reconocimiento rápido de las independencias logradas a fin de cerrar el paso al intervencionismo extracontinental; y, en 1823, al fin, una política definida.

En octubre, Jefferson, progenitor de la Declaración de Independencia y convertido, para entonces, en una especie de oráculo, dio respuesta por carta a una consulta que sobre la materia le hiciera el presidente Monroe. En un párrafo significativo, Jefferson dice: ‘Nuestra primera y fundamental máxima debería ser la de jamás mezclarnos en los embrollos de Europa. La segunda, nunca permitir que Europa se inmiscuya en los asuntos de este lado del Atlántico’.

En diciembre, Monroe pronunció el famoso discurso en el que quedó delineada la doctrina que lleva su nombre. La consigna de ‘América para los americanos’ terminó de desintegrar a los pueblos de nuestro continente y destruir lo edificado, lo material, por Bolívar.

A lo largo de casi todo el siglo XIX se padeció de constantes ocupaciones, desembarcos, anexiones, y a nosotros nos costó la pérdida de la mitad de nuestro territorio con el ‘gran zarpazo’ de 1848. Esta expansión territorial y bélica de Estados Unidos se consagra cuando cae Cuba, el último bastión de España en América, en 1898 con el sospechoso hundimiento del acorazado Maine en La Habana que da lugar a la Enmienda Platt y a la ocupación de Guantánamo, es decir, para entonces, Estados Unidos había terminado de definir su espacio físico vital en toda América.

Desde aquel tiempo, Washington nunca ha dejado de realizar operaciones abiertas o encubiertas contra los países independientes situados al sur del río Bravo. La influencia de la política exterior de Estados Unidos es predominante en América, sólo existe un caso especial, el de Cuba, el país que durante más de medio siglo ha hecho valer su independencia enfrentando políticamente a los Estados Unidos.

Podemos estar de acuerdo o no con la revolución cubana y con su gobierno, pero el haber resistido 62 años sin sometimiento es toda una hazaña.

Puede que mis palabras provoquen enojo en algunos -o en muchos-, pero, como dice la canción de René Pérez Joglar, de Calle 13, yo siempre digo lo que pienso.

En consecuencia, creo que por su lucha en defensa de la soberanía de su país el pueblo de Cuba merece el premio de la dignidad.

Y esa isla debe ser considerada como la nueva Numancia, por su ejemplo de resistencia. Y pienso que, por esa misma razón, debiera ser declarada Patrimonio de la Humanidad, pero también sostengo que ya es momento de una nueva convivencia entre todos los países de América, porque el modelo impuesto hace más de dos siglos está agotado, no tiene futuro ni salida, ya no beneficia a nadie, hay que hacer a un lado la disyuntiva de integrarnos a Estados Unidos o de oponernos en forma defensiva; es tiempo de expresar y de explorar otra opción: la de dialogar con los gobernantes estadounidenses y convencerlos y persuadirlos de que una nueva relación entre los países de América es posible. Considero que en la actualidad hay condiciones inmejorables para alcanzar este propósito de respetarnos y caminar juntos sin que nadie se quede atrás.

En este afán puede que ayude nuestra experiencia de integración económica con respeto a nuestra soberanía que hemos puesto en práctica en la concepción y en la aplicación del tratado económico y comercial con Estados Unidos y Canadá.

Obviamente, no es poca cosa tener de vecino a una nación como Estados Unidos, nuestra cercanía nos obliga a buscar acuerdos y sería un grave error ponernos con Sansón a las patadas, pero al mismo tiempo tenemos poderosas razones para hacer valer nuestra soberanía, y demostrar con argumentos, sin balandronadas, que no somos un protectorado, una colonia o su patio trasero.

Además, con el paso del tiempo, poco a poco, se ha ido aceptando una circunstancia favorable a nuestro país. El crecimiento desmesurado de China ha fortalecido en Estados Unidos la opinión que debemos de ser vistos como aliados y no como vecinos distantes.

El proceso de integración se ha venido dando desde 1994, cuando se firmó el primer tratado que, aún incompleto, porque no abordó la cuestión laboral como el de ahora, permitió que se fueran instalando plantas de autopartes del sector automotriz y de otras ramas, y se han creado cadenas productivas que nos hacen indispensables mutuamente; puede decirse que hasta la industria militar de Estados Unidos depende de autopartes que se fabrican en México, esto no lo digo con orgullo, sino para subrayar la independencia existente.

