Regreso al presente. Apuntes para otra relación energética con Rusia


2050. La UE es neutra en emisiones de carbono y goza de autonomía estratégica frente a Rusia, cuyas exportaciones de gas y petróleo son residuales. La fuerte reducción europea de importaciones fósiles por fin ha frenado la enorme transferencia de rentas de sus consumidores al oligopolio energético ruso y sus oligarcas (incidentalmente, provocando un éxodo de futbolistas de las ligas europeas). También ha diezmado unos ingresos fiscales incapaces de encontrar recursos alternativos suficientes para sostener la proyección militar y económica del pasado, limitando así las ambiciones y aventurerismo geopolítico de sus líderes. ¿Cómo fue posible? ¿Qué se hizo bien? La respuesta corta es con un gran esfuerzo de ciudadanos, empresas y gobiernos durante varias generaciones, haciendo todos muchas cosas rápido y muy bien.

Al volver la vista atrás a la relación energética europea con Rusia, en concreto al 1 de enero de 2006, la tarea debió parecer hercúlea a los europeos de su tiempo. Ese día, Gazprom cortó el suministro de gas a Ucrania tras un largo y agrio contencioso político de precios, que aquella quería quintuplicar. El corte afectó a varios países europeos en plena ola de frío y alertó a todos los Estados miembros de la UE, que exigieron medidas radicales para reducir urgentemente la vulnerabilidad ante Rusia y otros petroestados que se empezaba a vislumbrar. Se empezó por lo más fácil en una Unión digna de tal nombre: integrar plenamente el mercado energético europeo con interconexiones de electricidad y gas para hacerlo más resiliente a futuros choques de oferta y acelerar el despliegue interno de las tecnologías más competitivas y la investigación en aquellas todavía inmaduras, como el almacenamiento, la movilidad eléctrica, las redes inteligentes y el hidrógeno. Respecto a lo primero, se aumentó la flexibilidad haciendo reversibles los gasoductos de los países del Este más dependientes y con menor capacidad de negociación, aumentando sus interconexiones eléctricas. También se desbloquearon rápidamente (¡por fin!) las interconexiones de gas y electricidad de la península Ibérica con el resto de Europa, así como las de los demás países mediterráneos. En el plano exterior, se diversificó allá donde se pudo: cantidades más o menos moderadas adicionales de gas y petróleo fueron aseguradas contractualmente en el Caspio, el Mediterráneo, Oriente Medio, África y América Latina. Las terminales atlánticas de regasificación existentes y los nuevos gasoductos e interconexiones permitieron canalizar el gas natural licuado (GNL) importado al resto del continente mientras se construían nuevas plantas. Respecto a lo segundo, parte del consenso de la UE consistió en compensar las reticencias ambientales de los miembros del Este con la reducción de su vulnerabilidad ante Rusia.

En 2014, la Unión de la Energía era una realidad y contaba con un mercado integrado e interconectado con reservas estratégicas operativas. Había diversificado sus importaciones de gas, siquiera modestamente, aumentado la capacidad instalada de renovables y propulsado a la industria europea. Junto con criterios de gobernanza y competencia más estrictos, la UE consiguió achicar el dominio ruso sobre el mercado europeo del gas y esbozar una estrategia de sustitución parcial basada en el hidrógeno verde. Cuando ese mismo año Rusia invadió parte de Ucrania y anexionó Crimea como respuesta al Euromaidán, Europa estaba mejor preparada para resistir al enésimo chantaje energético. Impresionados por el fervor europeísta y democrático del pueblo ucraniano, los Estados miembros reaccionaron de nuevo de manera ejemplar. Se canceló el Nord Stream 2, se aplicaron sanciones al sector energético ruso y se reguló rigurosamente a las compañías integradas. En paralelo, aumentaron las interconexiones con Ucrania y la financiación para modernizar y descarbonizar su ineficiente sector energético. La UE llegó a la Cumbre del Clima de París de 2015 con una transición energética avanzada y en años sucesivos aprobó paquete energético tras paquete, excluyó el gas natural de la taxonomía de inversiones sostenibles y financió esquemas masivos de autoconsumo y eficiencia a los hogares. Cuando la pandemia de 2020 arrasó la economía, los paquetes de recuperación rápida y solidariamente aprobados exigieron un contenido 100% climático (no el 37% como inicialmente se propuso). Al remitir la pandemia, aumentar la demanda mundial de gas y reavivarse las tensiones en su flanco este, Europa se encontraba en una posición energética y económica relativamente favorable para afrontar el choque de precios. No hubo cortes de suministro ni racionamientos de demanda, y la escalada de precios del gas fue amortiguada por su peso menguante en la matriz eléctrica gracias a las renovables.

