Siempre que busco a Nicaragua desde lejos, tras las puertas cerradas, vuelvo al poema de José Emilio Pacheco donde evoca el fulgor abstracto e inasible que emana del país propio, visto por mí ahora en la distancia como un espejismo. Todo eso que de manera imprecisa llamamos siempre patria, “pero (aunque suene mal) / daría la vida por diez lugares suyos / cierta gente… varias figuras de su historia / y tres o cuatro ríos…”. Y desde aquí, bajo el fulgor de este sol de otoño que parece de verano nicaragüense en el cielo pulido de Málaga, pienso en ese país distante, una cárcel que encierra otra cárcel, un doble círculo que se cierra a sí mismo con una llave herrumbrosa. Una vieja amiga con la que compartí años de trabajo cuando creíamos que el sueño de un país distinto era posible, me escribe: “Tengo el país por cárcel, me quitaron el pasaporte en el aeropuerto alegando que había sido reportado como perdido, no habiendo salido nunca de la gaveta donde lo guardo…”.
Un país que tiene por rejas las fronteras. Pinita Gurdián, una mujer que en nombre de su fe cristiana lo dejó todo atrás, fortuna, bienestar, en los años encandilados de la revolución, comprometida junto con su familia en el llamado de la opción preferencial por los pobres, tiene a su hija Ana Margarita y a su nieta Tamara presas, cada una en una celda de aislamiento; y porque siempre levanta la cabeza para decir lo orgullosa que se siente de ellas dos, le quitaron también el pasaporte cuando quiso salir hacia Costa Rica para un tratamiento de cáncer que no se puede hacer en Nicaragua. “Hija mía, mi amor, qué digna estabas, cuando fui a visitarte esta mañana, vestida con el uniforme de presidiaria”, escribe, “qué crecida te vi en tus ideales por una Nicaragua más justa en libertad y en democracia. Los dolores sufridos en carne propia te han agigantado. Te noté firme y decidida a seguir en la lucha. ¡Aquí no se raja nadie!”.
Y el círculo dentro del círculo. Las cuentas que lleva el Mecanismo de Reconocimiento para Personas Presas Políticas en Nicaragua, avaladas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, son de 159 personas, 10 de ellas mujeres, y provenientes de los más diferentes estratos sociales del país, desde estudiantes, meseros y vendedores de hamburguesas, hasta juristas, académicos y ejecutivos bancarios; los más antiguos de ellos están en las cárceles desde 2014, pero la gran mayoría son víctimas de la represión desatada a raíz de la insurrección cívica que empezó en abril de 2018.
Presos políticos, o más bien rehenes. Los últimos de ellos, capturados desde mayo de este año: candidatos presidenciales, dirigentes de partidos y organizaciones civiles, directivos de los gremios empresariales, banqueros, líderes campesinos, dirigentes estudiantiles. Enemigos. Traidores. Solo faltan entre ellos los obispos y sacerdotes, que siguen hablando valientemente desde los púlpitos, y a quienes no se han atrevido a encarcelar aún; pero gracias a maniobras diplomáticas consiguieron enviar al exilio al obispo auxiliar de Managua, monseñor Silvio Báez, destinado supuestamente al Vaticano y quien ha terminado viviendo en Miami, donde oficia misa cada domingo en la iglesia de Santa Ágata, y habla desde allí al país con voz que no deja nunca de ser profética.
Algunos han sido condenados bajo cargos de delitos comunes que les fueron inventados, como posesión de armas o de drogas, y otros aún sin juzgar, acusados de violar la soberanía nacional, de traición a la patria o de lavado de dinero. Juntos, representan un número, una estadística. Pero cada uno tiene un rostro propio, una historia que debe ser contada. Están presos porque no se rindieron al silencio.
Según el Mecanismo de Reconocimiento, “son sometidos a interrogatorios constantes, amenazas, aislamiento, malos tratos y torturas que provocan estrés, ansiedad, insomnio, y otros factores que ponen en riesgo la salud e integridad física”, además de “incomunicación, acoso, negligencia médica, violencia de género”. Pero no bajan nunca la cabeza.
Conozco a no pocos, de otros de ellos sé sus historias, pero lo importante es que ese número que juntos representan no se convierta en olvido, sombras numeradas en una celda de aislamiento, o en una crujía, y a cuya existencia anónima nos vamos acostumbrando. Historias que se cuentan y se olvidan, rostros de los que un día estuvimos cerca y van borrándose en la memoria.
¿Sabemos, por ejemplo, quién es Norlan Cárdenas? Trabajaba de mesero en un turno nocturno en un bar de la ciudad de Masaya, donde se encendió uno de los focos más tenaces de la insurrección desarmada. Al amanecer del sábado 30 de noviembre de 2019, tras barrer el piso y acomodar sillas y mesas, se fue a dormir a su casa en el barrio Cailagua, donde vivía con sus padres ya ancianos, su esposa, y su hijo de siete años. Y dormido estaba al mediodía, cuando la policía irrumpió con violencia extrema en la casa, lo sacaron a culatazos de la cama, y se lo llevaron preso junto con su padre. Al día siguiente, en una audiencia judicial secreta, sin presencia de ningún abogado, fue acusado de posesión ilegal de armas y explosivos, e intento de asesinato contra dos agentes policiales a los que nunca en su vida había visto. Lo condenaron a 15 años de prisión y se halla en la celda número 17 de la galería 5 del penal de Tipitapa.
