Después de años, la pista que lleva a Zurmat es de nuevo transitable pese al infierno que sigue suponiendo para los vehículos. Pero los conductores de los camiones, que apenas pueden pisar el acelerador en algunos tramos, sorprendentemente no se preocupan del peligroso bamboleo de su carga. Ahora pueden decir que van despacio, pero seguros. Hasta hace poco, y durante décadas, en este camino han impuesto su ley las minas, los explosivos, los secuestros, los ataques y la interminable guerra. Guerra que mantiene todavía hoy en el olvido el asfaltado pese a ser la vía principal que lleva de la provincia de Paktia a la de Paktika.
Los talibanes se hicieron con Zurmat el pasado 2 de julio dejando detrás un reguero de asesinatos entre cargos locales, miembros de las Fuerzas de Seguridad y civiles. Entonces, con ellos al mando, la violencia empezó a esfumarse, pero la semilla del odio había echado ya profundas raíces en una población rota.
Ahora cantan victoria con un acto popular y multitudinario al que asisten miles de personas, entre ellos dos ministros del nuevo Gobierno, algunos de la dictadura de 1996 a 2001 e históricos guerrilleros. Una verdadera romería yihadista con claros tintes electorales y propagandísticos en un sitio en el que nadie sabe cuándo volverán las elecciones. Una fiesta en la que se rinde homenaje a lo que ellos consideran shahid (mártir), es decir, los muertos por su causa. Muchos aparecen representados en lonas o carteles. De los del otro bando, ni rastro.
Desde el estrado se tira de épica. “Nosotros, el Emirato Islámico de Afganistán compartimos nuestras más profundas condolencias con las familias de los mártires, soldados de la yihad, que dieron sus vidas por el islam. Estados Unidos y sus aliados fracasaron”, alza su voz Zabiullah Mujahid, portavoz del gobierno talibán y viceministro de Información y Cultura. “EE UU y sus aliados oprimieron a nuestro pueblo. Bombardearon nuestras casas, destruyeron nuestras mezquitas y madrasas (escuelas coránicas). Mataron a nuestros inocentes niños afganos y nunca perdonaremos ni olvidaremos”. Algunos miembros de la comitiva oficial observan al único reportero extranjero como si fuera un marciano. No saben cómo ha llegado a un evento a unas cuatro horas por carretera de Kabul al que no ha sido convocado.
Los niños en bicicleta o jugando al fútbol se alternan por el camino que lleva a Zurmat con los agujeros de las explosiones, los puestos militares destruidos y los poblados de barro en ruinas. A la izquierda asoman las vecinas montañas de Shahi-kot, enclave plagado de cuevas que nunca fue dominado por los soviéticos en los años ochenta del pasado siglo. Un santuario yihadista en el que cientos de talibanes e integrantes de Al Qaeda murieron en la operación Anaconda desarrollada por las tropas internacionales junto al ejército local en 2002. Algunos de los capturados con vida acabaron en la prisión estadounidense de Guantánamo. Todos son objeto de veneración entre los peregrinos de Zurmat.
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Ese valle y esos montes convertidos en mítico campo de batalla jalona gran parte del discurso de Mujahid. “Shahi-kot fue el lugar más grande y desafiante de la sagrada yihad frente a Estados Unidos y las tropas de la OTAN. Los muyahidines y los talibanes comenzaron la yihad desde este valle”, pero “Estados Unidos usó su mayor poder (…) y nunca tuvo éxito. Muchos helicópteros, aviones, aviones militares cayeron derribados por la resistencia”, alardea el portavoz del Gobierno del Emirato, Mujahid.
Grandes carpas levantadas en medio de una explanada cobijan a los asistentes, casi todos sentados en el suelo delante de un estrado con un atril. Prima la estética del momento, hombres barbudos ataviados con ropa tradicional y turbante y jóvenes armados hasta los dientes vestidos de camuflaje. Entre el público, los guerrilleros se colocan a un lado, cada uno con su Kaláshnikov en la alfombra que cubre la tierra, y el resto del pueblo, a otro. Hay un lugar especial reservado para que los alumnos de escuelas coránicas tomen bien nota de todo.
