¡Queríamos tanto a Abramóvich!


Requisado por el gobierno inglés, el Chelsea ha disputado dos partidos sin el patronazgo de Roman Abramóvich, el oligarca ruso que rescató al club londinense de una quiebra segura. Ocurrió en 2003, cuando el billonario contaba 36 años. Era un desconocido con una cantidad ingente de dinero. Como tantos otros repentinos magnates, había logrado su riqueza en lo que se denominó Salvaje Este siberiano, un pozo sin fondo de materias primas, pertenecientes al estado soviético hasta su derrumbe. Cuando se privatizaron las empresas, el botín quedó expuesto a los más ambiciosos y rápidos, y sobre todo a los mejor conectados con las redes de poder. Abramóvich se movió como un relámpago. Junto a su entonces amigo Boris Berezovski, en 1996 adquirió la petrolera Sibneft.

Abramóvich vendió en 2005 su participación en Sibneft a Gazprom, el gigante energético ruso nacionalizado por Vladímir Putin en 1999. El joven oligarca, que había pagado una baratija (100 millones) por su parte correspondiente en la compra de Sibneft, recibió 12.000 millones por la venta. Gazprom, empresa radicada en San Petersburgo, ciudad natal de Putin, se convirtió en la locomotora económica y empresarial de Rusia. Y en el ariete político del presidente ruso. En estos días lo sabemos mejor que nunca.

El desembarco de Abramóvich en el Chelsea cambió el destino del club y del fútbol. El magnate ruso diseñó una perfecta operación de embellecimiento. Compró mucho más que un club situado en el centro de Londres. Compró el afecto de la hinchada, la respetabilidad social y el codicioso entusiasmo de la Premier League.

La combinación Florentino Pérez-Abramóvich cambió las reglas económicas del fútbol y lo convirtió en el mastodonte que es hoy. Entre 2000 y 2004, el Real Madrid fichó a Figo, Zidane, Ronaldo y Beckham, según la gráfica divisa de Florentino Pérez: un hachazo, un pino. Mientras el Real Madrid utilizaba el valor de la historia y de su célebre marca para atraer a los jugadores más conocidos, Abramóvich tiró de chequera para contratar a 25 jugadores entre 2003 y 2006. Ninguno de ellos había merecido el interés del Real Madrid. La escalada del Chelsea exigía gastos ingentes y títulos inmediatos. No era, desde luego, el destino de las grandes estrellas.

Entre 2003 y 2006, Abramóvich gastó 427 millones en fichajes y sólo ingresó 38 millones por ventas. Dirigido por Mourinho, el Chelsea ganó dos Ligas consecutivas. En menos de tres años, el negocio del fútbol descubrió su futuro a través del ruso. En los siguientes años, magnates procedentes de EE UU, el golfo Arábico, Rusia y el Oriente asiático se adueñaron de los principales clubes ingleses.

Todos ellos —los Glazer, Henry, Kroenke, Usmanov, Mansour Bin Zayed— fueron bienvenidos. A ninguno se le contrarió por el origen de su dinero o la calidad moral de sus negocios. Ahora sucede lo mismo con el príncipe Bin Salman, hombre fuerte del régimen saudí y nuevo propietario del Newcastle, a cuyos aficionados no parece importarles su más que dudosa reputación. Para ellos, como Abramóvich para una buena parte de la hinchada del Chelsea, Bin Salman es un queridísimo benefactor.

Desde 2004, todos los títulos de la Premier han sido para clubes pertenecientes a magnates extranjeros, incluido el Leicester, propiedad de una familia tailandesa. Ninguno tenía la menor relación con el fútbol. Tampoco Abramóvich, el hombre que les abrió el camino y les mostró las monumentales oportunidades de un negocio que no hace preguntas. El dinero se encarga de procurar un mágico baño de respetabilidad, salvo que la cosa se ponga fea y el fútbol quede supeditado a intereses muy superiores. Es el caso de Abramóvich, los mismos que le han masajeado durante 20 años ventilan ahora todas sus miserias.

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