Rosalía y el peligro de descarrilar

Me pregunto si tiene sentido argumentar sobre Motomami, la tercera entrega de Rosalía, que se materializará el viernes 18. La guerra de trincheras ya está perfectamente delimitada en las redes, con los seguidores invocando un lema de la cantante (”yo me transformo”) y los enemigos negando el pan y la sal a la artista. Obviamente, sería absurdo discutir la posibilidad de evolución estética a alguien que se ha dado a conocer con álbumes tan radicalmente diferentes como Los ángeles (2017) y El mal querer (2018).

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En realidad, desde su colaboración con el colombiano J Balvin en Con altura, hace ya tres años, Rosalía se ha ido desplazando hacia el mainstream de lo que ahora se denomina como “música urbana” (un eufemismo del marketing estadounidense para evitar hablar de “música negra”). Aunque Rosalía distingue nítidamente entre sus abundantes duetos y la obra propia, nadie va a sorprenderse ante el eclecticismo de Motomami. Cierto que, enfrentado con sus dos discos anteriores, tan estructurados musical y conceptualmente, Motomami puede resultar hasta incoherente. Una incoherencia que no llama la atención en un género nómada y plurinacional, donde los discos se montan finalmente a modo de rompecabezas, con margen para pequeños caprichos (por ejemplo, esos 10 segundos de piano de jazz en Saoko) o chistes tan inocuos como el skit de Motomami alphabet.

¿Tiene Motomami un relato detrás? No se aprecia una narración dominante, aparte de las concesiones a la latinidad, con el sampleo de un añejo éxito de los puertorriqueños Wisin y Daddy Yankee o la reconstrucción del truculento bolero Delirio de grandeza: “Espero que con el tiempo justiciero / que retornes buscando una ilusión de amor / y volverás a mí / así lo espero, así lo espero / mujer sin corazón”. Aunque puede que haya un hilo conductor y nos pase desapercibido: ese formidable vehículo que es la voz de Rosalía ha perdido poder de comunicación con los guiños entre famosos, el abuso de expresiones jergales, la catarata de palabras inglesas. Nada nuevo, en realidad: el pop siempre ha gustado de construir murallas verbales para despistar a los adultos.

Que conste que me incluyo entre los desconcertados. De hecho, las primeras veces que oí hablar de Motomami imaginé que era una variación sobre “motobalinera”. Un peculiar invento colombiano: una plataforma artesanal que transporta carga o pasajeros, aprovechando los abandonados raíles del ferrocarril, movido por la tracción de una moto que se incrusta en el tablado.

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Ingenuidad mía: la motobalinera es una ocurrencia demasiado rural para una artista “urbana”, como la actual Rosalía. Sí me preocupa que Motomami tenga más sentido visual que lógica narrativa o desarrollo musical: todo el disco parece estar comprimido en temas de tres minutos, aptos para su despiece en TikTok o (sospecho) alardes coreográficos en la próxima gira.

Ella sabrá. O ellos sabrán: a efectos prácticos, Rosalía es ahora artista de la Columbia estadounidense y juega en la primera división global, con reglas que ni podemos imaginar. Su Motomami quizás resulte menos atractivo en un mercado saturado de reguetón e igual requiere más elucubraciones de lo habitual en ese territorio. Por precaución, debería estudiar el protocolo para cuando una motobalinera avista a otra máquina que viene por la misma vía férrea pero en dirección contraria.

Rosalía, durante su entrevista con EL PAÍS SEMANAL.Vídeo: F. NAVARRO / G. BATTISTA Contenido exclusivo para suscriptores

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