Culiacán exhibió a un gobierno que no gobierna; a una administración que da conferencias de prensa, pero no comunica; a un gabinete de seguridad desmañanado y descoordinado, a un presidente iracundo
que descalifica al reportero para no responder sus preguntas.
Ernesto Núñez Albarrán
@chamanesco
Tenía razón Alfonso Durazo cuando el pasado lunes anunciaba que esta semana se registraría un “punto de inflexión”, ese momento en el que una tendencia se quiebra para cambiar de trayectoria.
Eso fue exactamente lo que ocurrió, pero no en el registro de la violencia y la delincuencia, sino en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, en la 4T, en México: un punto de inflexión a partir del cual las cosas ya no pueden –o no deberían– seguir igual.
Los síntomas de un Estado fallido –que aparecieron durante el sexenio de Felipe Calderón– vuelven a exhibirse con toda crudeza: territorios controlados por grupos criminales, el desafío abierto de organizaciones que le disputan al Estado el monopolio en el uso de la fuerza, poblaciones atemorizadas, incapacidad de las autoridades para prestar servicios básicos y la imposibilidad de construir –desde las instituciones– un relato cierto y creíble de los acontecimientos.
No, esto ya no puede seguir como estaba.
No, no vamos “muy bien”, como afirma el presidente.
No, no basta con obligar a los miembros del gabinete de seguridad a madrugar todos los días para contener la violencia.
Los abrazos no han impedido los balazos.
Y las mañaneras ya no son suficientes para convencer de que se está gobernando.
El argumento de que el Estado se entregó en estado de putrefacción por los “gobiernos neoliberales” ya no alcanza para explicar –mucho menos para justificar– el terrible estado de las cosas.
México sigue cayendo, en una espiral de violencia, hacia los sótanos de la ingobernabilidad.
La desigualdad, la pobreza, la injusticia social, las expectativas frustradas, la ausencia total de valores y la pérdida de esperanza en un futuro mejor no son producto, efectivamente, del gobierno de López Obrador.
Las venimos arrastrando desde hace décadas.
Pero la ilusión de que todo cambiaría, las nuevas expectativas de al menos 30 millones de votantes y el peligro de una nueva decepción sí deberían ocupar al presidente.
Es cierto que la guerra la declaró Calderón y la continuó Enrique Peña Nieto, pero la obligación de encontrar derroteros para pacificar al país ya no es de ellos –los dos expresidentes fracasaron rotundamente–, corresponde ahora a López Obrador.
Señalar al pasado para justificar los errores, ineptitudes y omisiones del presente –cuando faltan 40 días para que se cumpla el primer año de gobierno– ya no sirve de coartada, y está claro que en nada abona para “serenar al país”.
Culiacán exhibió a un gobierno que no gobierna; a una administración que da conferencias de prensa, pero no comunica; a un gabinete de seguridad desmañanado y descoordinado, a un presidente iracundo que descalifica al reportero del medio que no le gusta para no responder sus preguntas.
Culiacán hizo que el mundo volviera a ver a México como un Estado fallido, con un gobierno derrotado, humillado y sometido por el poder de un cártel cuyo líder está preso en Estados Unidos.
La mala noticia es que no sólo Culiacán evidenció que la nueva estrategia no ha dado resultados; que en ciertos territorios de Guerrero y Michoacán tampoco gobierna el Estado mexicano.
Lo malo es que la Guardia Nacional tampoco esté resultando ser el remedio prometido por la nueva administración.
Lo malo es que ya llevamos más de una década con políticas fallidas y ensayos que acaban irremediablemente en error.
Lo malo es que el ejemplo de la movilización de decenas de sicarios para liberar a Ovidio Guzmán puede cundir en otros estados con presencia del crimen organizado.
La mala noticia es que los cárteles encontraron en la amenaza a los familiares de los soldados, y en la imposición del terror entre la sociedad civil, una nueva manera de doblegar a las Fuerzas Federales.
Qué bueno que se haya evitado un baño de sangre. Lo malo es que el presidente se esfuerce más en justificar la decisión de su gabinete de seguridad –que decidió respaldar una vez que le fue informada, al aterrizar en Oaxaca– y que ocupe más tiempo en fustigar a sus críticos, que en pedir cuentas a los responsables de esa operación militar fallida.
La mala noticia es que no admita que no vamos “muy bien”.
La buena es que los puntos de inflexión siempre son oportunidades para corregir el rumbo.