En la última década, el diseñador Martin Szekely (París, 65 años) ha redescubierto el valor de la memoria. En 2011, tras su exposición Ne plus dessiner en el Centro Pompidou de París, empezó a colaborar con la editorial B42 para alumbrar una serie de libros que recogen distintas facetas de su obra, elusiva y misteriosa. Uno de los volúmenes más imponentes, Intérieurs – Les années 1980-1990, documenta la presencia de sus piezas en las casas de sus clientes privados. “Hasta que publiqué este libro no deseaba regresar a aquellos años. Probablemente me decidí a abrir mis archivos y a ponerlos en orden por efecto de la edad”, explica. A principios de este año, la galería Mercier & Associés de París reunió algunas de esas piezas en una exposición, DÉBUT, comisariada por un joven experto, Rémi Gerbeau. “Nació en los años del movimiento punk, cuando yo creaba la chaise longue Pi, lo que aporta una perspectiva del tiempo transcurrido desde entonces. También confirma claramente el interés por los años ochenta, ya tan lejanos”, recuerda Szekely.
La pieza a la que alude, Pi (1982-1983), es un diván de acero –la idea inicial de Szekely era plantearla en fibra de carbono, uno de sus materiales favoritos– que de lejos, pero solo de lejos, recuerda al de Le Corbusier. De cerca, es una conjunción perfecta entre media circunferencia –el reposapiés– y una línea recta –el respaldo– con el grado de inclinación exacto para mantenerse en equilibrio sobre un único punto de apoyo central. Una pieza fría, geométrica, escultórica, casi un tótem que simboliza el diseño de autor de aquellos años ochenta en los que el lujo se expresaba con aristas duras, materiales insólitos, formas limpias y casas sofisticadas y distantes que, como galerías de arte conceptual, parecían decir: “Mírame, cómprame, pero no me toques”.
“Lo único que puedo constatar es que el mundo es ambivalente”, responde Szekely cuando le preguntamos por la frialdad de aquellas piezas: sillas, escritorios, librerías, chimeneas, mesas, incluso expositores de postales o mostradores que parecían asentar su extrañeza en interiores más o menos clásicos, domésticos o museísticos en función de cada propietario. “¿Cómo imaginar lo lleno sin el vacío, lo alto sin lo bajo, lo pesado sin lo ligero, lo cálido sin lo frío, lo cómodo sin lo incómodo, el minimalismo sin el expresionismo? Esta constatación tan sencilla reclamaría tolerancia frente a los contrarios, porque los revela”.
En los años noventa, Szekely cambió de método. Abandonó la furia prometeica y el culto al dibujo –de ahí el título de su exposición-manifiesto en el Pompidou– y empezó a crear sus piezas a partir del análisis intelectual de la forma, la función, el entorno, la historia y los materiales. Lo que se proponía era reinventar su negocio, pero también abrir una tercera vía entre el diseño de galería –más cerca de la escultura que del mueble utilitario– y la imbatible eficacia de lo industrial. “En ese universo, ¿cuántos objetos producidos caducan porque su forma pasa de moda, su tecnología resulta superada, o porque la propia industria anticipa su usura?”, pregunta. “En efecto, parece difícil imaginar que la industria plantee productos perennes dada su necesidad de vender sin pausa y de atraer la atención del comprador. Desde los dosmiles, mis creaciones responden a un ánimo exactamente opuesto: la mayoría son duraderas, se pueden reparar y tienen la ambición desmesurada de ser intemporales. ¡Habrá que esperar para comprobarlo!”.
En los últimos meses, el Museo del Louvre ha incorporado a sus salas una serie de muebles concebidos especialmente por Szekely para la pinacoteca más importante del mundo. “Es todo un logro”, se jacta. Sus diseños no aspiran a ser contemplados en el museo, sino utilizados por los visitantes de ese mismo espacio. “En el origen, la razón de ser de los muebles era sostener o contener, no ser expuestos. En el Louvre, junto a las obras de arte antiguo, esta idea se me impuso como una evidencia”. Su principal inspiración procede de la escultura sedente del faraón Kefrén, tallada hace alrededor de 4.500 años, descubierta hacia 1860 por el arqueólogo francés Auguste Mariette y expuesta hoy en el Museo del Cairo. “Influyó en los tres nuevos asientos y, especialmente, en el del encargado de orientar a los visitantes: una plancha vertical yuxtapuesta a un asiento horizontal. Es decir, el arquetipo de la silla”, afirma el diseñador, que apunta otro interrogante sobre la joya arqueológica original. “¿Quién proporciona esta postura digna y solemne, el rey o el trono? La comodidad es una interdependencia entre nuestro cuerpo animado y el objeto estático que aspira a que uno se adapte momentáneamente al otro”.
Para Szekely, este trono confiere además un estatus particular a los empleados del museo. Y el resto de asientos, concebidos a partir de piezas ensambladas que se pueden reparar o reponer con facilidad, luchan contra la obsolescencia a través de materiales perennes y duraderos: “Madera maciza barnizada, acero, cuero y fieltro trabajados según las reglas del arte”, enumera.
En cierto modo, es como si este desvío hubiera conducido a Szekely al desenlace perfecto: la voluntad de permanencia. A base de desnudez, estos asientos resultan tanto o más poéticos que sus temperamentales obras de los ochenta. El entorno también invita a la interpretación. “Para mí, el Louvre representa el privilegio del encuentro con el otro: la mayoría de las obras expuestas son figuras humanas, algunas de hace miles de años, pero muy cercanas a nosotros por su físico. Todas las obras maestras del Louvre tienen un nexo común: para realizarlas, sus autores tuvieron que emplear mucho tiempo. No son espontáneas, sino el resultado de un largo proceso. Los bajorrelieves de Khorsabad, las pinturas de Goya, la escultura griega, las joyas de la realeza o los esclavos de Miguel Ángel requirieron un tiempo considerable de aprendizaje y de realización. ¿Podría ser que aquí el presente rompiera con el pasado?”. La pregunta queda en el aire como un jeroglífico. Y, en efecto, solo el tiempo podrá responderla.