En 1999 me encontré por primera vez con el cardenal Ratzinger en la presentación de una revista sobre la historia de los años santos que yo había coordinado. No me sorprendió la amabilidad y sencillez con la que accedió a presentarla, porque esas características suyas eran conocidas.
Muchos en el Vaticano estaban acostumbrados a verlo, vestido como un sacerdote corriente y con su boina negra, mientras cruzaba deprisa la plaza de San Pedro camino al trabajo, saludando a quienes lo reconocían con una leve sonrisa. En otras ocasiones, el cardenal, que se había vuelto muy romano, se detenía a mirar divertido a los gatos que encontraba en sus paseos por las inmediaciones del Vaticano.
Sin embargo, en aquella primera reunión, me llamó la atención que el cardenal hubiera seguido siendo un profesor, acostumbrado a decir lo que pensaba sin filtros, con claridad, animado por la curiosidad, como todo intelectual auténtico. Su lenguaje no era en modo alguno clerical y mucho menos curial, aunque llevaba casi 20 años en la curia, desde que le llamó Juan Pablo II, tras sobrevivir al atentado, y que, a finales de 1981, lo había nombrado prefecto del antiguo Santo Oficio, es decir, guardián de la fe católica.
El teólogo bávaro se convirtió así en el principal asesor teológico del pontífice eslavo y, mucho después, en su sucesor, cuando en 2005, en menos de un día, los cardenales reunidos en cónclave eligieron a un alemán para suceder al papa polaco. Se ponía fin así a las secuelas de la II Guerra Mundial, desencadenada por la agresión a Polonia de la Alemania nazi (y dos semanas después de la Unión Soviética).
A los 16 años, Ratzinger, nacido en una modesta familia católica totalmente ajena al nazismo, participó también en los dos últimos años de la guerra. Cuando era seminarista, fue obligado a servir como auxiliar antiaéreo desde 1943 y más tarde fue enviado a un campo de trabajo; alistado en la infantería, desertó y fue arrestado por los estadounidenses. Reaccionó a su encarcelamiento como un estudiante modelo, componiendo versos griegos a lápiz en un cuaderno. Y a lápiz escribió luego mucho a lo largo de su vida, con una letra diminuta llena de abreviaturas que solo su hermana María y luego su secretaria, Birgit Wansing, podían descifrar y transcribir. Ha dejado obras importantes, entre ellas la trilogía sobre Jesús de Nazaret (2007-2012), escrita cuando ya era papa, pero que consideraba fruto de una investigación personal y, por tanto, criticable.
El hombre al que conocí era amable, pero directo, acostumbrado a ir a lo esencial y que siempre hablaba y escribía con claridad, tal como confirma su testamento, publicado la misma tarde de su muerte, al finalizar el año. Un texto que recuerda las meditaciones de Marco Aurelio, cuando el emperador filósofo, al comienzo del célebre libro, da las gracias a sus padres, pero también a otro extraordinario testamento papal, el de Pablo VI. Y fue el mismo Montini, el papa del Concilio, quien un año antes de su muerte, en 1977, cambió la vida del teólogo de 50 años al nombrarlo arzobispo de Múnich y hacerlo cardenal.
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Ratzinger ya era famoso desde la época del Concilio Vaticano II (1962-1965), en el que había participado como asesor teológico del anciano cardenal Frings, arzobispo de Colonia, importante exponente de la formación reformadora y anticurial. Ratzinger se mantuvo siempre muy abierto, a pesar de la etiqueta de traidor al Vaticano II y luego de gran inquisidor. Tenía una concepción radical de la Iglesia, lastrada, según él, por demasiados aparatos y por la “inmundicia” de los abusos, que denunció el Viernes Santo de 2005, poco antes de ser elegido papa. Crítico con la institución a la que pertenecía, este amable y firme teólogo fue lúcido al prever un futuro minoritario para el catolicismo en un mundo occidental donde la fe se extingue.
Inteligente conocedor de la tradición cristiana, Ratzinger siempre la vio como una realidad en movimiento y abierta al futuro, no como algo inmóvil. En 2012, me permitió anticipar en el Osservatore Romano el prólogo de sus escritos conciliares, publicado unos meses después en su obra completa. En el texto, el papa describe un cristianismo que ya está cansado, pero que el Concilio Vaticano II, del que nunca renegó por considerarlo un desarrollo de la tradición, trató de revitalizar con su “actualización”.
El gobierno nunca fue el punto fuerte de Ratzinger, que confiaba demasiado en algunos colaboradores porque no le ayudaron como debían. En cambio, Benedicto XVI fue muy decidido y eficaz a la hora de afrontar el escándalo de los abusos, sobre todo en el caso del criminal fundador de los legionarios de Cristo y en Irlanda. Asumió faltas que no eran suyas y pidió perdón como cabeza de la Iglesia, aun después de su histórica renuncia al papado.
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