Acelerando la historia, la UE superó sobradamente su objetivo de descarbonización del 55% para 2030, y finalmente ha alcanzado la neutralidad fijada en su estrategia de largo plazo a 2050. Las tendencias se han consolidado y la geopolítica euroasiática, no sólo de la energía, hace lustros que ya no es lo que era. La UE ha reducido significativamente sus importaciones de energía y las ha diversificado hacia cantidades relativamente menores de hidrógeno y electricidad verdes bajo estrictos criterios de sostenibilidad. Pero no todo está perdido para Rusia. Todavía le quedan 10 años por delante hasta que en 2060 llegue la neutralidad carbónica a China, que lleva décadas absorbiendo parte del gas y petróleo que Europa ha ido dejando de importar. El coste ha sido enorme, pues ha sido necesario construir nuevos gasoductos y oleoductos desde los distantes yacimientos occidentales rusos que antes abastecían a la vecina Europa. China se ha confirmado además como un cliente más incómodo, pues prescindiendo de estatus geopolíticos, los equilibrios económicos tampoco son favorables a la oligarquía fósil rusa. Acostumbrada a ejercer impunemente en el pasado su posición dominante en unos mercados de gas europeos fragmentados, debe ahora tratar con el Estado chino en vez de con una multitud de empresas privadas de países enfrentados. El pulso entre monopolio ruso y monopsonio chino se ha saldado por ahora en favor de China y su mayor capacidad de negociación, como dicta la teoría económica sobre el monopolio bilateral. Rusia siente nostalgia por esa maraña ahora casi varada de ductos con nombres evocadores de la Guerra Fría: Luces del Norte, Hermandad, Soyuz… Los de la Paz Fría tienen nombres más corrientes, quizás porque se sabía que unos se construirían (Nord Stream 1) y otros no (el 2, el Turkish Stream o el White Stream). Algunos se han reconvertido a hidrógeno verde, pero Rusia ha desarrollado muy lentamente su gran potencial renovable y sabe que sólo podrá hacerlo con la tecnología y financiación europea, como antaño le ocurrió con gas y petróleo. También que, puestos a depender de un compañero de transición energética, mejor hacerlo de una pequeña península occidental euroasiática que del hegemón chino.

De vuelta al presente, toca hacer balance. No es necesario publicar al pie la solución al juego de las comparaciones, pues aparte de unos progresos en materia de transición todavía insuficientes se ha hecho más bien poco: apenas la reversión de flujos en el Este, alguna terminal de GNL y la cancelación del White Stream. El ejercicio de backcasting, con toda su frivolidad, expone el tiempo perdido en minimizar la vulnerabilidad energética europea para maximizar su autonomía estratégica. Se dice en nuestro presente que, para Europa, enfrentarse a Rusia con el gas de por medio es pegarse un tiro en el pie (energético y económico, se entiende; los de verdad llevan disparándose desde 2014). En nuestro improvisado contrafactual, los europeos de 2006 no reaccionaron así, sino con determinación, unidad y alineando valores e intereses con visión estratégica. Quizás podamos aprender de esos europeos imaginarios y las muchas cosas que hicieron bien y rápido, aunque sea con 15 años de retraso sobre el futuro previsto.

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