Quien quiere, no puede: por qué la obesidad se ceba en los más pobres


“Que coman pasteles”. La frase atribuida a María Antonieta ante la escasez de pan durante un periodo de hambruna muestra claramente su distancia y falta de consideración ante las dificultades de los plebeyos. Ahora, las pizzas son los nuevos brioches, pero servidos directamente por los gobernantes. “Que a un niño le den pizza no es un problema. Para ustedes será basura, para esos padres no es basura”.

Con declaraciones como esta, proferidas durante el confinamiento estricto por la pandemia en 2020, la Comunidad de Madrid justificó el cambio de los menús escolares de los niños más vulnerables, los perceptores de la beca comedor, por comida rápida. Que los padres lo considerasen basura o no daba igual, porque no tenían otra opción para alimentar a sus hijos.

Aquello fue especialmente grave porque el exceso de peso y sus problemas asociados se ceban especialmente con las clases más desfavorecidas. Una peor situación laboral, nivel de estudios, estado de salud de los padres y nivel socioeconómico familiar se relacionan con un mayor riesgo de sobrepeso u obesidad en los niños, como recoge el último Estudio Aladino del Ministerio de Consumo.

La falsa dicotomía: o esto, o nada

Nuestro estatus económico se manifiesta en el móvil que llevamos, el coche que conducimos —o no— o el barrio en el que vivimos: no hay mucho ejecutivo del Ibex35 viviendo en Vallecas o en Ciutat Meridiana. Exhibicionismo material aparte, nuestro estado de salud también habla de nuestra situación financiera: a menor renta, más posibilidades tenemos de padecer obesidad (entre otras enfermedades).

Sin sacar la bola de cristal, un vistazo a tu nivel de ingresos puede decirnos si tienes más probabilidades de sufrir exceso de peso, como se expone en Una revisión sistemática de las explicaciones psicosociales de la relación entre el nivel socioeconómico y el índice de masa corporal. Si vamos al detalle y observamos cómo está distribuido ese exceso de peso, investigaciones científicas destacadas confirman que, de regalo, tu composición corporal va a ser peor —menos masa muscular y más masa grasa—, seas un niño, un adulto o una persona mayor.

Puedes padecer malnutrición, un estado agudo o crónico de baja nutrición o sobrenutrición que lleva a cambios de composición corporal y funciones orgánicas disminuidas. “Pues será mejor tener algo que comer que no comer nada”. Susto o muerte, como si fueran las únicas opciones: es la falacia de la falsa dicotomía. Pues claro que es mejor comer lo que sea que no comer. De hecho, en los países en vías de desarrollo las personas con más recursos son las que tienen un mayor peso corporal, porque los ciudadanos con menos ingresos padecen vidas extenuantes y no tienen acceso a alimentos calóricos y nutricionalmente densos, así que la preocupación no es el exceso de peso sino el puro acceso a alimentos.

Pero en los países más ricos plantear esa situación es una falacia, porque tenemos una amplia disponibilidad de alimentos saludables que permiten elaborar dietas nutritivas a buen precio y la relación peso-estatus es justamente la contraria, como se establece en esta revisión sistemática publicada en Appetite. Para más datos, Unicef recoge que en los países ricos los niños en exclusión social son los que tienen mayor riesgo de sobrepeso u obesidad. Algo que, además, puede marcar su salud a lo largo de su vida porque es uno de los principales determinantes de la obesidad en adultos: hasta el 70% de los niños que la padecen, la sufrirán también en su vida adulta. Así que no se trata de “comer mal o no comer”, aunque esta idea cínica sirva de excusa para implantar políticas que, lejos de ayudar a los más vulnerables, ahondan en la desigualdad.

Tu salud depende más de tu código postal (y de tus ingresos) que de tu código genético

El entorno alimentario tiene un impacto determinante en nuestras elecciones, y podemos hacernos una idea de cuál está siendo su capacidad de influencia sabiendo que en España un 41,3% de los menores y hasta un 54,5% de los adultos tienen exceso de peso. Efectivamente: predominan los ambientes obesogénicos y sería un error concebirlos como aspectos aislados de nuestro entorno o anécdotas solitarias en forma de anuncio de bollería en una marquesina de autobús o en los productos insanos de la máquina de vending.

Tener a mano determinados alimentos, la oferta, es uno de los factores que las empresas no dejan pasar para subir sus ventas, y las zonas vulnerables son un buen nicho de mercado. En Madrid, los centros educativos situados en barrios de menos renta tienen mucho más cerca comercios en los que se venden alimentos y bebidas insanas que los que se encuentran en zonas más favorecidas, como se plasma en este estudio. Sales del instituto en tu barrio obrero y a 100 metros te puedes comprar una palmera de chocolate, una bebida energética y quedarte en la casa de apuestas a pasar la tarde. ¡Planazo!

