Laura Tiefenthaler, en la cima del Eiger tras su ascenso en solitario.
La pared norte del Eiger, en los Alpes suizos, observa casi 1.800 metros de desnivel y en los años 30 del pasado siglo fue el teatro de los horrores del alpinismo. De hecho, hasta los años 60, por cada dos escaladores que intentaban ascender su infinita pared, uno fallecía. El muro, terriblemente sombrío, cóncavo, parece dibujado para tragarse las voluntades de los que aspiran a recorrer sus entrañas.
Hace 30 años, en 1992, la francesa Catherine Destivelle reservó una habitación en el hotel de la estación del tren cremallera de Kleine Scheiddeg. Desde su terraza, provistos de prismáticos, los turistas asistieron durante años a las desgracias y terrores de los alpinistas, tan cerca de la civilización como aislados en el microcosmos de la cara norte del Eiger. Así que cuando la dueña del hotel supo que Destivelle no se alojaba para esquiar al día siguiente sino para hacer algo que nadie había hecho antes, la acogió con una frialdad inusitada. “La señora estaba harta de tanta desgracia”, explicaría Destivelle.
No hubo drama al día siguiente, sino un capítulo brillante en la historia del alpinismo: Destivelle se convirtió en la primera persona en recorrer la vía Heckmair (abierta en 1938) en el día, en solitario y sin reconocimiento previo de la pared. Varios hombres la habían escalado en solitario con anterioridad, algunos en el día, otros en varias jornadas, pero todos conocían los recovecos de la ruta, lo que supone una ventaja psicológica enorme. “No quería que me tratasen como una mujer alpinista sino como una alpinista. Y para eso quería hacer una primera: ser el primer ser humano en escalar a vista y en solitario la norte del Eiger”, explicaba hace escasas fechas la francesa en un podcast disponible en Spotify. “Las mujeres, sobre todo las más fotogénicas, teníamos ventaja en este mundo del alpinismo porque nos habíamos prodigado tan poco que casi cualquier cosa que hiciésemos tendría el titular de ‘primera mujer’. No quería usurpar ningún lugar. Quería mi propio espacio en el mundo del alpinismo y que se me respetase por ello”. Destivelle lo logró y su aura se hizo tan enorme que ha habido que esperar 30 años para encontrar a otra mujer que se atreviese a escalar en solitario la cara norte del Eiger.
El pasado 25 de marzo, la austriaca Laura Tiefenthaler, completó la ruta original en unas 15 horas, tres menos de las invertidas por Catherine Destivelle hace 30 años. Pero Destivelle no considera que la austriaca haya firmado una repetición, sino “una ascensión diferente”, según explicó a la revista online Alpine Mag. Según la francesa, el hecho de que Tiefenthaler ya conociese la ruta (la había escalado días atrás con una compañera) resta el mérito de hacerlo adentrándose en terreno desconocido. El matiz, en su opinión, es muy importante.
La norte del Eiger resulta tan intimidante, que pocos pueden dormir a su sombra. Hace 30 años, Destivelle se obligó a escalar sin prisas para no cometer errores pero reconocería que los primeros metros de la ruta los escaló al ralentí tratando de expulsar el miedo y todos los fantasmas que la perseguían. Su plan B pasaba por rapelar la ruta, por lo que incluyó un par de cuerdas y material de autoprotección en su mochila. Un peso exagerado, máxime cuando escaló el 95 % de la vía en solo integral. Muy cerca del final de la ruta, en las fisuras de salida, se autoaseguró en un paso. Ya era de noche y sopesó la posibilidad de vivaquear, pero temió sufrir congelaciones y ser incapaz de escalar al amanecer. Con las manos heladas, siguió rascando metros a la pared. A las once de la noche, alcanzó la cima, donde se encontró a una persona durmiendo en su saco de plumas: era su amigo Jeff Lowe, que había ascendido por una ruta sencilla para ayudarla en caso de necesidad. Curiosamente, Laura Tiefenthaler también tuvo que autoasegurarse en el mismo punto donde lo hizo Destivelle, y también reconoce que trató siempre de priorizar la seguridad sobre la velocidad. Cabe recordar que Ueli Steck ostenta el récord de velocidad de esta ruta: 2 horas y 22 minutos.
Con todo, la ascensión de Destivelle fue menos asombrosa que su aproximación al reto. La francesa era una estrella absoluta de la escalada en roca, ganadora de la primera competición de la historia, en 1985, y capaz de enfrentarse a los retos alpinos de roca más importantes de la época. A la edad de 14 años escuchó por vez primera las leyendas dramáticas de la norte del Eiger, y la aseveración siguiente: “Uno no puede llamarse alpinista hasta que no escala la norte del Eiger”. Se prometió que un día sería alpinista.
En 1991, Destivelle se concedió un año para prepararse para el Eiger. Contactó con el famoso escalador de hielo Jeff Lowe y le pidió que fuese su mentor. Con él aprendió a escalar en hielo y mixto. “Pero cuando llegué al Eiger me faltaba experiencia. La experiencia solo llega con el paso del tiempo y yo apenas había invertido un año en ser alpinista”, reconoce la francesa. “No me fiaba de los piolets, ni de los crampones: temía que se rompiesen. Estaba acostumbrada a sentir la roca con mis dedos o con la goma de los pies de gato. Tuve que vencer mis miedos porque necesitaba cumplir con ese sueño”, reconoce. La presencia de la muerte, su posibilidad tangible, siempre invadió sus pensamientos, incluso los más optimistas: “Cuando los alpinistas mueren en montaña todos dicen que murieron en el sitio donde deseaban estar. Yo en cambio adoro la montaña pero no todo el rato: deseo volver a casa, es lo que más feliz me hace”.
Tras dejar atrás el Eiger, Destivelle estuvo 10 días en París de plató en plató, de entrevista en entrevista, lamentando perder la excelente forma física que había alcanzado. Nada cortó su impulso. Enseguida escalaría en solitario la norte de las Grandes Jorasses y la del Cervino. Con la perspectiva del paso del tiempo, Destivelle, 61 años y una editorial a su cargo, reconoce que entonces “necesitaba demostrar algo. Me gané el respeto de los alpinistas. Porque no hice trampas”. Esa pasión que la llevó a acometer retos impresionantes en los 80 y los 90 tiene, a su entender, un origen reconocible y sumamente sencillo: “El gesto de escalar es un regreso permanente a una infancia que se resiste a morir”.
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