El coronavirus lo hace todo más extraño. La mascarilla que cubre la cara de Félicien Kabuga y que apenas le deja visibles los ojos dificultan interpretar las reacciones de este octogenario —su expediente dice que nació en 1935, él insiste que fue en 1933— señalado como uno de los responsables del genocidio de Ruanda y que, hasta su detención este mes en las afueras de París fue, durante casi un cuarto de siglo, uno de los hombres más buscados del planeta.En silla de ruedas, Kabuga no movía un músculo mientras la juez del tribunal de París que debe decidir sobre su transferencia a La Haya —por la covid-19, se aplazaría su traslado a Arusha, Tanzania, sede del Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) que lo debe juzgar— leía este miércoles los cargos. Tarda un buen rato. El hombre que ahora se presenta como un anciano gravemente enfermo —en 2019 se sometió a una dura operación de colon, alega su defensa— era en la década de 1990 un poderoso empresario con lazos familiares con la cúpula del poder en Ruanda. El “banquero” del genocidio, como es conocido, está acusado de haber financiado e incitado activamente a la masacre, entre abril y junio de 1994, de unos 800.000 tutsis y hutus moderados. La justicia internacional lo quiere juzgar por genocidio, complicidad de genocidio, incitación al genocidio, tentativa e intento de cometer genocidio, crímenes contra la humanidad y exterminio.Cada cargo debe ser traducido al kinyarwanda, su lengua materna, porque su defensa asegura que Kabuga no domina el francés, aunque ha residido al menos los últimos tres años en Francia y varios de sus 11 hijos y numerosos nietos hablan francés fluidamente, como se pudo escuchar en los pasillos del tribunal antes de la audiencia, a la que acudieron al menos una veintena de familiares y otros tantos supervivientes del genocidio, lo que generó algún momento de tensión.Es kinyarwanda rechaza Kabuga las acusaciones. “Todo son mentiras”, asegura. “No he matado a tutsis. Trabajaba con ellos”, insiste mientras la traductora lo repite en francés. “De acuerdo, lo anotamos”, responde la juez.Durante 23 años, Kabuga logró eludir la justicia. Vivió “impunemente”, según la acusación, en Alemania, Bélgica, Suiza, Congo-Kinshasa o Kenia. Su pista se pierde en 2007. Hasta su detención, una soleada mañana del 16 de mayo, en un apartamento en Asnières, en las afueras de París, donde vivía discretamente bajo el nombre de Antoine Tunga. Si pudo huir durante tanto tiempo, fue gracias a una “mecánica eficaz y la asistencia de sus hijos”, subraya la fiscalía. Pero estos, que ahora siguen atentamente el proceso y le lanzan besos durante la audiencia, acabaron cometiendo un error.Todo se aceleró en julio de 2019. Según L’Express, el fiscal del Mecanismo para los Tribunales Penales Internacionales (MT-PI), Serge Brammertz, recibe un chivatazo: Kabuga vive, bajo una identidad falsa, en Gran Bretaña, Bélgica o Francia. Justo los países donde se han instalado sus hijos. El seguimiento a estos estrecha el cerco: los servicios británicos avisan de que una de las hijas de Kabuga, residente en Londres, viaja regularmente a Bélgica. Y siempre hace un desvío por la región parisina, acotan investigadores franceses. Allí viven varios familiares. Pero el teléfono de la hermana londinense emite señales desde un punto muy concreto: Asnières.A comienzos de 2020, se detectan también viajes frecuentes a esta localidad de otro de los hijos de Kabuga que vive en Bruselas. Todas las pistas llevan a un apartamento en un pequeño edificio residencial en Asnières. Comienza una discreta vigilancia del piso que acabará, a las 6.20 de la mañana del 16 de mayo, con el arresto de Kabuga en la “operación 955”, llamada así por la resolución 955 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas de 1994 que estableció el TPIR que lleva tanto tiempo buscándolo. El segundo revés en menos de dos semanas lo sufre Kabuga de manos de la juez. Rechaza su demanda de libertad provisional. En una semana podría saber si será transferido. Por primera vez en tres horas de audiencia, Kabuga parece algo perdido.
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