Regla número 1 para infieles y árbitros: la verdad flota


Solo dos tipos de persona son capaces de negar la evidencia una y mil veces con tal de que la vida siga inalterada a pesar de haberla cagado estrepitosamente: los infieles y los árbitros. La máxima para los primeros aconseja desmentirlo ad infinitum caiga quien caiga. Para los segundos, la ilusión de infalibilidad, reforzada hoy por la pseudociencia del VAR, sostiene todavía la frágil magia del juego. Si un trencilla la pifia, el error no puede desvelar en ningún caso que es humano y víctima como cualquier mortal de los fallos que acechan algo tan delicado como la reputación personal. Funciona igual que la Santísima Trinidad, aunque en este caso sean cuatro, si contamos al que señala los cambios. Por eso fue tan extraordinario lo que sucedió el pasado lunes al final del Milan-Spezia.

El novato Marco Serra, que arbitraba su noveno partido en la Serie A a sus 39 años, corrió hacia la línea de fondo y pitó falta a Rebic sin reparar en que la ley de la ventaja había permitido al rossonero Junior Messias anotar el tanto que daba la victoria al Milan en el minuto 92. Gol mal anulado. Los jugadores del Milan se lanzaron contra él como motos. Y el árbitro, que se había dado cuenta del error, no tuvo más remedio que excusarse avergonzado. El problema es que en la jugada siguiente, en el límite del 96, el Spezia marcó y cambió lo que habría sido una victoria rossonera por una derrota. Serra enfiló el túnel de vestuarios deshecho y rompió a llorar cuando llegó a su taquilla. Lo más sorprendente de la historia es que los jugadores del Milan, encabezados por Ibrahimovic, fueron a consolarle cuando vieron que se derrumbaba. Aunque les hubiera costado el partido. “Todos cometemos errores”, le dijeron.

La historia recordará a algunos millenials a aquella moraleja distópica del Robocop de Paul Verhoeven. Un hombre que es capaz de sangrar por el costado, por muchos accesorios tecnológicos que lleve a cuestas, siempre será más humano impartiendo justicia que un robot. De modo que frente al VAR, a esas líneas imaginarias del fuera de juego que nadie sabe cómo se trazan y a los pinganillos, ahí está la fragilidad en carne y hueso de Marco Serra, convertido en aquel policía llamado Alex Murphy que ponía en jaque el nuevo paradigma de seguridad en Detroit. Algo así vino a decir Stefano Pioli, entrenador del Milan, tras el encuentro. “El árbitro pidió perdón. Lo sentimos por la persona, se dio cuenta enseguida de su error y hay poco que hacer. Yo lo siento, pero perdimos los tres puntos”. Y el liderato de la Serie A, que el Milan se disputa a cara de perro con el Inter.

La magnitud del evento, como siempre, trasciende a la anécdota. El colegio de árbitros italiano, en un gesto insólito, ha pedido también perdón por aquello. Serra se pasará unas semanas en la sala del VAR (el purgatorio convertido en teletrabajo arbitral) y luego volverá a la Serie B a expiar sus pecados. Nacido en 1982, el tipo trabaja en una empresa de finanzas y había fantaseado con ser futbolista, como tantos árbitros. “Soñé durante años ser futbolista. Pero con el paso del tiempo la pasión disminuía cada vez más. Y lo dejé. Un día mi tío me dijo: ‘¿Por qué no te haces árbitro?’. Lo probé y fue más bonito que jugar”. Puede sonar triste, pero del desencanto emanan a veces emociones tan legítimas como las que configura la pasión.

El caso Serra ha sido portada de todos los periódicos italianos esta semana. Y la pregunta siempre es la misma. ¿Es posible rectificar un error arbitral? Pues sí. Gianluca Rocchi, el presidente del colegio de árbitros italianos, lo hizo en una situación parecida en la que marcó Thiago Motta (el lunes en el banquillo del Spezia y entonces jugador del Genoa) hace 13 años. Y también es posible pedir perdón y aceptar los errores sin tener que negar la evidencia una y mil veces. A menos, claro, que la pifia la cometa un robot.

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