“Putin y Lukashenko son los herederos de Stalin”



El escritor bielorruso Sasha Filipenko en Zúrich en marzo de 2021. Lukas Lienhard (Lukas Lienhard)

Son días para estar atentos a la literatura que viene del Este y hay un autor, Sasha Filipenko, señalado por la Nobel Svetlana Aleksiévich como interesante portavoz de una nueva generación: “Si quieres saber lo que piensa la Rusia joven y moderna, ¡lee a Filipenko!”. Y ahí estamos, descubriendo a un escritor y periodista nacido en Minsk en 1984 (38 años), que estudió Letras en San Petersburgo y que, tras la represión de la disidencia por parte del dictador Lukashenko, ha tenido que huir.

Filipenko ha novelado los recuerdos de una superviviente de la represión estalinista que logran atravesar las brumas del alzhéimer que sufre en el final de su vida. Lo hace en Cruces rojas (Alianza), traducido por Marta Rebón.

“Hay historias que, cuando las conoces, debes contarlas”, cuenta Filipenko desde su exilio en Ámsterdam. Él estaba trabajando en otra novela cuando su amigo Kostya le llamó y le contó un hallazgo explosivo: se trataba de documentos sobre las cartas que la Cruz Roja había enviado a la Unión Soviética durante la II Guerra Mundial sobre los presos rusos capturados por los alemanes y a las que Moscú no contestó. “Después de la conversación fui al baño, me metí bajo la ducha, se me ocurrió todo el argumento, llamé a Kostya con la cabeza enjabonada y le pedí que no se lo contara a nadie”. Había nacido esta novela.

En ella, la anciana Tatiana Alekséievna va relatando a su joven vecino —amargado por otras duras circunstancias— los trazos de esa historia: fiel al régimen, ingenua y entregada, de joven trabajaba como mecanógrafa del Gobierno. Su propio marido fue a combatir, cayó prisionero y nunca volvió a saber nada. La búsqueda de su paradero le va llevando y nos va llevando a ese entramado de cartas y silencios que solía acabar en un campo de concentración. Filipenko buscó esa correspondencia y no la encontró en una Rusia que aún pone el velo sobre el estalinismo, pero sí en Suiza. “Nos pusimos en contacto con los archivos de Cruz Roja en Ginebra y accedieron a mostrarnos todo. Desafortunadamente para la URSS y afortunadamente para mí, los suizos tenían un registro de cada carta”, cuenta el autor. El hallazgo fue demoledor: la correspondencia sobre presos soviéticos que guarda Cruz Roja en Ginebra se limita a tres carpetas; la que mantuvieron con la Alemania nazi, tres enormes salas enteras. “Desde el primer día de guerra, los alemanes se preocuparon por el destino de cada prisionero de guerra, mientras que a la URSS no le importaban sus propios soldados y los trataron como carne de cañón”. No lograron entrar en los archivos rusos, dice, “pero logramos jugar al ajedrez con ellos de manera inteligente. Después de todo, cuando conoces los movimientos de las blancas no es difícil predecir los de las negras”.

Soldados alemanes conducen a un grupo de presos soviéticos durante la Operación Barbarroja, 1941.Print Collector (Print Collector/Getty Images)Claves para el presente

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La combinación de realidad y ficción, o la construcción de una ficción a partir de documentos históricos que ponen los pelos de punta, ha hecho de Cruces rojas una novela en varias capas donde al leer sobre el pasado en realidad estamos leyendo sobre el presente. Los ecos de la represión de Lukashenko, la amenaza rusa que se cierne sobre Ucrania y los encarcelamientos de opositores tanto en Bielorrusia como en Rusia reaniman los aires del estalinismo, que nunca se ha difuminado del todo. “Tatiana está contando los horrores e inhumanidad de la Rusia del siglo XX. Y ahora Lukashenko y Putin son definitivamente los herederos de Stalin. Piensan como él, usan sus métodos, son los rojos en el peor sentido de la palabra. Putin considera el colapso de la Unión Soviética la principal tragedia geopolítica del siglo XX. Ha liquidado a la organización de derechos humanos Memorial, que recordaba a los rusos los crímenes del régimen soviético. Sueña con restaurar la URSS y por ello está desatando una represión en vivo y ante nuestros propios ojos contra aquellos que hablan de los horrores de esa época”.

Filipenko emigró de Bielorrusia por primera vez en 2004, cuando la Universidad Europea de Humanidades en la que él estudiaba, de orientación liberal, fue cerrada “por la fuerza” por las autoridades, relata. Desde entonces ha vivido entre San Petersburgo, de donde es su esposa, y su Minsk natal. En agosto de 2020 participó en las protestas por la libertad, estuvo grabando imágenes para un documental y tras dar numerosas entrevistas a la prensa extranjera, “me aconsejaron encarecidamente que me fuera”. Se marchó el 5 de septiembre con su familia hacia Suiza, donde ha sido huésped de la Fundación Jan Michalski, más tarde a Alemania y hoy a Países Bajos como invitado de la Fundación Holandesa para la Literatura. “Desde el año pasado la prensa oficial de mi país me vilipendia. El periódico oficial Bielorrusia Hoy ha aconsejado quitarme mi ciudadanía. Y todo empeoró cuando empecé a escribir cartas abiertas sobre el desastre humanitario en Bielorrusia. Entonces fui amenazado abiertamente”. La prensa oficial llegó a citar varios artículos del Código Penal que pueden conllevar 12 años de cárcel al acusarle de “subversión para socavar los intereses del Estado”. “Estoy en riesgo no solo de ser detenido en Bielorrusia, sino también extraditado a Rusia. Por ello busco la forma de continuar mi trabajo de forma pacífica y segura en Europa”.

Filipenko cree que Europa no entiende a Putin ni sus intenciones y que apenas vive interesada en el gas ruso. “Muchos luchamos contra Lukashenko, pero el problema es que no solo luchamos contra él, sino contra la enorme Rusia que apoya a Lukashenko igual que Hitler apoyó a Franco con su fuerza aérea”, asegura. “Las cárceles de Bielorrusia están llenas de nuestros amigos y parientes, de gente que no ha violado la ley, que solo han pedido elecciones honestas en las que su voto cuente”. La gente continúa siendo secuestrada y torturada y Europa solo sabe “expresar preocupación” porque en realidad, concluye, entre la libertad de 10 millones de personas y las dificultades de abastecimiento del gas ruso, “a Europa le da igual Bielorrusia. Calentar sus casas le resulta más importante”.

Su novela, Cruces rojas, es un testimonio de un pasado que también se hace presente.

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