En una celda de máxima seguridad del mismo penal está Jaime Enrique Navarrete, capturado el 15 de junio de 2018, preso durante un año, liberado y vuelto a capturar al mes siguiente, en 2019. Para la insurrección cívica de abril, que dejó más de 300 asesinados, se ganaba la vida con un pequeño puesto de hamburguesas que tenía por clientela a los estudiantes de la Universidad Politécnica, al oriente de Managua. Una de las barricadas que cerraba los accesos a la universidad, alzada en rebeldía, fue instalada frente a la casa de Jaime, y él llevaba de manera gratuita sus hamburguesas a los estudiantes que sostenían la barricada.
El 15 de junio de 2018, policías y paramilitares entraron en la casa rompiendo las puertas, y cuando trató de evitar que manosearan a su esposa, lo derribaron a culatazos; bañado en sangre lo tiraron en la tina de una camioneta, y se lo llevaron descalzo y en calzoncillos. Acusado de asesinato, resultó condenado a 23 años de prisión. “Lo quemaban con cigarrillos, lo bañaban en gasolina amenazaban con prenderle fuego”, dice su madre. Tras ser beneficiado por una amnistía volvieron a cogerlo, esta vez bajo la acusación de tenencia ilegal de armas y posesión de drogas.
Pero están también los prisioneros que conozco, los capturados este año. Los rehenes de alguna negociación futura donde sus cabezas serán puestas a precio a cambio de que el poder de Ortega sea legitimado tras el burdo remedo de las elecciones de este 7 de noviembre.
Cristiana Chamorro, con una maestría en Harvard, culpable de hallarse a la cabeza de las encuestas entre los candidatos presidenciales. Su hermano Pedro Joaquín, con quien yo solía caminar en las tardes, él siempre pegado a sus audífonos escuchando debates y noticias que me comentaba en altos de la marcha, culpable de haber dejado saber sus intenciones de presentarse como candidato una vez presa su hermana. Y el primo de ambos, Juan Sebastián Chamorro, otro aspirante a presidente, economista de la universidad de Georgetown; pescador, buceador, la última vez que me visitó me llevó su libro aún inédito, una investigación acerca de un galeón español hundido en el mar Caribe nicaragüense.
Dora María Téllez, máster en historia, una de los jefes del comando que tomó el Palacio Nacional en Managua en 1978, jefa de las tropas guerrilleras que liberaron León en 1979, capturada en un operativo de decenas de policías, bloqueo de calles y sobrevuelo de drones; y Hugo Torres, capturado también con gran aparato militar, parte del comando que realizó en diciembre de 1974 una acción guerrillera para sacar de la cárcel a prisioneros sandinistas, entre ellos el propio Ortega.
A Luis Rivas, otro de los rehenes, presidente ejecutivo del banco más importante del país, lo conocí cuando estudiaba un doctorado en finanzas en la Universidad de Cornell y yo llegué a dar charlas sobre literatura; a Arturo Cruz, doctor en historia en Oxford, preso también por candidato presidencial, le escribí el prólogo de su libro La república conservadora.
Violeta Granera, justa y equilibrada, y a quien el asesinato de su padre en 1979, mi profesor de derecho penal en la universidad, nunca apartó de su voluntad de unir a todos los que se opusieran a la dictadura de Ortega, antisandinistas y antiguos sandinistas; o José Pallais, jurista de opiniones siempre ponderadas, y cuyo padre fue mi profesor de Derecho Civil. Y Miguel Mendoza, un talentoso cronista deportivo que, además, escribía en las redes ingeniosas piezas humorísticas sobre la pareja presidencial, y fueron su humor y su ingenio los que lo llevaron a la cárcel.
Historias, rostros. El fulgor abstracto e inasible del país que dejé a la fuerza se vuelve oscuro y hay que iluminarlo. Exiliar, extrañar. Del exilio me llama la atención, como ninguna otra, esa acepción de extrañamiento. Cerrarte las puertas es querer convertirte en un extraño. Pero también, y al revés, el exiliado es alguien que nunca deja de extrañar lo suyo ni a los suyos. Esos prisioneros, por ejemplo. Darles un nombre, devolverles sus rostros, recordar sus vidas. No olvidar por qué están presos. Hasta que el doble cerrojo se abra y entonces podamos contar una historia distinta.
Inicia sesión para seguir leyendo
Sólo con tener una cuenta ya puedes leer este artículo, es gratis
Gracias por leer EL PAÍS
Source link