También es más probable que no puedas ir andando a todos los sitios porque algunas zonas no son seguras, o que haya menos áreas deportivas y estés abocado a un mayor sedentarismo. Estas son algunas de las razones que explican que incluso las personas que viven en barrios vulnerables pero que tienen ingresos más elevados, tengan mayor riesgo de exceso de peso. Sin embargo, en el caso contrario la cosa no funciona igual: en Los desiertos alimentarios y las causas de la desigualdad nutricional se recoge que las personas con bajos ingresos que viven en zonas de mayor renta, con una mejor oferta alimentaria, siguen manteniendo una dieta peor. Tener acceso a alimentos saludables no garantiza alimentarse bien.

El entorno obesogénico decide por ti

El entorno alimentario se ha definido en Obesity Reviews como el ambiente físico (accesibilidad, calidad, promoción), económico (coste), político (reglas) y sociocultural (normas y creencias), las condiciones y las oportunidades que influyen sobre las elecciones alimentarias y el estado nutricional de la población. Afecta a cuatro dimensiones: disponibilidad, asequibilidad, accesibilidad y aceptabilidad, de forma que no solo comprende la oferta que tengamos —aunque es un parámetro con un peso innegable—, sino también los factores que nos llevan a demandar ciertos productos.

Ponte en situación: vas a un hipermercado en el que tienes miles de productos a tu alcance, cientos de ellos opciones saludables —frutas, verduras, legumbres, pescados y carnes magras frescos, en conserva o congelados, huevos, frutos secos tostados sin sal, aceite de oliva— pero en tu carro siempre cae una tableta de chocolate, el paquete de yogures de sabores y un par de platos precocinados para cenar por si esta semana llegas tarde a casa. No es la oferta la que falla, sino los condicionantes que te hacen escoger alimentos insanos que acaban en tu despensa. La oferta y los determinantes de la demanda pueden crear un entorno alimentario nefasto: eso es el ambiente obesogénico.

¿Cuáles son estos factores cuando se vive en un barrio vulnerable o se tienen ingresos bajos?

Muchas cosas reman en contra. Si tu trabajo es precario y con horarios imposibles, impactará en tu organización familiar, que es un factor potencial de riesgo de obesidad infantil: si a las seis de la mañana estás camino del metro es poco probable que puedas sentarte a la mesa al estilo Médico de familia. Probablemente, sufras estrés y tengas peor salud mental, lo que, ¿adivinas?, también hace más difícil seguir un buen patrón dietético (1, 2).

No es fácil tener la visión completa de todos los factores que determinan la dieta y cómo se interrelacionan entre ellos. Juan Revenga habló de ello en ¿Por qué es tan difícil controlar nuestro peso?, y mencionó una infografía increíble con la que puedes entender por qué el “balance energético” es mucho más que ese cuento de contabilizar las calorías que entran y las que salen. Utilizando el mismo tipo de gráficos, se acaba de publicar un modelo de diagrama que recopila los elementos que condicionan la ingesta alimentaria específicamente en las personas con menos renta y de barrios más vulnerables, utilizando los datos de una revisión paraguas, que es una investigación científica muy robusta y de calidad.

La idea es sencilla, se toman los dos conceptos básicos, oferta y demanda, y se van desgranando; en la oferta hay determinantes como la producción alimentaria, los costes, el comercio y el acceso geográfico. En la demanda actúan la disponibilidad, asequibilidad percibida, aceptabilidad, economía y recursos familiares, influencias individuales y socioculturales.

A partir de este primer esquema se van desarrollando subesquemas (subsistemas) que van al detalle, fragmentan esos grandes sistemas y muestran mediante flechas cómo unos parámetros afectan a otros y se retroalimentan. Si por tus circunstancias personales puedes cocinar y tienes habilidades culinarias podrás hacer una compra más enfocada a la salud y habrá más alimentos saludables a mano y eso cuenta a tu favor. Pero tu destreza servirá de poco si no tienes tiempo porque te pasas la vida en el transporte público y tienes que ocuparte de dos niños, que es un factor en contra. Así, hasta 60 variables diferentes forman un marco que recoge todos los obstáculos que dinamitan la posibilidad de que puedas comer saludablemente si tienes dificultades económicas.

Ya puedes ir tirando la taza buenrrollista que te dice que “quien quiere, puede”, porque es una simplificación cruel que pone toda la responsabilidad en el individuo: si tienes sobrepeso no es porque no te esfuerces lo suficiente o, subiendo un peldaño en la escala de insensibilidad, porque tus padres cedan a todos tus caprichos y no te alimenten bien. No es una cuestión de voluntad individual: los mayores beneficios no se alcanzan con intervenciones aisladas, sino con políticas sociales integrales que, además, suponen un menor coste (3, 4). Así que dar pizzas, hamburguesas y refrescos como menú a los escolares en mayor riesgo de exclusión es remar con todas las ganas en contra de su salud presente y futura.


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