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Putin y el problema del tipo duro de la derecha

EL PAÍS

Una democracia —imperfecta como todos los países lo son, pero que aspira a formar parte del mundo libre— se ve invadida por un vecino mucho más grande gobernado por una dictadura despiadada que comete atrocidades masivas. Contra todo pronóstico, la democracia repele un ataque que la mayoría de la gente pensaba que alcanzaría su objetivo en cuestión de días, mantiene sus posiciones, e incluso recupera terreno a lo largo de los siguientes meses de lucha brutal.

¿Cómo puede un estadounidense, ciudadano de un país que se alza como faro de la libertad, no apoyar a Ucrania en esta guerra? Aun así, en la política estadounidense hay facciones significativas —un grupo reducido en la izquierda, y un bloque mucho más numeroso en la derecha— que no solo son contrarias a la ayuda occidental a Ucrania, sino que quieren claramente que gane Rusia. Y mi pregunta es qué hay detrás del apoyo de la derecha a Vladímir Putin.

Hay que decir que Putin no es el único autócrata extranjero que gusta a la derecha estadounidense. Viktor Orbán, de Hungría, se ha convertido en un icono conservador, un orador destacado en las reuniones del Comité de Acción Política Conservadora, una organización que incluso celebró una de sus conferencias en Budapest. Pero la admiración de los conservadores por Orbán, siento decirlo, tiene sentido racional dados los objetivos de la derecha. Si uno quiere que su país se convierta en un bastión del nacionalismo blanco y el antiliberalismo social, en una democracia sobre el papel pero un Estado de partido único en la práctica, la transformación de Hungría operada por su presidente ofrece una hoja de ruta. Y eso es, por supuesto, lo que quiere gran parte del actual Partido Republicano.

Con todo, Orbán no es, que yo sepa, objeto de ningún culto a la personalidad por parte de la derecha. ¿Cuántos estadounidenses conservadores saben siquiera qué aspecto tiene? Putin, en cambio, sí que lo es, no solo en Rusia, sino también entre la derecha estadounidense, y lo ha sido durante años. Y se trata de un culto bastante espeluznante. Por ejemplo, en 2014 un columnista de National Review comparaba el paseo a caballo de Putin con el torso desnudo con los “atuendos de golf metrosexuales” del presidente Barack Obama.

Hasta la invasión de Ucrania, la putinfilia también iba acompañada de extravagantes elogios a la supuesta eficacia militar de Rusia. En 2021, Ted Cruz difundió un vídeo que comparaba un anuncio ruso de reclutamiento en el que aparecía un hombre musculoso haciendo cosas de hombres con otro anuncio estadounidense que destacaba la diversidad de los reclutas del Ejército. “Quizá un ejército castrado con conciencia social no sea la mejor idea”, comentaba Cruz.

¿En qué se basaba ese culto al putinismo? Mucha gente de derechas equiparaba el ser poderoso con ser un tipo duro y fanfarrón, y se mofaba de todo aquello —como la apertura intelectual y el respecto a la diversidad— que pudiera interferir con la fanfarronería. Putin encajaba con su idea de cómo debe ser un hombre con poder, y Rusia y su visión de macho musculoso de lo que es el ejército, con su idea de un país poderoso. Debería haber sido obvio desde el principio que esta visión del mundo era errónea. El poder de un país en el mundo se basa sobre todo en la fortaleza económica y en la capacidad tecnológica, no en la capacidad militar. Pero luego vino la invasión, y resultó que la Rusia no castrada ni preocupada por las desigualdades ni siquiera era muy competente haciendo la guerra.

¿Por qué ha fracasado tan estrepitosamente el ejército ruso? Porque las guerras modernas no se ganan con unos tipos pavoneándose y sacando bíceps. Se ganan sobre todo con la logística, la tecnología y la inteligencia (tanto en el sentido militar como en el corriente), cosas en las que, mira por dónde, Rusia es incompetente, mientras que Ucrania es sorprendentemente competente. (No se trata solo de las armas occidentales, aunque estas han sido de una eficacia asombrosa; los ucranios también han demostrado tener verdadero talento para encontrar soluciones a lo MacGyver para sus necesidades militares).

Por dejar las cosas claras, las guerras siguen siendo un infierno, y no se pueden ganar, ni siquiera teniendo armas superiores, sin un valor y una resistencia inmensos. Pero resulta que esas son cualidades que los ucranios —hombres y mujeres— poseen también en abundancia.

Hablando de valor, ¿soy el único al que le ha llamado la atención el contraste entre la audaz visita del presidente Joe Biden a Kiev y la forma en que el presidente Donald Trump se retiró al búnker de la Casa Blanca ante los manifestantes desarmados de Lafayette Park?

Pero volvamos a la guerra. La clave para entender la rabia creciente de los derechistas contra Ucrania es que los fracasos de Rusia no solo muestran que un líder al que idolatraban tiene los pies de barro. También ponen de manifiesto que toda su visión de la naturaleza del poder reflejada en la imagen del tipo duro es errónea. Y les está costando asimilarlo.

Esto explica por qué destacados putinistas de Estados Unidos siguen insistiendo en que, en realidad, Ucrania va perdiendo. Putin está “ganando la guerra en Ucrania”, declaraba Tucker Carlson el 29 de agosto, apenas unos días antes de varias victorias ucranias. Todavía se anuncia a bombo y platillo una importante ofensiva rusa este invierno. Sin embargo, la verdad es que esta ofensiva ya está en marcha, aunque, citando a un funcionario ucranio, ha conseguido tan poco “que no todo el mundo lo ve siquiera”.

Nada de esto significa que Rusia no pueda acabar conquistando Ucrania. Ahora bien, si lo hace, será en parte porque los admiradores estadounidenses de Putin obligan a cortar una ayuda crucial. Y si eso ocurre, será porque la derecha de Estados Unidos no puede soportar la idea de un mundo en el que tener conciencia social no significa ser débil, y en el que los hombres que van de tipos duros en realidad son unos fracasados.

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