Autora de Wanderlust, un ensayo pionero sobre el redescubrimiento del caminar; de Los hombres me explican cosas, sobre el machismo condescendiente, y de 24 títulos más, la estadounidense Rebecca Solnit (59 años) es una ensayista todoterreno que rompe tópicos. Sostiene que ni las víctimas quedan desprotegidas —se organizan— ni los poderes están siempre para ayudar —tras el huracán Katrina o el terremoto que asoló San Francisco en 1906, las fuerzas del orden fueron responsables de una sexta parte de los muertos—. Habla de criminalizar a las víctimas y de sembrar el pánico para poder imponer la autoridad. En su último libro, Un paraíso en el infierno (Capitán Swing), demuestra cómo la transformación personal y social más profunda tiene lugar durante las grandes catástrofes. “O mejoramos como comunidad o nos autodestruiremos”, advierte desde San Francisco. Al otro lado de la pantalla, se muestra precisa, elocuente. Muy natural.
Pregunta. Hollywood dibuja desastres apocalípticos. Usted encuentra esperanza en el infierno.
Respuesta. La versión de la humanidad que he visto en las catástrofes no es la que nos cuentan. Somos una especie colectiva. Los animales sobreviven cooperando. Un bebé llora y lloran los demás.
P.¿Por qué se perpetúa la idea de competencia?
R. A los regímenes autoritarios les conviene que pensemos que la naturaleza humana es débil, egoísta y violenta y que necesitamos una autoridad fuerte. En las catástrofes la mayoría de las personas se comportan bien, mientras que las élites con frecuencia hacen lo contrario.
P.Cree ciegamente en la gente. ¿No ha tenido malas experiencias?
R. Claro. Y he visto violencia contra las mujeres y racismo. Pero saco esperanza de lo que ha cambiado el mundo desde que nací. En los desastres que he estudiado, los que se comportan mal son quienes asumen que la gente actuará mal para justificar su propio comportamiento. Fui a Nueva Orleans 14 veces tras el huracán Katrina y vi más solidaridad que peligro. Pero se contaron más los miedos que los hechos en periódicos como The New York Times o The Washington Post, además de en la televisión. Parecía que solo estaban dispuestos a creer los peores clichés sobre el comportamiento barbárico. Esa imagen se convirtió en la excusa para enviar un despliegue militar en lugar de ayuda humanitaria. Nueva Orleans se convirtió en una prisión. Había policía y vigilantes disparando a los negros continuamente. Unas 1.500 personas podrían no haber muerto tras ese huracán.
P. Cuenta la misma historia con blancos y un siglo antes.
R. De los 3.000 muertos en el terremoto de San Francisco de 1906, 500 murieron a manos de las fuerzas del orden.
P. ¿La autoridad siempre se equivoca y la sociedad siempre es maltratada?
R. No, pero hay un patrón generalizable sobre cómo la gente corriente y el poder responden ante el desastre.
P. ¿Qué lleva al abuso de autoridad?
R. La ideología. No creer en la humanidad permite a muchos individuos justificar su propio comportamiento violento. Dicen estar protegiendo la vida de los demás cuando están garantizando el statu quo.
P. Critica la ceguera de la prensa.
R. Estaba todo a la vista en Nueva Orleans. Y lo que ocurrió no es lo que se contó. Las víctimas —que perdieron sus casas— fueron convertidas en depredadores. La policía destruyó las reservas de bares cerrados para evitar —dijeron— el pillaje. Es la naturaleza del periodismo: mil personas solidarias no son noticia; una malvada, sí, y al ver a alguien en un periódico sentimos como si representara a la mayoría de la población. En EE UU los asesinos son mayoritariamente blancos. Pero se evita verlo como mayoría. La violencia contra las mujeres es una epidemia y, a pesar de los avances, no tratarlo como epidemia lleva a que cada vez que un exnovio mata a su expareja nos sorprendamos. Hoy hablamos por fin de este patrón como algo habitual, no como una excepción.
