La otra vida de la civilización soviética

Algunos acontecimientos históricos pueden verse como estallidos que generan una onda expansiva que se propaga, en el tiempo y en el espacio, más allá de la muerte del ordenamiento político en el que se encarnaron. Es el caso de la URSS, un proyecto que, según señala el historiador Karl Schlögel, no fue solo un sistema político, sino un modo de vida, un conjunto de prácticas y valores: una civilización. “Las tradiciones de cultura política, de comportamiento, de relaciones humanas sobreviven al colapso de las estructuras políticas”, observa Schlögel (Alemania, 1948) durante una entrevista concedida recientemente en Madrid. Es este uno de los pilares conceptuales sobre los que descansa El siglo soviético (Galaxia Gutenberg), un gran viaje que cartografía los restos del naufragio que Vladímir Putin calificó como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX.

La esmerada atención de Schlögel se centra en decenas de aspectos del universo soviético ―desde los ferrocarriles a las viviendas comunitarias, desde la enciclopedia soviética al desarrollo industrial―; evita una narración cronológica de conjunto, y opta por una aproximación por capítulos específicos que ilumina génesis, desarrollo, madurez y senectud de más de medio centenar de rasgos de esa utopía, algunos trascendentales, otros anecdóticos pero siempre ilustrativos. Es en buena medida el retrato de un mundo perdido, de una cultura derrotada, de un espíritu evanescente. Pero no es una autopsia. A medida en que el historiador reconstruye, se entrevén a contraluz líneas de fuga que ayudan a descifrar el espacio pos-soviético contemporáneo, un mundo convulso, que todavía no ha alcanzado la estabilización tras la caída del imperio hace tres décadas. A medida en que se reflexiona, se percibe la fuerza brutal que ciertas historias ejercen en el presente.

La cultura política de fondo es obviamente uno de los elementos centrales de influencia del mundo soviético en el tiempo presente. “El hecho de que durante siete décadas no hubo oportunidad para la emergencia del pluralismo, para la afirmación de la sociedad civil, es un condicionante de gran peso. La apatía política, la expectativa de que las instituciones lo deciden todo, la escasa consideración de la responsabilidad individual, la desconfianza hacia los líderes y otros sentimientos que se afianzaron en la etapa soviética siguen siendo muy fuertes”, dice Schlögel, especializado en historia de Europa de Este y autor, entre otras obras, de Terror y utopía (Acantilado).

El uso interesado por parte de los líderes rusos actuales de la experiencia soviética ―y, más en general, del pasado imperial― es otro elemento poderoso a través del que la historia influencia el presente. “Por un lado, el liderazgo es bastante hábil en utilizar el tipo de cultura política que procede del pasado e instrumentalizarlo en su agenda política. Saben que hay un gran deseo de estabilidad después de una fase muy turbulenta y movilizan astutamente todos los sentimientos relacionados con un futuro incierto”, comenta el historiador. “Por otro lado, replican la táctica de la construcción de un presunto enemigo exterior que pretende rodear la URSS (entonces) y la Rusia pos-soviética (ahora). Vladímir Putin es un maestro en agitar ciertos sentimientos, como presuntas humillaciones que Occidente pretendería infligir a los rusos”, prosigue el autor. La nostalgia de un pasado grandioso, el temor a potencias hostiles, la construcción de una imagen de patria como gran fortaleza protectora: los sentimientos clave del tiempo actual tienen una conexión fortísima con el pasado.

Ciudadanos soviéticos hacían cola para entrar en una tienda de Siberia en 1991.
Ciudadanos soviéticos hacían cola para entrar en una tienda de Siberia en 1991.Corbis/VCG via Getty Images Peter Turnley (Corbis/VCG via Getty Images)

La búsqueda de conexiones políticas internacionales y la agitación propagandística son otros rasgos de cultura política que, con debido aggiornamento, parecen venir de lejos y sobrevivir en el presente. El intento histórico de vinculación e influencia a través de la ideología comunista que Moscú llevó a cabo con partidos afines asentados en otros países ve ahora una réplica con aproximaciones interesadas con aroma a conservadurismo tradicionalista, ideologías nacionalistas, valores ortodoxos. La interferencia propagandística o la recopilación de informaciones comprometedoras ―el célebre kompromat― se mantienen hoy como entonces como herramientas de primer plano, aunque muy evolucionadas en las formas.

Hay elementos de continuidad menos visibles que las grandes estrategias de los líderes. “Un factor que no debe subestimarse es que, si bien ahora hay millones de rusos que han tenido la oportunidad de viajar al exterior y comparar, la mayoría de la población no ha salido. Esto es otro fuerte elemento de continuidad”, considera Schlögel.

El siglo soviético explora una plétora de derivadas del impacto de la utopía soviética en la vida cotidianas de las personas. Como es obvio, gran parte son experiencias finiquitadas, como el compartir retrete y cocina en las viviendas comunitarias, donde todavía en el año 1970 seguía viviendo un 40% de los habitantes de Moscú. La forma de vida ha cambiado, pero hay rasgos que de todas formas resuenan con viveza. El historiador narra en su capítulo dedicado al transiberiano cómo en aquella época los trenes se convirtieron en un pequeño espacio de libertad. En los largos recorridos, los viajeros, confiados por la certidumbre de que jamás volverían a ver a sus ocasionales compañeros de trayecto, intercambiaban con ellos impresiones, informaciones con cierta apertura. “En ese régimen no había posibilidad de forjar una auténtica contracultura; pero sí se estableció un segundo espacio más allá de los canales oficiales. Lo había entonces, y lo hay ahora”, dice Schlögel.

En Rusia representa un reto enorme hacer crecer, vertebrar ese segundo espacio ante un liderazgo que lo obstaculiza. “El problema es cómo crear una esfera pública donde la ciudadanía puede articular sus deseos, sus demandas, si las instituciones centrales están enteramente en las manos del círculo dirigente. Cómo conectar diferentes movimientos, atmósferas, en las diferentes partes de este enorme territorio, con distancias enormes no solo en términos geográficos si no social”, argumenta el historiador.

“El fin de la URSS no es solo el final del proyecto soviético, sino el colapso de un proyecto imperial más amplio. Organizar el desmontaje de un imperio es algo extraordinariamente difícil. La historia nos enseña que muy a menudo esto ha producido circunstancias dramáticas. La gestión de la descolonización requiere sentido de estado excepcional. Putin no es esa figura. Usa experiencias dramáticas, esos sentimientos, usa las debilidades de los vecinos, de Europa, de Occidente. Tiene habilidad para crecer usando las debilidades de los demás. Pero no tiene un proyecto de país”, considera el autor.

La onda expansiva de la fallecida utopía soviética y del imperio del que fue el colágeno final sigue haciendo temblar buena parte de Europa. No solo las que fueranbrepúblicas ―Georgia y Ucrania invadidas, Bielorrusia semicontrolada, los países bálticos que sufren interferencias―, sino también países de aquel lado del telón de acero para los que el gigante ruso es un condicionante central. La forma de vivir ha cambiado. El imperio soviético es un mundo perdido, pero el legado de esa civilización sigue, de alguna manera, circulando en las venas de un inmenso territorio.


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