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Retorno a la Edad Media


Tanto Max Weber como Ortega y Gasset reclamaron la aplicación al ejercicio de la política del sentido común, por más que sea el menos común de los sentidos. El alemán describió además las cualidades que deben adornar a los profesionales del poder o los aspirantes a ocuparlo: pasión y mesura. En la política mundial —no digamos en la nuestra— vivimos hoy el triunfo de las pasiones y la dominación del absurdo. Hasta el punto que ni siquiera Valle-Inclán hubiera imaginado un esperpento como el que los diputados en Cortes representaron para su vergüenza la semana pasada.

Aunque de esperpento hablamos bien podría calificarse igualmente de sainete, drama, vodevil, mojiganga o farsa. Convertido el hemiciclo en un desordenado y bullicioso corral de comedias, conviene interrogarse sobre a quienes representan estas damas y caballeros cuya pasión única parece la ambición de poder, olvidada la mesura a la que obliga la responsabilidad de sus cargos.

Mucho se ha escrito sobre los severos daños que la clase política viene provocando a las instituciones. Del Rey abajo, ninguna parece al abrigo de su instrumentación por parte de las cúpulas de los partidos. La Jefatura del Estado y la independencia judicial padecen ataques que conturban la consideración de España como una democracia madura. En las Cortes sus variopintos habitantes acostumbran sobre todo a adular o insultar —según los casos— al Gobierno antes que a ejercer el control de sus acciones. Los fines y procedimientos parlamentarios se ven violentados por la actitud irresponsable y servil de muchos diputados, la debilidad y sectarismo de quien les preside y la ausencia del mínimo respeto que la ética y estética de la democracia exigen.

La inexistencia de debate político, intercambio de propuestas, o transversalidad y rigor en los discursos, refleja la ausencia del comportamiento exigible a nuestros legisladores. De las dos famosas categorías éticas descritas por Max Weber, la de la convicción y la de la responsabilidad, ninguna suscita mayor entusiasmo o compromiso por parte de los partidos centrales. Se diría que están más interesados en vivir de la política que para la política: en obtener, ejercer y mantener el poder a no importa qué precio, antes que en la consecución de la estabilidad democrática inherente a cualquier proyecto de transformación social que respete la libertad y dignidad de las personas. Cada cual a su manera, no ejercen ni la ética de la convicción —esa norma intocable de que el fin no justifica los medios— ni la de la responsabilidad, que obliga a gobernar para los intereses generales sin menoscabo de las minorías. Paradójicamente solo parecen obrar de acuerdo a sus convicciones los partidos antisistema. O sea, los independentistas irredentos y xenófobos; aquellos quienes llamaban a ocupar el Congreso; los abanderados del españolismo o el antiespañolismo fanático; los herederos de la violencia asesina contra los defensores de las libertades, y, en definitiva, los dinamitadores de la democracia desde el interior de la misma.

Esta agresión a la democracia desde sus propias instituciones básicas es un fenómeno que afecta a toda la civilización occidental, por más que obviamente adquiera perfiles locales. La fragmentación política, el populismo, los particularismos identitarios, el relegamiento del Parlamento, la ruptura del monopolio de la fuerza legítima por parte de los Estados, nos están devolviendo a una especie de nueva Edad Media. La posmodernidad de la que presumimos es bien parecida a la premodernidad que el mundo civilizado superó hace siglos. El escenario actual nos conduce a una situación en la que ha de convivir el poder feudal de los poderosos, de cualquier catadura ideológica, con las aspiraciones de los pueblos llamados bárbaros, desposeídos como están sus habitantes de derechos y de esperanza.

En el caso español no es solo trágico este espectáculo parlamentario que vulnera las expectativas, deseos y reclamos de la voluntad popular. Hay también comportamientos para morirse de risa. Llama la atención la cantidad de errores que pueden cometer las señoras y señores diputados a la hora de ejercer su voto. Quién sabe si su desaliño informático se produce también cuando autorizan pagos a sus bancos. Habrá que incluirles de cualquier modo en los cursos de formación que reclama la tercera edad, engañada, manipulada y absorta por los artilugios tecnológicos de las entidades financieras. Que al menos dos presidentes del Gobierno, Rajoy y Sánchez, hayan votado contra sus propios deseos por no saber qué botón apretar, indica como mínimo una cierta dislexia cognitiva, un daltonismo preocupante o un déficit de atención incompatibles con las funciones del cargo. Lo que nos lleva a la necesidad de un debate sobre la eventual delegación del voto, prohibida en la Constitución pero permitida en democracias de mayor solera que la nuestra. O cuando menos sobre las garantías a adoptar cuando no es presencial. El sufragio a distancia puede verse sometido a toda clase de coacciones, desde las ambientales hasta las más violentas. No cabe duda de que en la votación del jueves pasado se vulneró la letra del reglamento de la Cámara en cuanto a la comprobación telefónica del voto emitido por el señor Casero, tan apegado como está su apellido al domicilio particular. La justicia determinará si este requisito fue legítimamente invalidado por una abstrusa circular del secretario del Congreso, comunicando la derogación del procedimiento excepcional establecido con motivo de la pandemia. Por lo demás, aunque parece obvio que el incidente es fruto del error humano, resulta conmovedora la risueña afirmación de los servicios de la Cámara de que su tecnología funciona a la perfección. Cuando menos debería solicitarse una auditoría independiente. Eso sí, la única que pudo corregir sus equivocaciones sin empacho alguno fue la presidenta del Congreso que en menos de un minuto derogó y convalidó sin solución de continuidad el decreto sometido a la decisión de los diputados.

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Gregorio Peces Barba relata en sus memorias que llamó al orden al presidente Felipe González, pese a militar ambos en el mismo partido, cuando calificó de histrión al portavoz popular Miguel Herrero. “Le ruego que vuelva a la cortesía parlamentaria”, le instó. “Sí, perdón, señor presidente”, respondió el primer ministro, y presentó excusas. Quizás no sea necesaria tanta exigencia en los tiempos que corren, pero la señora Batet debería tratar de evitar cualquier apariencia de sectarismo en sus comportamientos como presidenta del Parlamento. Hoy la acusan de vulnerar el derecho al voto de un diputado de la oposición y de amparar un pucherazo en las votaciones. Por su parte los socialistas afirman que el PP cometió un cohecho comprando las voluntades de los diputados navarros. Aseveraciones todas ellas que entran de lleno en el terreno de lo delictivo. Claro que a unos y otros les protege la inmunidad parlamentaria.

Por último, nuestro retorno a la Edad Media se escenifica en un teatrillo de baja calidad moral y estética. Para corregir su brutalidad en el lenguaje, recomiendo inspirarse en Cervantes, cuyos personajes anuncian los del actual empeño: desde Rufián el dichoso, o la Olalla española, hasta Pedro de Urdemalas. De este podría recuperarse su fórmula para ser buen comediante: “De gran memoria, primero; segundo, de suelta lengua… (y) …ha de recitar de modo / con tanta industria y cordura/que se vuelva en la figura/ que hace de todo (y) en todo”.

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