Qué hacer con el pasado


En memoria de Santos Juliá

Las sociedades humanas tienden a presentar su propio pasado con orgullo, como una sucesión de hechos gloriosos en los que no hay nada de lo que hoy deban avergonzarse. Esa es la historia que se enseña en las escuelas, la que se difunde para consumo de masas, la que se repite en rituales y conmemoraciones públicas. La realidad, sin embargo, es más compleja. Ha habido hechos violentos, en los que no todos los que llamamos “nuestros” se portaron de manera ejemplar ni todo fue execrable por parte de sus enemigos.

Los países que son herederos de antiguas monarquías imperiales, o sea, casi todas las grandes potencias europeas, pocas veces se refieren a la violencia que —siempre, sin excepción— acompañó a la ocupación de tierras ajenas, sino a las motivaciones idealistas de aquella expansión: salimos de nuestras fronteras para predicar al mundo la verdadera religión, para civilizar a pueblos salvajes, para expandir los ideales de libertad que inspiran nuestro sistema político… Nunca hubo intereses mezquinos, intención de robar o explotar a otros, ánimo de imponerles nuestra autoridad o demostrarles nuestra superioridad. En los países que sufrieron aquella situación, en cambio, domina la opinión contraria y se presentan como puras e inocentes víctimas de una agresión interesada. Y el enorme sufrimiento de sus antepasados en aquellos tiempos justifica los desmanes que, con frecuencia, cometen ellos hoy; sobre su propia población, en general.

El dictador libio Muamar el Gadafi, un buen ejemplo de esto último, tenía mucha sangre en sus manos. Pero cuando viajaba a Europa, en especial a Italia, le gustaba llevar sobre su pecho fotos de atrocidades. No suyas, por supuesto, sino de los italianos, que, al invadir su país entre 1911 y 1943, usaron gases tóxicos o mataron a decenas de miles de civiles en campos de concentración. Con esta cínica apropiación de la historia, Gadafi no sólo recordaba a sus interlocutores europeos sus miserias, sino que convertía el dolor de otros en capital político a su propio servicio.

Esta conducta no es la excepción, sino la regla, entre políticos y gobernantes. La historia deformada, convertida en relato canónico o historia pública, es el arma predilecta de regímenes y gobiernos para legitimarse. Tiene especial peligro por su sencillez, su fácil difusión y sus efectos excluyentes en términos de pluralidad cultural y política. Cuanto más autoritario sea un régimen, mayor será su tendencia a manipular la historia. Como ejemplos cercanos, tenemos las intromisiones gubernamentales en museos de Polonia y Hungría o las penas de cárcel que recaen sobre un historiador en Turquía si menciona el genocidio armenio.

Pero esta manipulación interesada del pasado también existe en países con credenciales democráticas más sólidas. La propia Italia se presentó en 1945 ante el mundo como víctima de los nazis, y reveló para ello crímenes horrendos, como los fusilamientos de inocentes en las Fosas Ardeatinas, o el campo de concentración de la Risiera di San Sabba, convertidos en lugares de reivindicación humanista y peregrinaje patriótico. Los hechos eran ciertos. Pero los gobiernos italianos se cuidaron mucho de informar a sus ciudadanos sobre los más de cien campos de concentración organizados por sus tropas en el Norte de África y los Balcanes o los tres días aciagos de 1937 en que mataron a un tercio de la población de Addis Abeba. En la actualidad, en Italia sigue sin haber un museo de África y sin enseñarse ese pasado a los niños en las escuelas.

Algo muy semejante se puede decir de la ausencia, o de la distorsionada presencia, del pasado en Francia, en relación por ejemplo con Argelia. Hace unos días, el presidente Macron polemizó con los gobernantes argelinos al describirles como militares autoritarios que para legitimar su poder se apropiaban del sufrimiento de sus conciudadanos bajo el dominio francés. Tenía razón, pero olvidó otros hechos, nunca mencionados en Francia. Porque este país también se presentó, tras 1945, como víctima de los nazis, minimizando la colaboración del régimen de Vichy y agigantando, en cambio, el apoyo popular a la resistencia. Hoy existe más de un centenar de museos sobre la II Guerra Mundial, la resistencia o las deportaciones. Uno de los pilares de esta presentación victimista fue la masacre nazi en Oradour-sur-Glane, con 642 víctimas civiles; las ruinas de este pueblo son visitadas anualmente por decenas de miles de personas, que reciben explicaciones en un centro de la memoria construido al efecto. Este recuerdo, sin embargo, casa mal con el olvido oficial de las masacres francesas en Sétif y Guelma, en 1945, en plena celebración de la victoria contra los nazis, que costaron la vida a casi 20.000 argelinos, o las de Madagascar, que produjeron hasta 80.000 muertos. Los políticos envueltos en ellas fueron los mismos que lanzaron la conmemoración de Oradour-sur-Glane.

La celebración de efemérides históricas tiene, pues, como principal función el cultivo del ego nacional. Para ello, se apoyan en un relato uno de cuyos pilares fundamentales es el victimismo. Hemos librado guerras, sí, pero sólo para defendernos de malvados intentos de imponernos un dominio extranjero. Nuestras salidas al exterior, en cambio, han sido desinteresadas, por el bien de la humanidad.

En España, quizás haya llegado el momento de plantear de manera sensata nuestro pasado colonial. Esta fue la política de una monarquía imperial, con la que el Estado-nación actual apenas tiene que ver. Podríamos desvincularnos con claridad de aquellas acciones, declarar con toda la solemnidad necesaria que hoy no consideramos defendibles esos modelos de conducta. Pero seguimos proyectándonos hacia atrás, identificándonos con unos personajes y unos entes políticos desaparecidos, cultivando la identidad nacionalista a partir de estereotipos defensivos, contraponiendo leyendas rosas a leyendas negras. Todo ello, muy alejado del conocimiento histórico riguroso; como hacen los líderes que, desde el otro lado del charco, se erigen en herederos y defensores de unas víctimas con las que apenas les une vínculo alguno.

El coste humano de la conquista de América, el papel de nuestros antepasados en la esclavitud o la acción colonial española en África son temas que están esperando su lugar en los manuales escolares o en los museos. Se habla mucho de la Guerra Civil, y con razón, pero esa no es la única “memoria histórica” que debe reivindicarse. Los políticos y sus corifeos habituales no pueden seguir repitiendo impunemente cosas que los historiadores profesionales sabemos son falsas o distorsionadas. Su interés no debe prevalecer sobre la verdad y el derecho de los ciudadanos a conocer lo ocurrido. Hay ejemplos cercanos de cómo hacer las cosas bien. En Alemania, en las últimas décadas, se ha hecho un gran esfuerzo público por educar a la población, no sólo sobre el horror nazi, sino también sobre la participación en el mismo del conjunto de la sociedad. Quizás por ello, los políticos de aquel país, salvo los ultraderechistas de Alternativa por Alemania, se lo piensan mucho cuando hablan de historia. Allí han asumido que los males del pasado se combaten enseñando a los ciudadanos una buena historia. No para fustigar a nadie, sino para aceptar la complejidad de la realidad y asumir responsabilidades. Dos principios que constituyen el terreno ideal para cultivar la tolerancia y la convivencia libre.

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