En sus tres décadas y media de existencia, el sistema español de cooperación para el desarrollo ha logrado acumular experiencia y capacidades técnicas, consolidar instituciones y depurar procedimientos de gestión. Hoy se hace una cooperación, sin duda, más compleja y ambiciosa que antaño. Pero ese proceso se ha desplegado en un entorno normativo e institucional crecientemente inadecuado y con una recurrente penuria de medios (técnicos y financieros). De este último rasgo solo se salva el breve período de la primera legislatura de Rodríguez Zapatero, donde la ayuda experimentó un importante —aunque desordenado— crecimiento. Iniciada la crisis económica al final de la década pasada, aquel proceso expansivo se revirtió y la cooperación al desarrollo entró en una senda de continuado declive, hasta situar las cifras de nuestra ayuda en niveles cercanos a la irrelevancia.
Los datos despejan cualquier posible duda. En 2018 España canalizó cerca de 1.000 millones de dólares en forma de ayuda bilateral: apenas el 5% de lo que invierte Alemania en similar concepto. Si a esa cifra se le retiran los gastos realizados en el seno de nuestras fronteras (gastos administrativos o atención a refugiados, entre otros), queda un total de 600 millones para ser canalizados hacia los países que son objeto de nuestra atención preferente. Dado que se han definido 21 países como prioritarios (países asociados), eso implica que a cada uno le corresponden apenas 30 millones de dólares: una cifra inferior al presupuesto de un club de segunda división como, por ejemplo, el Rayo Vallecano.
En suma, hemos devenido en un actor menor en el concierto internacional. Y eso es grave en un momento en que el sistema global de desarrollo se está recomponiendo y cuando, como anuncian las perspectivas presupuestarias de la Unión Europea (UE), la inversión en desarrollo sostenible se presenta como un promisorio campo de acción internacional (pública y privada). De no hacer nada, España puede quedar relegada en ese escenario de futuro: lo contrario de lo que se espera con iniciativas como España Global.
Este juicio, no siempre es asumido y no faltan responsables públicos que tratan de disimular esta realidad con proclamas auto-valorativas para consumo de cercanas feligresías. Se acepta lo menguado de las cifras, pero se acompaña el comentario con un juicio complaciente acerca de lo singular y valioso de nuestra contribución allí donde operamos. No seré yo quien niegue a la cooperación española activos de los que carecen otros donantes. Lo son, por ejemplo, su densa red de oficinas en el exterior o su capacidad de diálogo institucional conseguida en algunos países (principalmente, latinoamericanos). Pero, ¿hacemos una cooperación de calidad?
La respuesta no puede descansar en la valoración subjetiva de nuestro propio proceder, sino en la aplicación de estándares objetivos que nos comparen con otros países de nuestro entorno. Existen numerosas clasificaciones de este tipo elaborados por centros de estudio internacionales, pero aquí nos detendremos en los cinco que están mejor fundados. Vaya por delante la advertencia de que ninguno está libre de objeción: tanto la metodología como los indicadores empleados son susceptibles de crítica. Lo importante, en todo caso, no es el dato preciso e individualizado, sino la imagen de conjunto que ofrecen.
Empecemos por valorar el compromiso que España tiene con la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, que es el referente que enmarca los esfuerzos internacionales en materia de desarrollo. Desde 2015, la Sustainable Development Solutions Network (SDSN), una iniciativa de Naciones Unidas, y la Fundación Bertelsmann vienen elaborando el SDG Index, para referir el avance de los países en ese campo. El análisis integra indicadores diversos que aluden a cada uno de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible. Pues bien, en la última edición, referida a 2019, España ocupaba la posición 21 en la lista de países, levemente por encima de Portugal o Italia, aunque por detrás de buena parte de los países europeos de nuestro entorno. No es una posición que pueda despertar el entusiasmo, pero tampoco conduce a la desolación.
No nos engañemos, nuestros bajos parámetros son consecuencia también de la fragmentación institucional del sistema y de la ausencia de un centro político
Pero, apliquemos el foco a nuestro comportamiento como donante. Si se repara en el componente que ese mismo índice tiene referido a la ayuda internacional, España se desplaza al puesto 26: es decir, al penúltimo de la relación. El retroceso se produce no solo por lo menguado de los recursos que se canalizan como ayuda, sino también –y muy especialmente- por los bajos registros que se obtienen en los indicadores que evalúan la calidad de nuestra cooperación.
Este segundo componente está relacionado con uno de los tres principales indicadores internacionales especializados en evaluar la calidad de la ayuda al desarrollo: el QuODA, que elabora igualmente el CGD. El índice considera cuatro dimensiones: eficiencia, fortalecimiento institucional, reducción de costes y transparencia y aprendizaje promovidos por la ayuda internacional, y tiene la ventaja de referirse no solo al comportamiento agregado de los países, sino también a las principales agencias de desarrollo bilaterales y a algunas multilaterales Pues bien, España ocupa la posición postrera en la relación de calidad de la ayuda cuando se consideran las cuatro dimensiones de forma conjunta referidas a los donantes bilaterales.
De forma adicional, un conocido centro de pensamiento británico, el Overseas Development Institute (ODI), se ha sumado a la tarea de elaborar un índice, el Principled Aid Index, para medir cómo se comportan los donantes y hasta qué punto alinean sus intereses estratégicos con el propósito de contribuir a un mundo más seguro, sostenible y próspero. Contemplan 12 indicadores, agrupados en torno a tres dimensiones: alineamiento con las necesidades de los países, disposición a las respuestas cooperativas y orientación hacia propósitos públicos de desarrollo. Los datos de 2019 evalúan 29 países, ocupando España el puesto 21.
Cerremos esta relación con el indicador construido por la organización internacional ONE.org, denominado Better Aid Scorecards, en el que se evalúa el desempeño de los países tomando en cuenta siete indicadores, agrupados en tres dimensiones: el volumen de la ayuda, la focalización del esfuerzo y la eficacia del gasto. Pues bien, de los 20 países considerados España ocupa el puesto 19 en cantidad de ayuda, el 14 en focalización de la acción y el 16 en eficiencia del gasto. Definitivamente, en estos ámbitos relacionados con la calidad, suspendemos.
Reiterémoslo una vez más, ninguno de las listas señaladas está libre de objeción, pero la imagen de conjunto es inequívoca: no solo España invierte menos de lo razonable en desarrollo, sino que también tiene un amplio margen de mejora en la calidad de sus acciones. No se trata de dos dimensiones independientes: en parte, la calidad de la cooperación depende de que se la dote de los recursos técnicos y humanos que requiere. Pero, no nos engañemos, nuestros bajos parámetros son consecuencia también de la fragmentación institucional del sistema, de la ausencia de un centro político y estratégico sólido y de la persistencia de un diseño institucional y regulatorio que ahoga en rígidos procedimientos a las instituciones gestoras (como la Aecid). Poderosos argumentos, todos ellos, para entender como inaplazable la reforma profunda del sistema de cooperación.
José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid.
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