Españoles, hemos llegado a esta edición de Eurovisión en una situación inédita: cuando salió el representante de Suiza a cantar Tout l’universe, millones de espectadores conocíamos esta canción (si al leerlo ha sonado en su cabeza “tout l’univeeeeeeeeerse” en falsete, usted también) por aparecer en la cabecera de la docuserie sobre Rocío Carrasco que emite Telecinco. El canal de Mediaset se ha convertido este año en en ese gran valedor del festival que RTVE parece incapaz de ser año tras año. Todos conocíamos la canción de Suiza –y todos pensábamos que iba a ganar– y solo unos pocos conocían la española –y nadie pensó nunca en que podía ganar–. Nada nos benefició. Justo después de la canción de Rocío Carrasco (perdón, de Tout L’univers) apareció el grupo de Islandia, que suena a Hot Chip capitaneado por un tipo de carisma enorme a medio camino entre un vikingo y un empleado de recursos humanos. Y justo después (glups) nosotros, con un Blas Cantó que hizo lo mejor que pudo con el material que tenía. Como se dice en la jerga derrorista del concurso, fue un profesional. ¿Qué nos ha enseñado Eurovisión a los españoles? Una lección casi más valiosa que la victoria: nos enseña a perder año tras año.
En general, ¿cuánto se parece Eurovisión a la vida real? Hay tres formas de ganar en ambas: llamar la atención a gritos hasta que convences a los demás de que eres la mejor de las posibilidades, apelar a sentimientos bondadosos y causas justas para hacer que si no te consideran lo mejor se sientan malas personas (¡canta sobre la guerra en tu país!) o, sencillamente, ser la mejor de las posibilidades y poner de acuerdo a todo el mundo al respecto. Solemos encontrarnos con que ser el mejor es un concepto complicado: este año el jurado profesional consideró que lo era Tout L’univers de Gjon’s Tears, pero el público votó masivamente a Italia y llevó así al país a la victoria con un grupo de rock llamado Måneskin. Ellos, envalentonados por la opción uno, gritaron. Mucho.
Pero lo más llamativo del festival no estuvo en el escenario. En el Rotterdam Ahoy vimos esta noche a un público nutrido, mezclado, entusiasta y sin mascarilla. Una visión esperanzadora que casi convirtió en anacrónico ese homenaje de los presentadores (emotivo y necesario por otro lado) a las víctimas del coronavirus. Si sacábamos a colación esta condición del festival de la canción europea como ente que respira ajeno a los vaivenes del mundo real es porque siempre ha tenido una cualidad asombrosa: no es que Eurovisión se adapte a los tiempos, es que los tiempos se adaptan a ella.
El festival de la canción europea se mantiene ahí, con sus douze points, sus escenografías, sus excesos y su indescifrable idiosincrasia. Y a veces, solo a veces, la realidad le sigue la corriente. Un ejemplo: a veces las tendencias musicales de cada momento se cuelan en él (esta noche hemos podido ver a una especie de Billie Eilish llegada de Bulgaria, a una chipriota diciendo “mamasita loca” y a una albanesa con el contouring de las Kardashian), pero por lo general la gran canción eurovisiva sigue las mismas reglas desde hace lustros: es o un gran número de baile, o una gran balada épica o, a secas, una marcianada que consiga sorprender por inesperada. A veces Eurovisión sorprende, pero eso también está calculado. ¿Qué hacían un grupo de culto como Hooverphonic esta noche representando a Bélgica o el rapero estadounidense (de ventas millonarias) Flo Rida cantando con el grupo de San Marino? Pues nada que no hubiesen hecho antes intérpretes sin nada que demostrar como Bonnie Tyler (que representó a Reino Unido en 2013) que deciden apuntarse a este bombardeo y, habitualmente, sabiendo que van a perder.
Ellos van con cierta perspectiva sobre la razón de ser de todo esto. Eurovisión era lo más en los sesenta y setenta, como representante de esa esperanza llamada Europa, de ese crisol de nacionalidades donde todo el mundo cantaba en su idioma y que permitió que nuestros abuelos aprendiesen nombres e idiomas de otros lugares con la misma facilidad con la que Ryanair nos permitió a nosotros visitarlos. Era consecuente y elegante en los ochenta, una década que pareció nacer en ética y estética solo para legitimar este invento. Era lo peor en los noventa, cuando nos volvimos tan cínicos que la música y la unión se convirtieron en un anzuelo que ya no nos tragábamos. En los 2000, directamente, pasó del reflote milagroso gracias a Operación Triunfo a un chiste capitaneado desde Forocoches en España. Podía ser peor: en el año en que nosotros enviamos a Chiquilicuatre, Irlanda trató de llevar a un tipo disfrazado de pato. Mientras, los países del Este se venían arriba al ver como ese subgénero suyo llamado turbofolk se convertía en un sello de Eurovisiónu (véase esto o esto). Desde hace unos años vivimos en un mundo convertido, Amazon y Netflix mediante, en un no-lugar que Eurovisión ya había inventado antes: desde hace más de una década todas las canciones en inglés son intercambiables entre los países y compositores escandinavos escriben las canciones de los países del sur. Eurovisión llevaba anunciándonos que el mundo iba a ser esto desde hace mucho tiempo y la pandemia solo ha servido para barrer nuestro pudor a la hora de abrazar el escapismo. Que Israel lleve justo ahora una canción llamada Set me free (”Libérame”) nos pilla con un ánimo tan bajo que ante esa casualidad tragicómica pasamos de indignarnos y solo fruncimos el ceño.
Esto no está traido por los pelos, exactamente: Eurovisión fue el meme explicativo de la realidad durante muchos años (“¡los del Este se votan entre sí!”). Hasta los que no leían el periódico sabía que algo pasaba en un país si todo el mundo lo abucheaba cuando salía a cantar (que los pobres representantes de Rusia no tengan culpa de las ideas de Vladimir Putin mientras los abuchean es otro cantar). Eurovisión fue nuestro acceso a la coreografía y el mensaje político oculto en tres minutos antes de que naciesen las redes sociales. Cuando TikTok despertó, Eurovisión todavía estaba allí. Dicen que la actuación de Islandia de anoche estaba inspirada en esa plataforma. No, TikTok está inspirado en todos esos sábados que pasamos mirando atónitos a los espectaculares números de Grecia o Malta. Mientras, los españoles nos hemos acostumbrado a perder. Desde hace mucho tiempo ni siquiera nos molestamos en hacer un especial posterior en el que debatir lo que hemos visto, porque no hay nada que debatir. RTVE prefirió, en su lugar, emitir justo después de la gala una película llamada El Bar Coyote que cuenta la historia de una chica que quiere ser una estrella de la canción pero –hay que tener mala uva– acaba cantando sobre la barra de un bar de Nueva York. Allí, en Estados Unidos, por cierto, tendrán su propia versión de Eurovisión a partir del año que viene. Ellos saben reconocer al instante eso que aquí a veces nos negamos a aceptar: que es un producto televisivo impecable. Esta noche volvió a serlo.
Puedes seguir ICON en Facebook, Twitter, Instagram, o suscribirte aquí a la Newsletter.