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¿Qué es el cine?: ‘Plácido’ y ‘El verdugo’

El cineasta Luis García Berlanga. Sciammarella
El cineasta Luis García Berlanga. Sciammarella

André Bazin, un crítico francés inteligente, receptivo y sabio, que tuteló a la nouvelle vague y ejerció de padre espiritual, sin olvidarse de darle trabajo, con François Truffaut, tituló uno de sus libros ¿Qué es el cine? El interrogante se presta a un millón de respuestas distintas por parte de la gente que lo ama, que fue perdurablemente embrujada por él. Guillermo Cabrera Infante optó por un enunciado poético, pero también exacto, cuando resumió en Arcadia todas las noches lo que la pantalla le había regalado sin tregua a él. Si me preguntaran a mí lo que identifico como cine y el catálogo de sensaciones maravillosas que me ha donado, podría resumirlo ofreciendo la lista de un centenar de películas. Incluso 50 si me exigen rebajas. Me van a acompañar hasta el fin de mis días. Siguen otorgándome placer, sentimiento y ensoñación aunque me las sepa de memoria. Entre ellas hay dos que llevan la firma de un director español, filmadas en blanco y negro, rebosantes no ya de talento, sino de algo infrecuente e impagable llamado genialidad. Son Plácido y El verdugo.

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Las parió Luis García Berlanga, señor que ahora cumpliría 100 años. Dueño de un universo irrepetible, de una forma genuina de observar y retratar a las personas y las cosas. Mediante una cámara inimitable, llena de personalidad y fuerza, capaz de aglutinar a un montón de personajes en los planos secuencia y transmitir lo que hace y dice cada uno de ellos con precisión, gracia y lucidez inigualables. Alguien convencido de que la sociedad es tan asfixiante como cruel, de que ser pobre obliga al ejercicio cotidiano del sálvese quien pueda, de que la tela de araña es permanente contra la frágil ilusión de sentirse libre, maestro de la corrosión, el esperpento y el sarcasmo, mostrando la realidad con todas sus aristas, su complejidad y su verdad, agradeciblemente salvaje y ácrata, pero también compasivo con los débiles.

Siendo inconfundible su estilo expresivo y su mundo, el cine de este hombre me parece irregular. Alcanzó el estado de gracia en bastantes ocasiones, pero también hubo desfallecimientos. Siempre mostraba su sello, aunque a veces no funcionó. Hablo en primera persona, ya que el obligado culto a los desaparecidos ilustres se empeña en que todo lo que realizaron fue extraordinario. No pienso eso. Y está claro que el encuentro entre Berlanga y el guionista Rafael Azcona es de las mejores cosas que le han ocurrido a la historia del cine. Perdió el ternurismo, ganó la mala hostia.

Fotograma de ‘El Verdugo’, de Luis García Berlanga.SECIME / Europa Press

Con la gloriosa excepción y las continuas alegrías y tristezas que me otorgan sus dos obras maestras, hace mucho tiempo que no reviso el resto de la obra de Berlanga. Recuerdo con cariño la deliciosa Novio a la vista y la justificadamente legendaria ¡Bienvenido, mister Marshall!. Existían algunos momentos y tipos entrañables en Calabuch y en Los jueves, milagro, pero solo eso, mi recuerdo de ellas está difuminado. No tengo nada bueno que contar de La boutique y me sentí muy ajeno a la amargura de Vivan los novios. Me pareció gritona y hueca La vaquilla (recuerdo que Berlanga se enfadó demasiado con lo que escribí de ella) y las últimas películas que se inventó, Moros y cristianos, Todos a la cárcel y París Tombuctú, eran una lamentable caricatura de su mejor cine.

Reí y disfruté enormemente con la formidable saga de la indescriptible familia Leguineche. Ese esplendor decayó en Nacional III, pero La escopeta nacional y Patrimonio nacional son tan divertidas como memorables. Y me perturbó considerablemente la misoginia, la soledad y la desesperación del personaje que interpretaba Piccoli en Tamaño natural, una película que dudo que hoy hubiera podido rodar. El feminismo radical y la renovada y poderosa Inquisición le habrían montado un auto de fe, hubiera sido carne de hoguera.

Hubo subidas y bajadas en la extensa filmografía, 17 largometrajes, de alguien que se declaraba vago. Pero su visión de la falsa e inservible caridad, de la utilización que hacen los instalados de los eternos pringados, las angustiosas letras que debe pagar el tragicómico Plácido para que no le quiten su motocarro, y el acorralamiento, la degradación moral que sufre aquel pobre hombre que creyó que podría cobrar el sueldo de verdugo, lograr una casita subvencionada para su familia, encontrar su trocito de cielo, sin la obligación de ejecutar a nadie, le aseguran a su inmenso creador un lugar permanente en el olimpo de los directores más grandes que han existido.


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