P. Usted es periodista.
R. Jamás estaríamos hablando de feminismo, es decir, de igualdad, sin tantas mujeres escribiendo en periódicos.
P. ¿Por qué hay tanta gente pobre apoyando a gobernantes autoritarios?
R. Todo en la sociedad estadounidense se ha construido para que se crea que no podemos confiar los unos en los otros y que necesitamos que los gobernantes impongan el orden. Pero movimientos como Black Lives Matter demuestran la extrema falta de confianza que una gran parte de la población tiene en la autoridad. Cuando le das a la gente demasiada autoridad, termina justificando el uso de la violencia para mantener el orden. Y eso no es orden, es miedo.
P. ¿Toda la policía es corrupta?
R. Aquí la policía es como una pandilla, si te unes a ellos aceptas sus normas. Y sus normas pasan por usar la violencia y reprimir a ciertos sectores, como si los negros fueran una amenaza por el mero hecho de existir.
P. ¿Sin excepción?
R. Hemos visto cómo disparan a hombres desarmados por la espalda. Usted quiere que modere el discurso, y claro que hay excepciones como mujeres negras policías, pero en Estados Unidos la policía es sobre todo una organización que se protege a sí misma antes que a nadie. Sus sindicatos velan por preservarse de las consecuencias de sus errores, justificar la violencia y construir una cultura blanca y supremacista. Como sociedad, estamos debatiendo si queremos seguir así o no.
P. Durante la pandemia, Donald Trump ha desobedecido a la autoridad.
R. Es divertido. Los hombres protestantes han acaparado aquí el poder durante 240 años. Pero la posible llegada al poder de personas no blancas o no cristianas les hace verse a sí mismos como una minoría oprimida. Toda la carrera política de Trump apela a eso: no a mantener el poder —que es algo legítimo—, sino a impedir que nadie con otro color, religión o sexo acceda a él. Pero nuestro futuro demográfico es otro: no habrá una mayoría blanca y protestante.
P. ¿Qué va a pasar el martes?
R. Si las elecciones son limpias, es casi imposible que Trump gane.
P. Parecía imposible en 2016.
R. Eso hizo confundir el 85% de posibilidades de Hillary Clinton con un 100%. Mucha gente pensó que no hacía falta votar porque ella no les gustaba. Luego se sorprendieron.
P. ¿Usted no?
R. No. Lo inesperado pasa continuamente. Trump ganó porque, con propuestas racistas y misóginas, la televisión lo presentó como un triunfador: el hombre de éxito hecho a sí mismo. Hoy el país está peor. Muchas personas lo han abandonado. Si las elecciones son libres y justas, Joe Biden y Kamala Harris vencerán. Pero está claro que Trump no aspira a ganar unas elecciones justas. Se propone construir el caos y beneficiarse de él. Por eso la pregunta es: ¿habrá violencia generalizada si pierde o se respetará el deseo mayoritario?
P. ¿De qué depende?
R. De la resistencia civil pacífica, del comportamiento de los demócratas y de que los republicanos estén, o no, dispuestos a apoyar un golpe de Estado ilegal. He estudiado la guerra civil española y veo que Trump es un cruce entre un payaso ebrio y un posible Franco. No es suficientemente disciplinado para ser autoritario, pero le encantaría dejar de regirse por la Constitución y convertirse en dictador para ser sucedido por sus hijos.
P. Considera las redes sociales el crac de esta generación.
R. Uno acaba perdiendo el control sobre uno mismo. Bolsonaro fue presidente de Brasil gracias a YouTube.
P. Sus conferencias están en YouTube y estamos hablando por Skype.
R. Una excavadora puede construir un orfanato o ir contra la gente. No es la herramienta, es para lo que se usa. A esas empresas no les molesta vender sus herramientas a individuos que pretenden destruir la prensa o la diversidad. No impiden que los negacionistas del cambio climático las usen. Siempre he estado orgullosa de lo que San Francisco representaba en EE UU: ecologismo, derechos de los homosexuales…, y ahora somos conocidos por Facebook, Google o Apple, que han violado la intimidad de sus usuarios y han desinformado.
