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Rosario Porto no aguantó más

Dos matrimonios estaban de sobremesa en una mesa redonda en un chalet de Teo (A Coruña) cuando se sumó la pareja de la casa vecina, los Porto-Basterra, que llegaron con su hija Asunta. Ella era Rosario Porto, una abogada experta en Derecho Internacional de familia acomodada y mujer hiperactiva socialmente; él, Alfonso Basterra, un hombre de perfil más bajo, periodista (antes en El Correo Gallego, entonces por libre). La niña se sentó con ellos en la mesa y la madre aprovechó la ocasión para anunciar que estaba estudiando alemán. Se sumaba el idioma a las clases de inglés, de francés, de chino, de ballet, de violín y de piano. “Le encanta el alemán”, dijo Porto en la mesa. La niña, muy seria, respondió: “No me utilices como coartada, a la que le encanta que estudie alemán es a ti”.

Los comensales, según cuenta uno de ellos a este periódico, sonrieron sorprendidos; es habitual que los padres se proyecten sobre sus hijos pero no que los hijos lo hagan saber de una manera tan adulta, cortante y pública (“yo me repetía: por ausencia de proyecto no conviertas a tu hija en tu proyecto de vida”, diría, ya desde la cárcel, a EL PAÍS). “Asunta”, dice una persona cuya hija compartía clase con ella, “era una niña inteligentísima que fue muy feliz mientras vivieron sus abuelos, y muy infeliz después”. Asunta no era solo la hija de Rosario Porto, la primera niña china adoptada en Santiago de Compostela: también era su escaparate, uno más, de una madre que cultivaba la vida social, la apariencia, las formas y las relaciones con obsesión enfermiza. Hija única de una profesora y catedrática de Historia de Arte, Socorro Ortega, y de un conocido abogado compostelano, Francisco Porto, Charo, como era conocida, modeló su vida coincidiendo con los deseos familiares: estudió Derecho, como su padre, amplió estudios en universidades extranjeras, recogió el título de cónsul honoraria de Francia que su padre le legó, los acompañaba frecuentemente a su abono de la Real Filharmonía de Galicia y, en una ocasión, fue con su marido y con ellos al Concierto de Año Nuevo a Viena. Finalmente tuvo una hija, dándole a Socorro Ortega y Francisco Porto la mayor alegría y demanda de su vida: una nieta.

¿Lo hizo todo a gusto, porque quería y disfrutaba de ello, o condicionada por los deseos paternos? Sea como fuere, tras las muertes de su madre y su padre con siete meses de diferencia y de forma fulminante (infarto uno, embolia otra), Porto cerró el bufete de su padre en el que trabajaban los dos y se dio de baja en el colegio de abogados, se divorció de Alfonso Basterra y empezó una relación con un hombre casado (en su declaración a la Guardia Civil, el hombre mintió sobre la naturaleza de esa relación hasta que un cabo le espetó: “¿Así que no os acostabais? Pídele a Dios que no encontremos una motita de tu ADN en la casa porque te comes tú el asesinato, oíches?”, como relata Cruz Morcillo en su libro El crimen de Asunta). Porto siguió disfrutando del abono de la Real Filharmonía hasta que un día telefoneó a una amiga: “Me llaman para ver si quiero renovar el abono de mi padre, ¿qué hago?”. Esta amiga le dijo que si quería seguir disfrutando de la música clásica, lo hiciese; si no, no. “No lo renovó. Mi impresión siempre fue que había cosas, como esa, que le interesaban por un determinado posicionamiento social, y en cuanto ese posicionamiento dejó de interesarle, y sus padres ya no vivían, actuaba de acuerdo a lo que le apetecía”, dice la amiga.

Nunca hubo móvil conocido del asesinato de Asunta Basterra, ni confesión de sus asesinos, pero el entorno de Rosario Porto y algunas fuentes de la investigación coinciden en que uno de los motivos que más se ajustan a los hechos, aunque disparatado igualmente, es que en la nueva vida de Rosario Porto, Asunta no cabía. Por lo que se ve, de un modo drástico.

El último tramo de la vida de Porto en libertad estuvo marcado por una enfermedad, la depresión, acentuada por el lupus, por la que llegó a estar ingresada en el hospital. Los vaivenes sentimentales le afectaban; el documental que Bambú realizó sobre el ‘caso Asunta’ (’Lo que la verdad esconde’) consignó un hecho. El 4 de julio de 2013 Rosario y su amante rompieron la relación; esa noche Rosario situaría, días después y restándole la importancia que merecía, el asalto de un desconocido encapuchado a su casa para tratar, únicamente, de matar a su hija (la niña lo contó por WhatsApp a una amiga suya, y se hizo una foto con una marca en el cuello; Porto, que dijo haber sorprendido al intruso, no consideró necesario denunciar el intento de asesinato; nadie forzó, por lo demás, el portal ni la puerta de casa).

En el documental, Alfonso Basterra anunció en 2017 su suicidio: “Tengo decidido el cómo y el dónde (…) Mi condena es no haberla protegido cuando debía (…) Cuando salga, me reuniré con ella: mi niña me necesita y yo a ella”. Ese mismo año, Rosario Porto, que ya había intentado matarse dos veces, le dijo a la periodista Silvia R. Pontevedra de EL PAÍS: “Tengo que seguir viva para encontrar a quien lo hizo”. Se suicidó el miércoles en la prisión de Brieva (Ávila) atándose al cuello el cinturón de la bata y amarrándolo a un barrote (¿qué hacía una presa que se había intentado suicidar en dos ocasiones con un cinturón?).

Tras conocer la muerte de su exmujer, Basterra expresó la profunda soledad en que se quedaba. Ninguno de los dos reconoció un crimen en el que quedó probada su participación, más activa (ejecutora de los hechos) en el caso de Rosario Porto. Además de negar que la niña saliese de su piso de Santiago el día en que se produjo el asesinato en Teo (las cámaras demostraron que fue a Teo con la niña en el coche), amén de otras contradicciones y mentiras, los investigadores recuerdan cómo, cuando no era sospechosa, sino únicamente madre de la víctima, llegó con ellos a esa casa de Teo y, al entrar, echó a correr escaleras arriba diciendo que tenía que ir al baño (un agente la siguió y la encontró tratando de tapar una papelera en la que había la misma cuerda naranja con que fue atada la niña de 12 años, que murió asfixiada).

Las cenizas de Asunta fueron recogidas por una vieja amiga de la familia que las dejó en el piso de la calle Doctor Teixeiro de Santiago en el que vivió la niña, el mismo en el que Asunta empezó a recibir pastillas de lorazepam machacadas en su desayuno semanas antes de su muerte. Rosario Porto, que heredó tras el fallecimiento de sus padres un importante patrimonio inmobiliario, estaba reformando uno de sus pisos, cuenta el escritor y productor de Bambú, Ramón Campos. Un nuevo hogar en la que había ordenado insonorizar una habitación para que Asunta pudiese tocar el piano. Planeaba su muerte sin dejar de planear su vida.


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