Pero hablando de este asunto, como se lo comenté al presidente Biden, nosotros preferimos una integración económica con dimensión soberana con Estados Unidos y Canadá a fin de recuperar lo perdido con respecto a la producción y el comercio con China, que seguirnos debilitando como región y tener en el Pacífico un escenario plagado de tensiones bélicas.

Para decirlo en otras palabras, nos conviene que Estados Unidos sea fuerte en lo económico y no sólo en lo militar. Lograr este equilibrio y no la hegemonía de ningún país es lo más responsable y lo más conveniente para mantener la paz en bien de las generaciones futuras y de la humanidad.

Antes que nada, debemos ser realistas y aceptar, como lo planteé en el discurso que pronuncié en la Casa Blanca en julio del año pasado, que mientras China domina 12.2 por ciento del mercado de exportación y servicios a nivel mundial, Estados Unidos sólo lo hace en 9.5 por ciento, y este desnivel viene de hace apenas 30 años, pues en 1990 la participación de China era de 1.3 por ciento y la de Estados Unidos de 12.4 por ciento.

Imaginemos si esta tendencia de las últimas tres décadas se mantuviera y no hay nada que legal o legítimamente pueda impedirlo. En otros 30 años, para el 2051, China tendría el dominio del 64.8 por ciento del mercado mundial, y Estados Unidos entre el cuatro y 10 por ciento, lo cual, insisto, además de una desproporción inaceptable en el terreno económico, mantendría viva la tentación de apostar a resolver esta disparidad con el uso de la fuerza, lo que nos pondría en peligro a todos.

Podría suponerse de manera simplista que corresponde a cada nación asumir su responsabilidad, pero tratándose de un asunto tan delicado y entrañable, con respeto al derecho ajeno y a la independencia de cada país, pensamos que lo mejor sería fortalecernos económica y comercialmente en América del Norte y en todo el continente. Además, no veo otra salida, no podemos cerrar nuestras economías ni apostar a la aplicación de aranceles a países exportadores del mundo y mucho menos debemos declarar la guerra comercial a nadie.

Pienso que lo mejor es ser eficientes, creativos, fortalecer nuestro mercado regional y competir con cualquier país o con cualquier región del mundo.

Desde luego, esto pasa por planear conjuntamente nuestro desarrollo. Nada de dejar hacer o dejar pasar. Deben definirse de manera conjunta objetivos muy precisos. Por ejemplo, dejar de rechazar a los migrantes, jóvenes en su mayoría, cuando para crecer se necesita de fuerza de trabajo, que en realidad no se tiene con suficiencia ni en Estados Unidos ni en Canadá. ¿Por qué no estudiar la demanda de mano de obra y abrir ordenadamente el flujo migratorio?

Y en el marco de este nuevo plan de desarrollo conjunto deben considerarse la política de inversión, lo laboral, la protección al medio ambiente y otros temas de mutuo interés para nuestras naciones.

Es obvio que esto debe implicar cooperación para el desarrollo y bienestar de todos los pueblos de América Latina y el Caribe.

Es ya inaceptable la política de los últimos dos siglos, caracterizada por invasiones para poner o quitar gobernantes al antojo de la superpotencia.

Digamos adiós a las imposiciones, las injerencias, las sanciones, las exclusiones y los bloqueos; apliquemos, en cambio, lo principios de no intervención, autodeterminación de los pueblos y solución pacífica de las controversias. Iniciemos en nuestro continente una relación bajo la premisa de George Washington, según la cual las naciones no deben aprovecharse del infortunio de otros pueblos.

Estoy consciente que se trata de un asunto complejo que requiere de una nueva visión política y económica. La propuesta es ni más ni menos que construir algo semejante a la Unión Europea, pero apegado a nuestra historia, a nuestra realidad y a nuestras identidades.

En ese espíritu, no debe descartarse la sustitución de la OEA por un organismo verdaderamente autónomo, no lacayo de nadie, sino mediador, a petición y aceptación de las partes en conflicto, en asuntos de derechos humanos y de democracia. Es una gran tarea para buenos diplomáticos y políticos como los que afortunadamente existen en todos los países de nuestro continente.

Lo aquí planteado puede parecer una utopía; sin embargo, debe considerarse que, sin el horizonte de los ideales, no se llega a ningún lado y que, en consecuencia, vale la pena intentarlo. Mantengamos vivo el sueño de Bolívar.

Muchas gracias.




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