Romper la lógica de la confrontación

Carteles electorales de los candidatos a la presidencia de la comunidad de Madrid.
Carteles electorales de los candidatos a la presidencia de la comunidad de Madrid.Víctor Sainz / EL PAÍS

La política en España está marcada, desde hace demasiado tiempo, por un carrusel de campañas electorales que apenas dejan espacio para definir los ejes sobre los que vertebrar el futuro de nuestro país. Hablamos mucho de la galería de hombres y mujeres que están en política, del mapa de partidos que aparecen y languidecen, de si existen incentivos para lograr acuerdos de gobernabilidad o de cuándo los ciudadanos serán convocados de nuevo a las urnas… Sin embargo, apenas reservamos espacio para analizar aquellos elementos que deberían ser la expresión nuclear de la conversación pública. Y las consecuencias de no hacerlo resultan particularmente costosas al convertir la política en un ejercicio estéril marcado por una constante lucha de y por el poder.

Todo ello encuentra su justificación en una multitud de causas, pero quiero detenerme en, al menos, dos. La primera conecta con este permanente estado de tensión electoral en el que vivimos que inevitablemente modifica las lógicas de funcionamiento más virtuosas de la política. Las elecciones son la expresión de una dialéctica consistente en antagonizar planteamientos, propuestas y soluciones con el propósito de enfatizar la diferencia con el contrario para, desde ahí, captar la atención del mayor número de votantes. Esta forma de hacer no tiene mayores consecuencias cuando los ciclos electores vienen acompañados de periodos de tiempo suficientemente amplios para que Gobierno y oposición reorienten sus conductas hacia lógicas de colaboración facilitadoras de acuerdos. Pero… ¿Qué ocurre cuándo las elecciones no son la consecuencia del agotamiento de un mandato, sino una variable más en la agenda de quien gobierna? La respuesta es obvia: nunca desaparece ese espíritu de confrontación entre actores que tanto dificulta el surgimiento de una relación colaborativa.

Esta lógica perversa de confrontación resta eficacia a la propia acción de Gobierno para desarrollar una agenda conducente a ofrecer resultados de impacto en la vida de los ciudadanos, lo que nos conduce a la segunda cuestión. Así, tendemos a vincular la capacidad de acción del Gobierno con la fortaleza de la mayoría que lo sustenta. Aunque la importancia de este elemento no puede discutirse, requiere matización cuando la política opera en un escenario de fragmentación tan elevada. En estos casos, la estabilidad también está directamente unida a la capacidad que desarrollen Gobierno y oposición para cultivar espacios de encuentro. Solo así resulta posible ensanchar suficientemente los apoyos hasta construir un espacio firme capaz de respaldar las decisiones más importantes y hacerlas sostenibles en el tiempo en forma de políticas públicas robustas.

Esta fórmula virtuosa de hacer política no niega el derecho de la oposición a visibilizar una alternativa de Gobierno, pero la hace también copartícipe de la responsabilidad de las decisiones que permiten anticipar el país de mañana. Lamentablemente, no parece que sea esta la hoja de ruta que se practica en España. Con todo, la cuestión es si nos podemos permitir perpetuar una dinámica patológica de antagonismo que acelera peligrosamente la desafección hacia la política, hasta apartarla indefectiblemente de su poderoso valor como instrumento de utilidad para la transformación social. La respuesta no debería hacerse esperar. Ustedes dirán.


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