Renzi empuja a Italia al límite de la crisis de gobierno

El presidente de Italia, Sergio Mattarella, en una imagen de 2019.
El presidente de Italia, Sergio Mattarella, en una imagen de 2019.Ettore Ferrari / AP

El Palacio del Quirinal se construyó en el siglo XVI como segunda residencia papal. Con la caída de los Estados Pontificios y la unificación de Italia pasó a ser sede de la monarquía y luego de la presidencia de la República. Los ecos vaticanos, sin embargo, resuenan a veces todavía en la sutil y firme forma de hacer de su inquilino. Las últimas semanas en Italia ilustran perfectamente la enorme relevancia que cobra en los momentos de mayor fragilidad. En medio del caos y con un Parlamento fracturado, cuando el país afronta el mayor reto tras la Segunda Guerra Mundial, Sergio Mattarella (Palermo, 79 años) es la última frontera de un Estado que, pese a todo, siempre sigue en pie.

Mattarella es uno de los últimos representantes de la vieja Democracia Cristiana. Hermano de Piersanti Mattarella, gobernador de Sicilia asesinado por la Cosa Nostra el día de Reyes de 1980, fue elegido por el Parlamento de Italia en febrero de 2015. Fue el as en la manga del entonces primer ministro, Matteo Renzi, para impedir la llegada de Giuliano Amato, que ya habían acordado a sus espaldas Massimo D’Alema y Silvio Berlusconi dentro del llamado pacto del Nazareno —por la calle donde está la sede del Partido Democrático (PD) en Roma—. Il Cavaliere, que ya ha vuelto a comenzar sus maniobras y sigue soñando con ocupar él mismo ese puesto, estaba harto de Giorgio Napolitano, a quien consideraba un rojo peligroso y quería asegurarse un periodo de tranquilidad. Pero se impuso el nombre de Renzi. El tiempo ha demostrado que se equivocaba pensando que Mattarella podía sentirse en deuda.

La relación, explican quienes tratan con ambos, se rompió cuando Renzi dimitió en diciembre de 2016 pensando que se convocarían elecciones y recuperaría con más fuerza el puesto de primer ministro. Mattarella, poco amigo de movimientos personalistas de palacio, impidió que se disolvieran las cámaras y apostó por la figura de Paolo Gentiloni como relevo. Fue la primera intervención en la legislatura para evitar un descalabro, como recuerda el politólogo Roberto D’Alimonte. “Su poder es muy relevante: puede disolver las cámaras y nombrar al presidente del Consejo y a los ministros. En esta fase política hemos entrado en un sistema semipresidencial, no parlamentario puro. Cuando impidió que Paolo Savona fuera ministro de Economía [la apuesta antieuropea del entonces ministro del Interior, Matteo Salvini, en 2018], los italianos se dieron cuenta de ello. El presidente de la República tuvo que explicarlo en televisión porque se hizo de manera demasiado explícita”.

El mandato de Mattarella ha sido agitado y determinante en muchos momentos. Ha vivido cuatro Ejecutivos distintos y estuvo a punto de formar un Gobierno técnico. Pero su relación es buena con casi todos sus protagonistas. Habla a menudo con el primer ministro, Giuseppe Conte; con el responsable de Exteriores, Luigi Di Maio; con Salvini o con Gianni Letta, infatigable y brillante asesor de Berlusconi, con quien resulta más fluida la comunicación. En el Quirinal recuerdan que la legislatura empezó con un Ejecutivo en el que un partido quería salir del euro —el Movimiento 5 Estrellas (M5S)— y el otro de la Unión Europea —la Liga—. Uno con pulsiones filorrusas y el otro inclinado a contentar a China. Mattarella logró contener esa deriva.

La elección del jefe de Estado, fijada cada siete años para no interferir en los ciclos electorales parlamentarios, es un momento crucial que determina el flujo y el carácter de muchas decisiones políticas. Nadie quiere quedarse sin silla cuando la música deja de sonar. Desde hace algunas semanas, incluido el duelo entre Renzi y Conte que amenazaba con una crisis de Gobierno, los grandes movimientos esconden un objetivo: llegar a 2022 bien colocados para participar en esa decisión. Un horizonte que mantiene unido a un Ejecutivo formado por cuatro partidos al que le llevan saltando las costuras ya algunos meses. “Era eso, o permitir que el próximo jefe de Estado lo eligiese Matteo Salvini”, admite un diputado de la cúpula del PD.

La carrera ha empezado. Pero será difícil encontrar un nombre de consenso y algunos insisten en que Mattarella podría repetir, tal y como se le propuso a su predecesor (Giorgio Napolitano). En su entorno, sin embargo, suena “imposible”. “El presidente no quiere volver a ser elegido”, opina una persona que despacha con él. Tendrá ya 80 años cuando se discuta la cuestión y se ve demasiado mayor. Además, deslizan, siete años son demasiados. “Habría sumado ya 14 y superar los 9 que se permite a los presidentes del Tribunal Constitucional sería ir demasiado allá”. Otra cosa sería si se produjese una fórmula de dos años, algo que Mattarella no pediría. Además, no convendría a los partidos de izquierda, que verían cómo eligen a un presidente que podría ser sustituido por el siguiente Gobierno —probablemente de derechas— cuando llegase al poder.

Los dos socios mayoritarios del Gobierno, el M5S y el PD, deberán ponerse de acuerdo en un nombre. Y Renzi, que sostiene la alianza con un buen puñado de parlamentarios de su partido, Italia Viva, también querrá opinar y venderá muy caro su apoyo. El PD tiene ya una lista de nombres. Suena el actual ministro de Cultura y punto de referencia moral entre los socialdemócratas, Dario Franceschini. También el presidente del Parlamento Europeo, David Sassoli (él se deja querer) y el exalcalde de Roma Walter Veltroni. Incluso hay quien apunta al ex primer ministro Enrico Letta, y al exgobernador del BCE Mario Draghi (este lograría seducir a una parte del centroderecha). Pero ninguno, por supuesto, es del agrado de los grillinos, que querrían a un candidato de ruptura y, preferiblemente, que fuese una mujer. Un perfil que encajaría con Marta Cartabia, expresidenta del Tribunal Constitucional.

El mandato de Mattarella, admiten todos los partidos, ha sido hasta ahora ejemplar. “Será muy complicado encontrar un relevo a su altura en este momento”. Su figura representa hoy la reserva de un perfil y un carácter político en extinción para ocupar un lugar tan silencioso y determinante como el Palacio del Quirinal.


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