P. En sus libros habla del amor público frente al amor privado.
R. No estoy contra el amor entre individuos, pero lo hemos idealizado —la mitad de las películas de Hollywood son romances— de una manera que no hemos celebrado el amor público. Quise estudiar cuánto necesitamos pertenecer a una comunidad. La vida gana sentido con esa relación. Los desastres acercan la utopía colectiva.
P. La utopía es inalcanzable por definición.
R. Claro. No hay utopía, hay momentos utópicos. Eduardo Galeano dice que uno camina hacia ella pero no consigue llegar. Ese camino nos mejora. En México, tras el terremoto de 1985, gran parte de la población valoró los lazos civiles y desconfió de la autoridad. Terminaron rompiendo el monopolio del PRI. Si crees que la utopía se puede alcanzar, hablas de la Unión Soviética, donde ya hemos visto qué ocurre. Pero es importante recordar la satisfacción que hallamos al ayudar y ser ayudados.
P. William James describió la solidaridad como una energía dormida que despierta en situaciones extremas. ¿Cómo la descubrió usted?
R. Tenía 15 años cuando en San Francisco sufrimos una sequía. De aquello recuerdo más solidaridad que falta de agua. Lo mismo tras el terremoto de 1989. Era como si todo el mundo supiera lo que tenía que hacer: ayudar. Yo misma me transformé: se me olvidó con quién estaba enfadada. Al investigar sobre el terremoto de 1906 comprobé que había pasado lo mismo. Cuando llegó el huracán Katrina decidí ir a ver qué pasaba. El desastre ilumina. Creemos que nuestros problemas son personales, pero son colectivos. Oxfam ha advertido de grandes catástrofes. Es mejor que las afrontemos unidos.
P. En esta segunda ola de coronavirus muchos contagios se producen en fiestas.
R. Nos comportamos de acuerdo con nuestras creencias. Si crees en el bien colectivo, te pones mascarilla. Si defiendes la libertad individual por encima del cuidado de unos a otros, la rechazas.
P. Como su presidente.
R. Exacto. La extrema derecha ha convertido aquí las mascarillas en una forma de opresión. Pero también hay un colectivo de mujeres de origen asiático que ha cosido más de 100.000 para grupos vulnerables.
P. Muchas catástrofes nos igualan, pero el coronavirus no: hay personas que no pueden teletrabajar.
R. Cualquier desastre es peor para los pobres. Si un terremoto destroza tu casa, ¿quién va a poder pagarse un hotel? Ahora hay gente acostumbrada al servicio doméstico que ha tenido que convertirse en profesora de sus hijos. Su vida ha sido muy diferente a la de quienes decidimos no tener hijos. La mayoría de las mujeres ha soportado más peso que los hombres porque casi todos ellos no asumen aún el 50% del trabajo doméstico. Debemos afrontarlo incluso si somos nosotras las que los excusamos. Una mujer nunca hace bastante. Y cualquier cosa que haga el hombre para la casa es maravillosa, heroica.
P. En sus ensayos mezcla el alzhéimer de su madre con el Che Guevara. ¿Es una forma de esconderse?
R. La psicología y el psicoanálisis nos han llevado a contar historias de una manera egocéntrica, desconectando de lo que nos rodea. El individualismo es una ficción. Física, ecológica, nutritiva, laboral e intelectualmente los humanos formamos redes. Explico nuestra historia entretejida con otras. Trato de demostrar que no somos solo lo que pasa por nuestra cabeza.
P. El alzhéimer transformó su relación con su madre.
R. Mucha de su memoria era resentimiento y expectativas poco realistas sobre mí. Había crecido en una cultura que consideraba que una madre existe para cuidar a sus hijos y una hija para cuidar a su madre. Quería que fuera su madre, su cuidadora y su mejor amiga. Y también quería poder sacar su rabia conmigo porque no se atrevía a enfrentarse a los hombres. Cuando perdió la memoria, perdió también ese enfado. Y empezó a tratarme como a mis hermanos. Una historia puede ser una puerta de escape, pero también una prisión que te enjaule.
