¿Qué hay de malo en mostrarse vulnerable?



Una pareja poco después de las 00 horas, sin mascarilla en la Puerta del Sol (Madrid), en junio de 2021.

No hay que irse muy atrás en el tiempo para encontrar el contexto global que nos explique por qué la palabra “vulnerabilidad” aparece cada vez más en nuestras conversaciones. Sea para utilizarla como nombre (la vulnerabilidad) o adjetivo (somos vulnerables), no podemos entender los últimos meses, años, de nuestras vidas sin hacer una referencia directa o indirecta a ella.

Vulnerabilidad proviene del latín vulnus y significa “herida”. Para los antiguos, las heridas guardaban relación directa con el cuerpo, de manera que ser herido significaba ser lastimado en el plano físico. Paulatinamente, el significado de herida fue ensanchándose y pasó a incluir también el sufrimiento anímico, y padecimientos de vida o mal de amores comenzaron a ser referidos como vulnera vitae o vulnere amoris.

Hoy la vulnerabilidad humana la pensamos en estos dos planos (el físico y el anímico) y también en algunos más. Vulnerabilidad social, vulnerabilidad económica o vulnerabilidad tecnológica son expresiones que utilizamos para referirnos a una situación de especial precariedad o fragilidad en esos determinados contextos. Somos vulnerables, no hay duda alguna. Y lo somos siempre, aunque sea en momentos en los que la fragilidad y la precariedad se hacen más acusadas cuando habitualmente reconocemos que esa vulnerabilidad, la que encarnamos cada día y a cada hora, es en primera persona. Y somos vulnerables porque lo detectamos y reconocemos en nuestros organismos, y porque nos embarga una sensación de inseguridad o temor ante ciertas experiencias o trances anímicos. Somos vulnerables, como ya dijeron los clásicos, en cuerpo y alma.

Podríamos decir que ser vulnerables significa, en esencia, ser susceptibles de ser afectados. Es decir, que las imágenes, las palabras, los gestos u objetos que nos impactan lo hagan de una forma tan decisiva que con ello quede afectado por completo nuestro ser. A veces, incluso, en forma de heridas. Somos constitutivamente vulnerables, y eso se deja notar en todos los planos de lo que hacemos, tanto en el campo de nuestros conocimientos teóricos como de nuestras elecciones prácticas. Siempre estamos expuestos a la incertidumbre y a la falibilidad, sea porque nos preguntamos por lo que podemos conocer o porque nos responsabilizamos de nuestra libertad cuestionándonos qué debemos hacer. Sin perder de vista, por otro lado, que en todo lo que llevamos a cabo siempre hay un margen de nuestra experiencia que no controlamos, y eso implica que, en el fondo, lo inesperado puede suceder.

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Somos vulnerables, y lo somos en todos los aspectos de nuestra vida. Por eso nuestra vulnerabilidad también se manifiesta en lo que no es negativo o amenazante. Ser vulnerables nos permite asimismo ser protagonistas de muchas experiencias que aportan sentido y vitalidad, en positivo. Sin vulnerabilidad seríamos entes inertes que ni afectan a los demás ni se afectan por lo otro. Sin ser vulnerables no podríamos comunicarnos, reírnos, conmovernos ni, por supuesto, amar. Todas las cosas bellas y buenas que nos pasan en la vida también suceden porque somos afectables, porque somos vulnerables.

La cuestión es por qué cuando pensamos en la idea de vulnerabilidad conectamos sobre todo con imágenes y formas de sufrimiento, negatividad y cosas indeseadas. No es que el homo vulnerabilis no sea homo dolens. El sufrimiento, la enfermedad o la muerte forman parte de nuestra cotidianidad, y eso impacta de un modo decisivo en nuestra vida del día a día. Pero también lo hacen la solidaridad, el cariño o la alegría de poder contemplar un paisaje. Hay que insistir: ¿por qué cuando hablamos de vulnerabilidad solemos asociarla primordialmente con experiencias negativas?

La respuesta a esta pregunta no puede ser ni simple ni definitiva. Entran muchos elementos en juego, y seguramente algunos de ellos se nos escapen (a fin de cuentas somos vulnerables, falibles). Elementos que van desde lo que Spinoza llamaba el conatus, la autoafirmación existencial por la que cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser y esquivar a todo lo que pueda quitarle su existencia, hasta lo que Bourdieu señalaba como hábitos o disposiciones sociales que los sujetos integramos y encarnamos en nuestras vidas. Elementos, pues, que van desde la finitud y contingencia existencial que vivimos en la intimidad hasta los constructos colectivos que nos condicionan, a veces sin darnos cuenta.

En nuestra sociedad hablar de nuestras vulnerabilidades parece ser un problema; estamos poco habituados a ello y no lo hacemos, quizás, porque creemos que eso desvela una debilidad, implica un riesgo o comporta una falta de decoro. Lo cual no deja de ser paradójico, porque, si de lo que se trata es de evitar sentirse débil, reducir un supuesto riesgo o evitar ser catalogados de indecorosos, nada mejor que exponer la situación sabiendo compartirla, comunicarla y analizarla. Taparse los ojos ante una determinada realidad no la hace desaparecer.

Pero la realidad de nuestra vulnerabilidad nos pone en la tesitura además de reconocernos como seres relativos, recíprocos y responsables. Relativos porque estamos siempre en relación, con los demás y con el entorno. Nuestro “yo” no es un castillo fortificado inmune al entorno. Si un día encapotado ya afecta nuestro ánimo, ¿qué no lo hará un abrazo o su ausencia? Recíprocos porque, al estar en relación, las cosas nos afectan, sí, pero también nosotros podemos afectar a otros. Todos podemos tener un papel protagonista en la vida de los demás, de ahí que la vulnerabilidad nos convoque a la responsabilidad. Es decir, a la necesidad de dar respuesta, ante nosotros mismos y ante los demás, de lo que hacemos u omitimos. En definitiva, la vulnerabilidad implica una concepción del sujeto y del “yo” que lo rescata de la fantasía de su autosuficiencia. Lo cual, por lo que parece, nos cuesta asumir, sea por nuestro conatus individual o por nuestro hábito social.

Somos vulnerabilidades en interrelación, por eso las dimensiones de esas vulnerabilidades copan toda la gama cromática de las experiencias que podemos tener. Es más, la condición de posibilidad para poder tener una experiencia es, precisamente, ser afectables, vulnerables. Es verdad que dar recorrido a esa vulnerabilidad deja cicatrices, pero gracias a ella estamos también en disposición de dejar que nos afecten otras cosas que también nos pasan en la vida: una esplendorosa puesta de sol, una entrañable complicidad personal o un cálido abrazo. ¿Estaríamos dispuestos a perdérnoslas?

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