Pese a lo multitudinario del festejo, no se ve ni una sola mujer. En el exterior esperan decenas de ollas enormes de arroz con cordero. Unos metros más allá, están aparcadas cientos de motos, principal medio de transporte de los talibanes en el Afganistán rural. Todo un símbolo.
Aparece también como una de las estrellas de la ceremonia Abdul Latif Mansur, actual ministro del Agua y la Energía, uno de los negociadores de los talibanes en Catar y titular de la cartera de Agricultura del primer gobierno talibán. Pertenece a la conocida como red Mansur, que se disputa en esta provincia con la red Haqqani la influencia bajo el paraguas talibán. Ambas organizaciones son importantes pilares de la insurgencia y el terror en Afganistán. Han perdido decenas de seguidores en Paktia y sus alrededores, y son también los responsables de numerosas muertes, entre ellas ciudadanos que nada tenían que ver con el conflicto. Preguntados al respecto, algunos corren en Zurmat un tupido velo negando una evidencia que, ahora que ocupan el poder, se vuelve incómoda.
“Atacaron Afganistán para destruir la red de Al Qaeda, pero el líder de Al Qaeda estaba en otro país (en referencia a Pakistán) y fue asesinado allí. Nos preguntamos por qué nuestro pueblo pagó los errores de Al Qaeda. ¿Por qué Estados Unidos y el mundo culpan al Afganistán para apoyar a Al Qaeda?”, arenga desde el estrado el ministro Mansur, que juega en casa. “Pero afortunadamente el poder de los muyahidines afganos aumentó día a día”.
“Hoy Afganistán se enfrenta a sanciones internacionales, congelan nuestro dinero, detienen la ayuda humanitaria y todos los vuelos comerciales” pero “la lucha ha terminado ya. Unámonos y construyamos un futuro brillante para nuestra próxima generación”, reclama optimista Zabiullah Mujahid. Dos días después, el viceministro comprueba que la lucha sigue. Un atentado contra la mezquita de Kabul donde se celebraba el funeral por la muerte de su madre deja varios muertos. Todo apunta al Estado Islámico.
Zurmat ha sido apodada a veces como la pequeña Kandahar —bastión histórico de los talibanes— por su prolija nómina de líderes fundamentalistas, especialmente vinculados a la red Mansur. Este distrito, tradicionalmente disputado entre las autoridades y los yihadistas, está considerado una de las cunas de la resistencia afgana frente a la ocupación del país por parte de extranjeros. En esta zona, a unos 150 kilómetros al sur de Kabul y próxima a la frontera paquistaní, las batallas se han librado casi de forma ininterrumpida a lo largo de las últimas décadas. Los atentados, los asesinatos, los secuestros, las operaciones militares o el cobro de extorsiones han estado a la orden del día hasta hace escasas semanas. Los muertos se cuentan por cientos en ambos bandos y en casi todas las familias en un goteo que dura cuatro décadas.
Algunos fueron civiles asesinados durante oscuras operaciones de las tropas internacionales o locales, denuncian algunas investigaciones. Esas ejecuciones no hacían más que soliviantar a una población cuyas últimas generaciones no conocen nada parecido a la paz. En una de esas intervenciones, seis hombres fueron asesinados en Zurmat en la noche del 30 de diciembre de 2018.
Fue un ataque del que las autoridades locales responsabilizan a una milicia apoyada por la CIA, algo que EE UU negó. Ghulam Mohammad, muyahidín en Shahikot y antiguo jefe de policía de Zurmat, perdió a dos hermanos, dos sobrinos y un yerno además de a un vecino. Es uno de los asistentes al homenaje a los mártires y defiende sin pestañear la yihad emprendida por los Mansur. “Dios nos ayudará a mantener este país estable”, afirma convencido de la bondad de la victoria de los talibanes y del apoyo que recibirán de alá para sacar el Emirato adelante.
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