P. ¿Que se sintiera discriminada como niña la empujó a mirar a quienes son discriminados?
R. Para un niño es muy difícil darse cuenta de que las cosas pueden ser de otra manera porque quien no te está tratando bien es quien, a su vez, te está enseñando valores. Pero me interesé por lo que se dejaba de contar. Vivir en un barrio mayoritariamente habitado por negros cuando tenía 19 años me hizo ver. Llegué allí porque era barato y necesitaba irme de casa. Me quedé 25 años. Aprendí mucho sobre prejuicios. Cuando crecí, nos aseguraban que los nativos americanos habían desaparecido y que no habían sido muchos, pero en 1992 se rebelaron contra el quinto centenario de la llegada de Cristóbal Colón a América. Fueron conquistando derechos, incluido el de ser visibles. Eso cambió la historia. Y me dio esperanza. Gente que ha sido oprimida durante siglos pasó de sobrevivir a intentar contar su historia y por lo tanto a cambiar la historia con mayúsculas. El trabajo no ha acabado. Pero he visto éxitos en busca de la verdad.
P. Se fue a vivir a París con 17 años.
R. Quería una educación mejor… y también alejarme de mi familia y de un novio que tenía.
P. ¿Quién le pagó el viaje?
R. Recibí una herencia de 2.000 dólares y pedí prestado a un hermano. En París trabajé y viví con 150 dólares al mes. Se podría decir que me fui de casa.
P. The New Yorker escribió que es una huésped de la pobreza, no una habitante.
R. Es cierto que crecí como clase media. Pero al irme con 17 años conocí la escasez. Aunque era más fácil ser pobre y la vivienda era barata, viví gastando lo mínimo. Hoy valoro este tiempo como una escuela. Me doy cuenta de que mucha gente que me rodea no aprecia lo que representa poderse comprar un sándwich sin pensárselo dos veces. La pobreza es una trampa que genera mucha ansiedad, pero te obliga a elegir constantemente. Los pobres toman decisiones a diario.
P. Ha escrito que si hubiera tenido marido, o hijos, no hubiera podido escribir sus 25 ensayos.
R. Tal vez con un marido que no esperara que le hiciera el desayuno… He publicado mucho porque he trabajado mucho, pero no he tenido las responsabilidades que otras personas quieren.
P. Thoreau escribió que no nos encontramos hasta que estamos perdidos. En Wanderlust habla de esa necesidad.
R. Caminar por la naturaleza te lleva a conocerte. Hacerlo por una ciudad te lleva a conocer a otros.
P. ¿Qué necesita uno para perderse?
R. Confiar en sí mismo. Estar dispuesto a ir más allá de lo que conoce. Los teléfonos inteligentes han hecho que se obedezca a las máquinas. Probar otra cosa es enriquecedor. Descubrir el mundo es descubrirse a uno mismo.
P. ¿Es feliz?
R. No soy fan de la felicidad. Mucha gente cree que debería ser un estado ininterrumpido al que se llega evitando cualquier problema. Eso hace que ignoren las injusticias y el sufrimiento ajeno. Muchos infelices no saben reconocer que necesitan implicarse con los demás porque no es un valor que hoy se celebre y creen que el sentido llegará a sus vidas con experiencias personales en lugar de involucrarse con los demás. Comprometerse con otros seres es muy contrario a la cultura capitalista individualista, que parece decir que solo necesitamos cosas bonitas.
P. ¿Qué siente tratando de mejorar la vida de los demás?
R. Un sentido que va más allá de la felicidad. Hace poco murió la juez Ruth Bader. ¿Fue feliz? Seguro que no pasó tanto tiempo como otras personas organizando pícnics o comprándose vestidos, pero creo que siempre sintió que su vida estaba contribuyendo a mejorar la sociedad. Tendemos a preguntarnos si nos quieren en lugar de plantearnos si amamos lo que nos rodea.
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