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Robinsones del verbo: grandes autores de los diccionarios más personales

Cuando Manuel Seco —el llorado creador del Diccionario del español actual, fallecido el 16 de diciembre— vio en 1999 su obra impresa, culminaba un proceso que, con un equipo mínimo, había durado 30 años. Nos apresuraremos a advertir que la caracterización de ciertos lexicógrafos como Robinsones solitarios no deja de ser una licencia poética: algunos de ellos tuvieron sus Viernes, que les prestaron ayuda, y todos, sin excepción, aunque fueran innovadores en sus diccionarios concretos, se aprovecharon de la tradición precedente (aunque no fuera más que para no incurrir en sus mismos errores)… Cuatro titanes de la lexicografía hispana nos acompañarán por este recorrido lleno de trabajos y zozobras.

Sebastián de Covarrubias

Uno de los primeros, Sebastián de Covarrubias (1539-1613), es otro caso de soledad y ahínco. Su Tesoro de la lengua castellana o española, publicado en 1611, partía del Vocabulario español-latino, de Nebrija, al que añadió una ingente información etimológica y enciclopédica, con numerosas anécdotas, refranes… No sabemos mucho sobre el método que siguió, mientras continuaba con sus deberes de canónigo en Cuenca. De su obra se deduce que fue redactada según el orden en el que las palabras aparecerían en el Tesoro: las entradas de las primeras letras son mucho más extensas que las posteriores.

‘Tesoro de la lengua castellana o española’ de Sebastián de Covarrubias, en la Biblioteca Nacional.Alvaro Garcia

Ignoramos cuándo exactamente empezaría su tarea, aunque a finales de 1606 redactaba la entrada de “Catalina”, escrita en la fiesta de la santa. En 1609 afirma que ya había invertido “muchos años” en su trabajo (o quizás es que se le habían hecho larguísimos). La angustia de no acabar el diccionario se manifiesta en distintos lugares. En “catarro” introduce un refrán sobre su sinónimo “romadizo” por “si no pudiera llegar a sacar en limpio la letra R”. Ese “sacar en limpio” parece indicar que (como es lógico) tendría un acopio de datos sobre muchas palabras, probablemente en fichas, y como paso final las ordenaría y redactaría. Y concluye: “La obra es muy larga y la vida corta”, sensación frecuente entre los autores de diccionarios.

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Julio Casares

Julio Casares (1877-1964), de carrera diplomática (estuvo destinado en Japón) y gran políglota, concibió en 1915 un Diccionario ideológico, que permitiera ir, como decía, “de la idea a la palabra y de la palabra a la idea”. Sería un diccionario como no existía en español, acicate que sintieron todos estos creadores solitarios. Tendría tres partes: una sinóptica (un mapa del saber humano en 38 categorías), otra analógica (listas de palabras y locuciones agrupadas por afinidades: sinónimos, antónimos…) y otra alfabética (tipo diccionario tradicional). En 1921 presentó su “Nuevo concepto del diccionario” en su discurso de entrada en la Real Academia.

El lexicógrafo y critico literario español Julio Casares, en los años cincuenta.EFE

La Editorial Calleja se interesó al principio por su obra, pero rescindió el contrato en 1925. Por suerte encontró acogida inmediata en Gustavo Gili. En 1936, y tras 22 años de trabajo, la obra estaba lista para imprimirse cuando estalló la Guerra Civil. El original del diccionario estaba repartido entre el editor en Barcelona y la casa de Julio Casares en Madrid. “Cuando al día siguiente de la terminación de la guerra en Madrid, me acercaba con el corazón encogido a lo que había sido mi hogar, aún se veían a derecha e izquierda del camino, como hojas secas de un otoño maldito mis pobres papeletas descoloridas y arrugadas….”.

Arruinado y con su obra destruida tras la contienda, Casares renunció a proseguir, pero su editor le convenció de que podía rehacer su trabajo, y en noviembre de 1942, tras 25 años de labores, salía el diccionario, que aún es útil y apreciado. Casares llevó sobre sí todo el peso del trabajo, pero en algunos momentos contó con dos auxiliares, y en su casa su mujer y su hija le ayudaban por la noche.

