Las dos primeras décadas del siglo XXI han empezado a proyectar una larga sombra sobre el mundo occidental. Hemos dejado atrás ese momento de cambio de siglo, cuando la gente en todas partes, y particularmente en Europa, abrazaba con indulgencia el “fin de la historia”.
Según esa idea ilusoria, la victoria de Occidente en la Guerra Fría —la última de las tres grandes guerras del siglo XX— había resultado en un orden mundial incontestable, sin otra alternativa posible. Así que en adelante, se pensaba entonces, el mundo marcharía sin muchos sobresaltos hacia la instauración universal de la democracia y de la economía de mercado. El nuevo siglo sería meramente una continuación del anterior, con un Occidente triunfante que extendería su dominio.
Hoy el mundo es menos ingenuo. La red de alianzas e instituciones que sostenían la hegemonía de Occidente está demostrando ser un producto del siglo XX, y su futuro está ahora en duda. El orden global atraviesa un cambio fundamental, con un centro de gravedad que se desplaza del Atlántico Norte al Pacífico y al este de Asia. China está a punto —económica, tecnológica y políticamente— de convertirse en una potencia mundial y la única rival del principal poder hegemónico, Estados Unidos.
Al mismo tiempo, EE UU se está cansando de su papel como líder global. Empezó a retroceder durante la presidencia de Barack Obama; pero con Trump ha acelerado su retirada de forma caótica y peligrosa. La abdicación de EE UU de su liderazgo pone en jaque el Occidente transatlántico, que descansa sobre los pilares de una base de valores e instituciones políticas compartidos. Ante la falta de alternativas razonables, la estructura se desmorona.
El centro de gravedad del nuevo orden global se está desplazando del Atlántico Norte al Pacífico y al este de Asia
Rusia, por su parte, afronta el futuro mirando a su pasado en el siglo XX. Como hizo la Unión Soviética, centra su apuesta totalmente en las armas nucleares. Pero, en el siglo XXI, el poder no residirá en el arsenal nuclear, sino en un espectro más amplio de capacidades tecnológicas basadas en la digitalización. Quienes no estén en la vanguardia de la inteligencia artificial (IA) y del big data se volverán dependientes irremisiblemente, y terminarán siendo controlados por otras potencias. Los datos y la soberanía tecnológica, no las cabezas nucleares, serán lo que determine el reparto del poder y la riqueza a escala global en este siglo. Y en sociedades abiertas, estos mismos factores también decidirán el futuro de la democracia.
En lo relativo a Europa, el Viejo Continente no entró en el nuevo siglo en buena forma. La Unión Europea vivía en la cómoda ilusión poshistórica de una paz eterna y fracasó a la hora de completar el proyecto de integración (aunque sí logró expandirse hacia el este). Ahora, el retiro implícito de la garantía de seguridad de EE UU bajo el Gobierno de Trump ha caído en Europa como rayo inesperado.Lo mismo puede decirse de la revolución digital. La primera fase de digitalización —es decir, la creación de plataformas de trato directo con los consumidores— ha estado liderada casi por completo por EE UU y China. No existen plataformas alternativas europeas competitivas y dignas de mencionar, ni hay empresas de computación en nube en la UE capaces de seguirles el paso a los gigantes de Silicon Valley y China.
Por tanto, la cuestión más importante a la que se enfrenta la nueva Comisión de la UE es la carencia de soberanía digital de Europa. La potencia de Europa en IA, en big data y en otras tecnologías relacionadas será lo que determine su competitividad en el siglo XXI. Pero los europeos deben decidir en qué manos estará la información necesaria para alcanzar la soberanía digital, y qué condiciones deben gobernar la recopilación y uso de los datos. Estas cuestiones determinarán el futuro de la democracia en Europa, y si lo que aguarda al Viejo Continente es la prosperidad o la decadencia. Por todo esto, las decisiones deben ser tomadas a nivel europeo, y no individualmente por los Estados miembros. Igualmente importante es que estas cuestiones deben ser respondidas ya. Europa necesita ponerse las pilas en la cuestión digital, o quedará arrollada por este asunto.
Las decisiones en este asunto deben ser tomadas a nivel europeo y no individualmente por los Estados miembros
En los años venideros, el diseño y la producción automotriz, la ingeniería mecánica, la medicina, la defensa, la energía y los hogares particulares se verán afectados por la tecnología digital. La información y los datos que generan estos sectores serán procesados, sobre todo, a través de la nube, lo que significa que el control de esa nube será vital en el largo plazo para el destino económico y estratégico de los países.Para salvaguardar su soberanía digital, Europa necesitará hacer enormes inversiones en la computación en nube y en otros recursos físicos sobre los que se sostiene la revolución digital. A este respecto, la UE se ha mostrado demasiado lenta e indecisa. Hoy el reto al que se enfrenta consiste en alcanzar a EE UU y a China, si no quiere quedar rezagada para siempre.
Los europeos no deberían albergar ilusiones de que el sector privado va a solucionar este tema. La desventaja competitiva de Europa exige un cambio fundamental de estrategia al más alto nivel. Las instituciones de la UE tendrán que ponerse a la cabeza a la hora de regular y, junto con los Estados miembros, tomar la iniciativa también para ofrecer la financiación necesaria. Pero establecer la soberanía digital de Europa implicará un esfuerzo mucho más amplio en que estarán involucradas empresas, investigadores y políticos.
Este verano, al celebrar el 50º aniversario del primer aterrizaje del hombre en la Luna, en los medios se ha debatido mucho sobre la posibilidad de realizar el primer vuelo tripulado a Marte. Pero en la UE los viajes espaciales pueden esperar. La prioridad debe ser establecer y salvaguardar la soberanía digital, y hacer lo que sea necesario para frenar la decadencia y proteger la democracia. Para bien o para mal, el siglo XXI ya está bien entrado.
Joschka Fischer, ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania de 1998 a 2005, fue líder del Partido Verde alemán durante casi 20 años.
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Traducción de Newsclips.
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