Hace más de cinco siglos, antes de que las tropas castellanas llegaran para su conquista, una cúpula saturada de estrellas regía solemne la providencia de Gran Canaria. Ese mismo cielo nocturno, que ahora se contempla con minuciosidad en los observatorios astronómicos repartidos por toda la geografía de esta isla al noroeste de África, en el pasado guio los calendarios y rituales de los aborígenes bajo una forma de vida excavada en su rico territorio. Por tierra y mar, a gran altura o en el subsuelo, una red infinita de cuevas se extiende por toda Gran Canaria, algunas detenidas en el tiempo como yacimientos arqueológicos y otras, en cambio, habitadas en el presente. Adentrarse por ellas formula una visión muy diferente de la isla, más allá de hoteles en primera línea de playa y centros comerciales para turistas, que permite tomar contacto con una valiosa cara de su patrimonio histórico cultural y conocer de cerca cómo vivían los primeros habitantes de la región.
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Vistas desde el mirador de Unamuno, en la isla de Gran Canaria. VITTORIO SCIOSIA ALAMY
Este viaje al pasado comienza por carretera hacia las entrañas de su reserva natural. La incursión por su interior tiene como primer objetivo Artenara, el pueblo cueva por antonomasia. Escalar sobre ruedas su altitud de 1.270 metros sobre el nivel del mar —es el municipio más alto de la isla y también el menos poblado (unos mil vecinos)— precisa tiempo y paciencia, ya que las montañas de niebla compiten en protagonismo con las de tierra. Un paisaje burtoniano que se aleja de la estampa de sol garantizado que exporta Gran Canaria y que esconde en su interior abundantes tesoros, tanto naturales como poblados.
La manera más fácil de llegar a Artenara desde el aeropuerto es tomar la autopista del Sur o GC-1 en sentido norte y apurar el máximo de kilómetros sobre la circunvalación GC-3. De esta manera acortaremos el posterior trayecto por carreteras comarcales atestado de curvas y pendientes. La recompensa en el ascenso lo pondrá primero el mirador de la Atalaya, desde el que atisbar los fragantes pinos de Tamadaba y escuchar el murmullo de los pájaros carpinteros —quizás, incluso, oler el perfume del tomillo salvaje—. Una introducción a la belleza ruda, casi hipnótica, del Roque Bentayga a nuestra llegada a Artenara. Desde el mirador de Unamuno, reconocible por una escultura en bronce del escritor bilbaíno, se manifiestan titánicos los tres bloques de piedra que lo componen. Una suerte de Coloso de Rodas en manos de la naturaleza que custodia la caldera volcánica de Tejeda. Portador de ritos indígenas y ciclos astrales, es la primera llave al pasado de la isla. Donde ahora reina el silencio, hace 1.800 años se erigió un poblado troglodita de gran actividad, construido sobre la roca rojiza de los aledaños y que hoy se conoce como las Cuevas del Rey. A pesar de su longevidad, aún se percibe con sumo detalle cómo fueron talladas sus ventanas y puertas sobre la roca volcánica, además de las paredes ensalzadas con grabados, pinturas prehispánicas o el reloj solar que data del siglo III. Para visitarlas hay que tomar la carretera que conduce al centro de interpretación del Roque Bentayga y coger el desvío hacia la barriada de El Roque. A continuación, seguir unos cuatro kilómetros hasta visualizar unas casas de piedra. Desde este punto el ascenso se hace a pie, primero por una escalera de piedra y después rodeando el roque a través de una vereda en diferentes tramos de subida, por lo que se recomienda llevar calzado de montaña.
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Cactus en el paisaje de Barranco Hondo. DUKAS PRESSEAGENTUR alamy
El descenso desde el otro lado del barranco regala unas vistas escalofriantes del monumento natural del Roque Nublo, uno de los espacios naturales más emblemáticos de la isla acordonado por paneles de abejas en los que se confecciona la famosa miel de esta montaña canaria. Probarla es una excusa perfecta para adentrarnos en Tejeda y pasear por su entramado urbano de casas tradicionales de paredes blancas y piedra vista. Los más golosos podrán saciarse con otras especialidades de la zona como el bienmesabe, los dulces de almendra o las palmeras de chocolate de la dulcería Nublo (calle del Doctor Domingo Hernández Guerra, 15), fundada en 1946. Para los que prefieran contentar el estómago empezando por el principio, la cervecería Texeda es un buen lugar para tomar el pulso a la cocina creativa de la isla, con una carta que va mutando cada temporada a partir de productos de kilómetro cero y cervezas artesanales fabricadas con almendra, trigo o cebada y agua del manantial de mayor altitud de la isla.
