Iba a castigarles esta semana con una tribuna sesuda sobre las infinitas virtudes del Reglamento de Servicios Digitales (Digital Service Act o DSA en inglés) y del también Reglamento de Mercados Digitales (Digital Markets Act, o DMA), los acorazados jurídicos europeos con los que el comisario Thierry Breton pretende, sin molestar mucho, forrar a auditorías a las grandes tecnológicas bajo la única supervisión de la Comisión Europea. Trescientas y pico páginas, entre pitos y flautas, de tostón incomprensible para el que no haya estado atento a su tramitación. Alegría, en fin, para los abogados que pretendan vivir de ellos y trabajera extenuante para los equipos de compliance que tengan que darle cumplimiento. Pero ¿quién se puede concentrar en nada de importancia y calado con el trajín que se trae Twitter en las últimas semanas? Así lo confieso: yo no. Una no es de piedra y cuando ve que su único placer culpable se puede caer en cualquier momento pierde la poca capacidad de concentración post-pandémica que le quedaba y se despeña por la adictiva búsqueda de la “última de Elon”. El viernes pasado lo entregué a despedirme de mi TL como los borrachos que se sientan en las aceras en plena exaltación de la amistad porque no saben si esta será la última vez que van a querer tanto a ese turras al que, por otro lado, tienen silenciado desde 2019. Intercambiamos teléfonos por DM cantando “El final del verano” con la promesa de volvernos a ver todos en Mastodon, la red social federada que ha visto multiplicarse sus usuarios hasta llegar a siete millones de almas desesperadas por mantener el contacto ante el colapso anunciado.
El que no sea tuitero no entenderá tanta cursilería o tanto catastrofismo, pero las probabilidades de que, para cuando lean esta tribuna, Musk haya tenido otras cuantas ocurrencias que hayan puesto a TW más allá del bien, del mal, y de la perspectiva de una cuenta de resultados saneada, son extraordinariamente altas; que, a pesar del hooliganismo de los que animan al surafricano en sus astracanadas, la tecnología no aguante y se funda en negro sin que nadie de los que quedan tenga el conocimiento necesario para arreglarlo. Por lo pronto, la verificación de doble factor va y viene, y el sistema de control de propiedad intelectual funciona de aquella manera. Ya hay amables tuiteros colgando películas enteras en un hilo a dos minutos de metraje por tuit.
Y es que, como diría una madre pasivoagresiva, hemos sufrido mucho con este chico las últimas semanas. Recapitulemos. Todo empezó como un culebrón venezolano o como una película de tarde en la que a un jugador regulero de Mus se le calienta la boca y canta órdago sin cartas con la esperanza de que nadie se lo quiera. Pero los accionistas de Twitter, hasta la coronilla de él, se lo quieren. El acuerdo es un chollo y la red carga con demasiada responsabilidad así que Musk se ve obligado a comprar para, a continuación, retirarse con una excusa que no le ha valido antes los tribunales. Así pues, estamos ante una operación de control de daños. Simplemente, incumplir le habría salido más caro.
Tomó posesión presentándose en la sede del pájaro azul con un lavabo y despidió a continuación a la mitad de la plantilla y a un 80% de los proveedores, con un claro sesgo ideológico, dejando desprotegida a la compañía frente a los reguladores, al vaciar los departamentos de cumplimiento normativo y moderación. Ya le han mandado recado los Demócratas de EEUU a través de la FTC y la Comisaria de Competencia de la UE, recordándole los compromisos regulatorios que pesan sobre la entidad y las consecuencias de incumplirlos. Sin un plan de negocio claro, ha saltado de un lado a otro como vaca sin cencerro. Primero, la puesta en producción de un sistema de verificación, Twitter Blue, que ha permitido, precisamente, que cualquiera pudiera abrir una cuenta verificada solo con pagar 8 dólares. Varias empresas, la farmacéutica Lilly y la propia Tesla, vieron como los activistas tomaban el control de cuentas verificadas a su nombre y tumbaban su cotización con un solo tuit. Luego, un muro de pago universal, para continuar proponiendo que la red se convierta en una navaja suiza digital que sirva para pagar, identificarte e insultar todo en uno. Mientras, le han dejado plantado casi la totalidad de plantilla cuando les pidió sangre, sudor y lágrimas y ha rehabilitado la cuenta de Trump tras una encuesta tuitera que para sí la quisiera Indra y su sistema de gestión electoral. Y como no hay adultos en la sala, los extremistas campan por sus respetos en pleno ejercicio de matonismo digital. Al menos, en su descargo hay que decir que parece estar eliminando los HT con los que se comerciaba con material de pornografía infantil.
El colapso de Twitter no es el del divertimento de unos cuantos. Es la caída de la sala de prensa universal, de los teletipos en el bolsillo del pantalón, el hundimiento de la plaza pública digital construida sobre los servidores de una empresa privada. Por su ubicuidad, su adopción por parte de casi 250 millones de usuarios en los últimos 16 años, y su condición de archivo público de facto, Twitter es la nueva Biblioteca del Congreso. No hemos visto nada similar y, si aprendemos, no lo volveremos a ver.
La solución no es hacer un armatoste público como sugiere Íñigo Errejón o elevar a los altares a este orate certificado. Me pregunto, tras las loas que vengo leyendo hacia su comportamiento, si hay un nombre para el síndrome que parece sufrir una parte de nuestra sociedad que considera una genialidad todo lo que hace este buen hombre a pesar de contravenir las reglas de la buena gestión empresarial y del trato digno a los trabajadores. Hay una presunción de que si has ganado una cantidad de dinero tan exorbitante es imposible que seas idiota. Deshonesto, heredero, puede, pero tonto no. Lo que hace o está bien o, estando regulinchi, seguro que forma parte de un plan secreto que nos será revelado cuando se cumpla. Y si no se cumple, seguro que la culpa es de la cultura woke, de los vagos que no quieren trabajar, de los demócratas con sus regulaciones, de los europeos con sus reglamentos o del sursumcorda. Pero nunca de un hombre blanco rico, aunque lo que estemos observando sea uno de tantos liderazgos psicopáticos. Musk se ha recluido en la casa de Gran Hermano que es Twitter y nos lo está retransmitiendo en directo.
Esperando a que se haga cuerpo mortal ese plan sin fisuras, aquellos que le prestaron el dinero para la aventura, están vendiendo su crédito a pérdidas, de un 40% concretamente, mientras Moody’s, la agencia de rating, retira la calificación a Twitter por falta de información sobre el estado de la empresa. Es tan tóxico este negocio que la banca prefiere regalarlo, asumir la pérdida, que no es menor, que mantenerla.
Vox populi, vox Dei, nos espetó Musk al devolverle la cuenta a Trump. Yo le pregunto, quo vadis, Elon.
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