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Resistencia gastronómica: evitar los ultraprocesados

Frente a la comida rápida se impone la búsqueda de lo auténtico en la mesa. De todas las emociones, la tristeza es la más artista. El inventario de canciones que recrean abatimiento y climas de nostalgia no tiene fin ni termina de ampliarse. Y parece que lo que más nos angustia a los humanos es la pérdida. Voces, guitarras, pinceles y poemas ilustran creaciones dedicadas a los estragos de la ausencia de un amor, un amigo, un tiempo pasado o una tierra.

Lo que llama la atención es que si todas las manifestaciones de naturaleza creativa han dejado obras consagradas a la tristeza, ¿por qué la cocina se ha aislado de esa corriente general? La respuesta es que la cocina debe ser felicidad. Aludiendo a esto, el chef Gastón Acurio declaró: “El poeta triste escribe poemas y te hace llorar. El pintor triste pinta cuadros y te logra emocionar. Al cocinero triste… le está prohibido cocinar”. Otra clave la da el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince en su Tratado de culinaria para mujeres tristes. Este intento falaz de hechicería, como lo describe él mismo, provee de antídotos frente a dolencias emocionales de todo tipo, que se resuelven, cuando menos en parte, con recomendaciones de índole gastronómica: “Dos sillas y una mesa, un paté de hígado de ave, tostadas de pan fresco y trigo íntegro, una botella helada de vino de Sauternes y, frente a ti, la cara del amigo, de la amiga, el rostro que conoces, uno de esos que con solo verlos nos devuelven la calma”.

Probablemente ahí esté el quid del asunto: la buena comida transforma un momento en algo gozoso, y más si va acompañada de una conversación de igual forma cocinada. Porque no hay nada más animado que un dialogo sobre productos, platos, viajes y experiencias; sobre esa expresión de la cultura que acoge tanta cultura llamada cocina. ¿A quién no le gusta hablar de lo que le hace sentir bien? Es evidente que charlar sobre gastronomía amplía los conocimientos, aporta pistas, abre opciones, provoca. Y como somos tan sociales como miméticos, simplemente atendiendo, contemplando, codiciando, nos instruimos y educamos. Algunos trabajos apuntan a que hablar de cocina impacta en la voluntad y en la subsiguiente toma de decisiones concernientes a cómo nos alimentamos. Y es que la sobremesa productiva, por inspiración, puede cambiar el guion nutricional y mejorar el bienestar a largo plazo de quien participa en ella. Esa es la alegría, lejos de la tristeza en la mesa.

Sin embargo, frente a ese mundo #foodporn de las redes sociales con fotografías de platos impecablemente iluminados, elaboraciones suculentas y atractivas que exponen un universo placentero y exquisito, se ha manifestado su contrario: la realidad acompañada del hashtag sadfood, o, lo que es lo mismo, comida triste. Todo un registro de alimentos ultraprocesados de escasa calidad, bocados industriales, calorías vacías y condimentos plagados de azúcar. Ahí se presentan lastimosas salchichas escoltadas por salsas de colores chillones, decaídas hojas de lechuga en táperes de plástico o desdichados discos de carne molida y reseca simulando hamburguesas. El edén de la incultura alimentaria, ornamentado con botes de plástico, sopas de sobre, envases de pet (polietileno) transparente o desafortunados recipientes desde donde se consume la funesta oferta para engañar al estómago, todo aderezado con festivas sonrisas y semillas de sésamo. Un mundo de microondas, televisores y comodidad, almidones modificados y colorantes que estiran las porciones y acortan el precio. Por esta razón, reconquistar felicidad en la mesa frente a esa realidad triste quizá sea el acto de mayor resistencia que se puede proponer. Felicidad, qué bonito sabor tienes. —eps


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