María Moliner

María Moliner (1900-1981) se formó como filóloga y lexicógrafa en el Estudio de Filología de Aragón, donde colaboró en la realización del Diccionario aragonés. Luego consiguió el título de archivera y bibliotecaria, y trabajó en distintos organismos. Durante la República colaboró en las Misiones Pedagógicas, y al acabar la guerra fue represaliada, con su marido. Creó su Diccionario de uso del español en su casa, trabajando durante 15 años, y se publicó en 1966-1967. Madrugaba, trabajaba y luego iba a la biblioteca de la Escuela de Ingenieros Industriales, de la que era directora. Una característica de todos estos creadores prácticamente solitarios es que además cumplían los deberes profesionales que les permitían ganarse el sustento. En alguna ocasión tuvo dos ayudantes, que le preparaban el trabajo del día siguiente, y contó con la ayuda de su hija: la incansable labor de los lexicógrafos salpicó con frecuencia a sus familiares.

La filóloga y lexicógrafa María Moliner.

Su obra, que sigue siendo de utilidad, estaba agrupada por clases de palabras (más que ser puramente alfabética), y unía nuevas definiciones, que mejoraban las de la Academia, a observaciones semánticas y gramaticales. Estaba orientada a la utilización de los recursos de la lengua, y la marca de distintos niveles de uso y la abundante información semántica y sintáctica provocó una complejidad tipográfica que puso en juego toda la pericia de la Editorial Gredos, que fue su destino desde el principio. Colaboraron en la edición un preparador de originales, un linotipista, un cajista y dos correctoras: los diccionarios modernos se hacen también en las editoriales.

Manuel Seco

Manuel Seco (1928-2021) concibió su diccionario en el verano de 1969. A finales de año presento su proyecto de Diccionario del español actual a la Editorial Aguilar, de Madrid, con quien firmó un contrato. 10 años después difundió su plan en un artículo: El primer diccionario sincrónico del español: características y estado actual de los trabajos. Allí anunciaba que había redactado íntegramente 16 de las 27 letras de que constaba. Este diccionario iba a ser creado no a partir de otros, que era lo habitual, sino con ejemplos directamente extraídos de la lengua escrita: prensa, obras literarias e incluso folletos y catálogos, todos españoles: la lengua de América quedaría para más adelante. El acopio de citas de fuentes diferentes (llegaron a vaciar 1.600 publicaciones, más miles de números de 800 revistas) se haría manualmente, en parte por problemas económicos, que desaconsejaban la utilización de medios informáticos, y en parte por la idea de mantener un equipo reducido (Olimpia Andrés en la redacción, y un documentalista). El trabajo empezó por las palabras más usadas, según una lista de frecuencias, y luego continuó letra tras letra, dejando para el final la “a”, porque contiene muchas palabras que dependen de otras (amoral, amotinarse…).

El filólogo Manuel Seco momentos antes de recibir el XXIX Premio Internacional Menéndez Pelayo, en un acto celebrado en el Paraninfo de La Magdalena, en 2015.Esteban Cobo (EFE)

En 1982, la editorial Aguilar, que había proporcionado una secretaria y un espacio para la redacción, quebraba, y siguieron años de zozobra hasta que en 1986 el grupo Timón compró la editorial, se instalaron las cajas de fichas en el nuevo edificio, y se pactó la informatización del trabajo ya hecho, con un equipo que seguiría la obra hasta la impresión. En 1999 salían los dos volúmenes, 30 años después de la presentación del proyecto. En 1979, Manuel Seco agradecía a su maestro Rafael Lapesa que le hubiera dado facilidades en el horario de su trabajo, en el Diccionario histórico de la Academia, para poderse dedicar al Español actual. Estos titanes de la lexicografía, como queda dicho, trabajaban muchísimo…


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