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El yacimiento de las Cuatro Puertas, en la localidad de Telde. PAVEL DUDEK alamy
El regreso a Artenara depara otra joya milenaria: el Risco Caído y las Montañas Sagradas de Gran Canaria. Este yacimiento arqueológico en el margen izquierdo del Barranco Hondo, la garganta que divide los municipios de Gáldar y Artenara, está formado por un conjunto de cuevas prehispánicas que los aborígenes usaron en la cima a modo de almogarén, un lugar donde realizaban ritos y cultos religiosos bajo el espectro estelar. Una de ellas, en concreto la número seis, está coronada por una cúpula decorada con triángulos sobre la roca que recuerda el cielo estrellado. Cuando los rayos del sol atraviesan el ventanal superior entre el solsticio de verano y el de otoño, este templo perdido se ilumina, algo que indicaba a sus habitantes primigenios la recogida de la cosecha. Un fenómeno que atesora la Unesco como patrimonio mundial desde 2019 y que pone de manifiesto los conocimientos de astronomía que poseían los antiguos canarios.
Antiguos cultos astrales
Ese no es el único punto en el que ser partícipe de la magia de las estrellas a lomos de antiguas civilizaciones. Otros cultos astrales pueblan el interior de la isla a través de sus cuevas, como el yacimiento de Cuatro Puertas, en Telde. Situado al este de Gran Canaria, esta gruta excavada a mano en la roca volcánica de la Montaña Bermeja cuenta con un calendario solar que se activa al atardecer una vez al año: durante el solsticio de verano. Tampoco hay que olvidar el fenómeno de Cueva Pintada, que pone al municipio de Gáldar en el mapa de esta ruta. Este museo y parque arqueológico al noroeste de la isla, entre el Atlántico y la montaña del mismo nombre, fue descubierto en 1873 y ha congelado en el tiempo la forma de vida de los indígenas desde el siglo VI hasta la conquista de los europeos 10 siglos más tarde. Abierto a visitas guiadas, permite experimentar cómo se vivía en aquellos días rodeado de pinturas rupestres, elaboradas con tintes minerales como almagres y arcillas blanquecinas y que reflejan auténticos diagramas con los que buscaban predecir futuros eclipses.
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Detalle de una calle del municipio grancanario de Tejeda. SIMON DANNHAUER getty images
Este recorrido prehispánico inspira toda la cultura de la región, incluso su gastronomía. Prueba de ello es la creación por parte del museo de un menú de tapas con algunos platos del restaurante Aborigen, regentado por el chef Marcos Tavío en Santa Cruz de Tenerife. Un viaje por las raíces autóctonas a través de la cocina donde no faltan el producto canario más universal, el gofio, y otros más desconocidos, como la sobrasada de algas o el mojo de tamarindo.
En Gran Canaria las cuevas no son solo una prueba de que existieron civilizaciones indígenas. En pleno siglo XXI se puede vivir en una sin renunciar a las comodidades que presta la sociedad moderna. Con una temperatura natural de entre 18 y 23 grados y constante durante todo el año, ajena al devenir climático del exterior, se convierten en un acogedor y funcional refugio para el día a día. Artenara, con su barrio de cuevas habitadas que comienza desde el mirador de Unamuno hasta la vía Diseminado la Degollada, es un ejemplo de cómo se perpetúa este modo de vida siglo tras siglo en el tramado urbano. A pesar del éxodo que sufrió la zona por la crisis agraria y el ascenso del turismo en la costa, aún mantiene vivo el espíritu por sus cuevas habitadas, decoradas con mimo entre colores vibrantes, plantas colgantes y todo tipo de trabajos en metal. El pueblo cuenta además con una pequeña ermita en honor a la Virgen de la Cuevita, excavada también en la roca a finales del siglo XVIII. Y para los curiosos que quieran saber cómo son por dentro, el Museo Etnográfico de las Casas Cueva de Artenara (calle del Párroco Domingo Báez, 13) ofrece un recorrido por tres grutas que fueron habitadas hasta mediados del siglo pasado y que conservan el mobiliario y los objetos de oficio de la época.
La isla también ofrece la posibilidad de vivir esta experiencia primitiva de primera mano, alojándonos entre paredes de roca para despertarnos frente a una inmensa garganta de tierra. Bien sin salirnos de Artenara (Living Artenara dispone de cuevas rústicas con terraza) o junto al pinar de Tamadaba, en el que alojamientos como El Mimo o Las Margaritas (artenatur.com) ofrecen una versión romántica de la caverna antigua con piscina compartida y vistas al volcán del Teide desde su terraza. La casa cueva que regenta Manuel Cabezudo en el caserío de Acusa Seca (656 60 42 90), a unos 15 minutos en coche del centro de Artenara, conecta a los primeros pobladores de la zona con los viajeros locales que se dejan caer a menudo por esta vivienda, la número 34 del poblado. El objetivo de Cabezudo es dar a conocer con un formato de turismo sostenible y responsable este poblado troglodita en la cumbre de Artenara. En esta coqueta cueva con capacidad para seis personas vivió durante 75 años un vecino de la zona. Aquí el lujo no es sinónimo de ostentación: su decoración sencilla se basa en paredes de cal impoluta, rejas pintadas de verde hierba y objetos traídos de diferentes viajes. Una gota nívea en la montaña con el brutal escenario que el Roque Nublo y el Roque Bentayga ofrecen junto a la caldera de Tejeda cada mañana a sus huéspedes a la hora del desayuno. Y en donde el verdadero privilegio es disfrutar del silencio que emana de las montañas, capaz de hacernos olvidar la falta de cobertura de los móviles, o bien de romperlo con alguno de los conciertos íntimos y reducidos que acoge el lugar cuando el sol desaparece.
