Pura estrategia


Durante un tiempo, se despertaba entre sueños con las manos extendidas, a la distancia de las paredes del zulo en que estuvo secuestrado. Descanse en paz, José María Aldaya.

Es lo que dice el tuit de la periodista Lourdes Pérez y, de pronto, como si se tratase de la galerna, ese viento súbito y borrascoso que se adueña a veces del Cantábrico, los peores recuerdos, los más atroces, se hacen presentes en una red social más proclive a lo fútil, a lo fugaz, a lo perecedero. No parece desde luego que Twitter sea el lugar más propicio para depositar la memoria de un país, pero paradójicamente se convierte de vez en cuando en un remedio contra los olvidos casuales o inducidos. Da la impresión de que no toca —que diría Jordi Pujol cuando era Jordi Pujol— hablar de según qué cosas, remover cierto pasado, pero una noticia, como por ejemplo la muerte de José María Aldaya el pasado martes en Hondarribia (Gipuzkoa), nos proporciona de sopetón el contexto que nos falta: quiénes somos, de dónde venimos y dónde estábamos cada uno entonces y dónde ahora. Y así, desde el tuit de Lourdes Pérez anunciando la muerte de Aldaya a los que llegarían después —incluido el mensaje de pésame del lehendakari Iñigo Urkullu—, decenas de personas con buena memoria han ido escribiendo un relato de aquellos tiempos.

Durante tiempo, se despertaba entre sueños con las manos extendidas, a la distancia de las paredes del zulo en que estuvo secuestrado. Descanse en paz, José María Aldayahttps://t.co/XnjPKVEIah

— Lourdes Pérez (@LourdesPerez_DV) December 28, 2021

Los datos estrictos son los que son: José María Aldaya, un empresario guipuzcoano del transporte que se había negado a pagar la extorsión de la banda terrorista ETA, fue secuestrado el 8 de mayo de 1995 y liberado el 14 de abril de 1996. Fue el segundo secuestro más largo ejecutado por ETA, 341 días frente a los 532 que permaneció cautivo el funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara.

La antropóloga Noemi Otegi escribe un tuit en el que recoge unas declaraciones de José María Aldaya cuando, en junio de 2008, prestó declaración durante el juicio a sus secuestradores: “Me quedé medio loco tras el secuestro”. Aldaya había declarado que se sintió humillado y que temió por su vida: “Solo podía hablar 15 minutos al día con mis secuestradores. Al quinto mes del secuestro me dijeron que se habían roto las negociaciones, pero que iban a hacer un esfuerzo antes de matarme”.

Fuera, en las calles, el silencio ya se había empezado a romper. Lo recuerda un tuit del Colectivo de Víctimas del Terrorismo (Covite): “Los pacifistas llevaban un lazo azul. En las contramanifestaciones, la izquierda abertzale gritaba: ‘¡Aldaya, paga y calla!’ y ‘¡los asesinos llevan un lazo azul!’ Pura crueldad”.

Concentración en Donosti por la liberación de José María Aldaya cuando estaba secuestrado por #ETA

Los pacifistas llevaban un lazo azul.

En las contramanifestaciones, la izquierda abertzale gritaba: “¡Aldaya, paga y calla!” y “los asesinos llevan lazo azul”.

Pura crueldad. pic.twitter.com/AjLVXZqy3t

— COVITE (@CovitePV) December 29, 2021

Hay tuiteros que, como Javi, se han acordado de una anécdota que en aquel momento provocó gran estupor: “El obispo [José María] Setién se dirigía a un oficio religioso y pasó de largo frente a la concentración de sus familiares, sin expresar el mínimo aliento cristiano a quienes acumulaban tanto sufrimiento”.

En el servicio de documentación de este periódico —que sigue existiendo, y pido disculpas por haberme olvidado de ellos en la última columna— hay muchos artículos de José Luis Barbería sobre el secuestro, pero hay uno titulado Duración programada en el que contaba que “ETA prolongó deliberadamente el cautiverio de Aldaya para sumar a su ofensiva general la tensión política y la publicidad que le genera el secuestro, para ofrecer una imagen de inexpugnabilidad contra la que fracasa la policía y se dividen los partidos, y para desplegar en la calle las contramanifestaciones encaminadas a silenciar al movimiento pacifista vasco”.

El sufrimiento de un hombre encerrado durante casi un año en un zulo de tres metros de largo por uno de ancho era, hace no tanto tiempo, pura estrategia.




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