Comer en una fresquera de piedra
En Gran Canaria también se puede satisfacer el estómago al cobijo de una cueva. La primera parada nos lleva a Arte-Gaia (calle del Camino de La Cilla, 17), la gastrocueva que fundó la exdirectiva Juanate Gil Falcón para dar un cambio rotundo a su vida desde el filo de Artenara. Un lugar en el que aprovisionarse de productos locales (mermeladas caseras, galletas artesanales de gofio, cafés de Agaete y Cabo Verde, queques caseros de limón, miel de Teror…) o bien deleitarse con su cocina a fuego lento en el restaurante del mismo nombre en la plaza de San Matías, basada en recetas típicas de la zona como el solomillo de cochino negro con setas o el conejo marinado en salmorejo.
Pero es el barranco de Guayadeque, la gran depresión que divide Gran Canaria en dos, el lugar más típico donde comer en una auténtica fresquera de piedra. Excavado en la roca viva de la Montaña de las Tierras, a unos 10 kilómetros de la localidad de Ingenio, el bar restaurante Tagoror lleva casi cuatro décadas abasteciendo a locales y viajeros de contundentes platos canarios, acompañados del pan de este pueblo que presume de ser el mejor de toda la isla —algo que se puede comprobar en el obrador Amaro, con 250 años de tradición el más longevo de Gran Canaria (calle del Granero, 3)—. Un lugar para ir sin prisas y regocijarse con sus carnes a la brasa o un buen potaje canario con vistas a la monumental garganta que lo rodea. A escasos metros se encuentra Casa Cueva Canaria, una tienda de artesanía y productos locales también excavada en la tierra y en donde adquirir desde minerales mágicos hasta cosmética natural fabricada con aloe vera del archipiélago, obras de artistas locales o coloridas piezas de cerámica. Siguiendo el sendero se alternan el restaurante Vega, famoso por su lechón a la sal (Montaña de las Tierras, 18; 928 17 20 65), y La Era (670 95 39 56), todo un refugio de montaña con su grill de leña y una carta llena de antojos canarios como papas arrugadas o quesos de la zona, inseparables de cualquier viaje por esta tierra. La guía culinaria finaliza en las entrañas de El Centro, en Agüimes, el restaurante cueva por excelencia con sus suculentas raciones de aguacate y tacos de atún en medio de este tajo natural que anima a recorrer sus senderos con el estómago lleno. Si agotamos el asfalto en sentido este, tras pasar Agüimes, a un par de kilómetros nos toparemos con Cueva Bermeja, otro asentamiento de casas labradas en la roca con la singular iglesia subterránea de San Bartolomé Apóstol.
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El Bufadero de Tauro, en la costa sur de la isla de Gran Canaria. ANDREA COMI GETTY IMAGES
Pero no todas las cuevas se mimetizan con la montaña. Gran Canaria goza de 256 kilómetros de costa, algunos de ellos surcados por guaridas subterráneas. Es el caso de la cueva Bufadero de Tauro, al suroeste de la isla, custodiada por una piscina natural que se comunica con el interior de la caverna. Cuando baja la marea y el viento se calma, su profundidad moderada permite zambullirse en sus aguas turquesas o practicar esnórquel para conocer los misterios naturales que se esconden bajo la superficie del agua. En la cara este esperan las cuevas submarinas de la playa del Cabrón, en Arinaga, un paisaje exaltado por los entendidos en buceo por su número de pequeñas cavidades en la roca, que permiten nadar entre arcos y acantilados junto a luminosos nudibranquios o anémonas gigantes.
Y sin dejar el levante en nuestro ascenso hacia la capital, Las Palmas de Gran Canaria, un pequeño desvío hasta el municipio de Telde se premia con un tesoro bajo el Atlántico: la cueva de la Reina Mora o de los Mil Colores. Su ubicación en un risco cubierto de piscinas naturales la sumerge en el anonimato. Para acceder a su interior hay que partir de la playa de la Garita, surcar sus arenas oscuras en sentido norte y tomar el camino empedrado que conduce a la cueva, a menudo resbaladizo, por lo que se recomienda el uso de escarpines antideslizantes y explorarla siempre en grupo. No hay mejor despedida para esta ruta bajo mar y tierra que sumergirse en alguna de las charcas que riegan la gruta. Un deleite que puede disfrutarse todos los días del año gracias a la temperatura constante que, como buena cueva, impera en el ambiente, y que nos hará acortar la brecha temporal con los primeros canarios que habitaron de la isla.
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