Sabina Urraca (San Sebastián, 37 años) acaba de aterrizar en Iowa con una beca para hacer el mismo máster de escritura creativa que llevó al olimpo de la literatura a Louise Gluck, Flannery O’Connor, John Cheever o Philip Roth; aunque, para relativizar este hito en su carrera, explica: “Es el que fue a hacer Lena Dunham en Girls”. No es que no sepa quiénes son los cuatro primeros autores citados, sino que esta modernísima autora que alcanzó la notoriedad pública gracias a unos incendiarios artículos de periodismo gonzo, en los que vivió en directo un parto natural o bebió leche materna durante 21 días, conoce el pulso de su tiempo y reconoce el valor del santoral de las heroínas mileniales. Su primera novela, Las niñas prodigio, fue un éxito de crítica. Tras ejercer el año pasado como “editora ocasional” del libro Panza de Burro, de Andrea Abreu, publicó hace unos meses una originalísima revisión del 11-M como parte de la colección de los Episodios Nacionales que propone la editorial Lengua de Trapo para narrar acontecimientos de las últimas cuatro décadas a la manera de Benito Pérez Galdós.
Pregunta. ¿Por qué dice que ese acontecimiento supuso su primer desengaño político?
Respuesta. Preparando el libro me puse a ver vídeos de archivo sobre el 11-M y de pronto me encontré en las imágenes con mi yo de 19 años, manifestándose frente a Génova. Me causó mucha impresión verme, pero sobre todo verme tan desencantada, como con el corazón roto. No es que yo tuviese en absoluto encumbrados a los políticos, porque era bastante punk, pero de alguna forma mantenía un idealismo, un candor adolescente, que en ese momento se rompió.
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P. ¿Ya no se indigna así?
R. Me indigno igual, pero ya no existe el candor de entonces. No espero demasiado de la clase política. Me gustaría recuperar partes de esa inocencia, creer mucho en algo. Hay que rascar con energía por los rincones para ser feliz. A ratos se consigue. Pero el desengaño con muchas cosas persiste.
P. ¿Cómo cuáles?
R. Te diría miles, pero ahora mismo me viene a la cabeza el tema de Cuba. Yo tengo muchos amigos cubanos. Viajé a la isla hace siete años en un momento de mi vida en el que literalmente no tenía dónde caerme muerta y me acogieron con muchísimo cariño. Cuando vi por primera vez lo que había allí, la imagen romantizada de la revolución desapareció completamente. Creo que es muy importante que se diga que Cuba es una dictadura porque hay una vulneración de los derechos humanos exagerada desde hace muchos años y, sin embargo, alguna gente que conozco no lleva ya la camiseta del Che porque ha dejado de estar de moda, pero si no fuese así la llevarían. Me horroriza lo cómodo que se vive creyendo en un cuento.
P. Practicó durante un tiempo un periodismo gonzo muy impactante que le hizo ganar mucha notoriedad. ¿Cuál es el texto del que está más orgullosa?
R. El primer artículo que publiqué en la revista Vice, precisamente de cuando estuve en Cuba, era sobre las pintadas pornográficas que hay en las paredes de algunas casas abandonadas. El porno está prohibido en Cuba, y hay edificios llenos de dibujos de gente follando que son como una especie de cómics gigantes, fantasías sexuales plasmadas en las paredes. Es fascinante. A raíz de ese artículo me ofrecieron escribir mi primer libro.
P. Para escribirlo se fue un año a la Alpujarra. ¿Recalibró también el romanticismo de la vida rural?
R. Yo nunca romanticé el tema del campo, principalmente porque yo no estaba en el campo retirada en plan Thoreau, sino porque en aquel momento mi situación de precariedad era tan grande que me fui a un sitio donde podía pagar 100 euros de alquiler. Obviamente el lugar era precioso y lo llevaré en mi corazón siempre. Todavía me escribo cartas con los vecinos, de vez en cuando voy de visita, pero no he vuelto a vivir allí.
P. ¿Da rabia cuando a una le dicen que es la voz de su generación?
R. Son dos palabras muy fáciles de decir que no significan nada.
P. Pero usted ha sido en muchos aspectos una gran representante de las angustias mileniales. ¿Se han resuelto esas angustias ya o siguen ahí, solo que ya su generación ha sido desplazada por otra?
R. Las angustias eran debidas a lo precario. En mi caso, la situación precaria ha mejorado porque he ido teniendo suerte. Pero la crisis existencial perpetua la tengo desde que era muy pequeña y no sé si eso es muy milenial o poco milenial. Por ejemplo, el horror que me provoca el mundo hace que no entienda que la gente quiera reproducirse. Lo entiendo como un capricho perfectamente respetable, pero no le veo el sentido.
P. El fenómeno editorial de la temporada, Feria, de Ana Iris Simón, defiende la natalidad. ¿Por qué cree que dicen que es neofascista?
R. Voy a opinar sin haberlo leído, cosa que me parece muy osada, pero tengo la sensación de que lo han usado unos y otros para tirárselo a la cara. No entiendo la romantización y el encumbramiento de la maternidad como fin último, pero supongo que nadie está libre: yo también romantizo causas absurdas.
P. Ahora que ya es una autora más consolidada, ¿se nota más conservadora a la hora de escribir?
R. Al contrario. Cuando escribía en redes sociales estaba muy apegada a la idea de contentar y caer bien, tenía un personaje y debía mantenerlo. Recibía mucho aplauso y estaba enganchada a eso. Ahora ya no me importa tanto gustar. Mi último libro ha recibido críticas moralistas demoledoras. Eso me ha dado un empujón de libertad.
P. ¿Cuáles le han impactado más?
R. Las que me insultan por lo que dicen que es violencia sexual innecesaria o falta de respeto a las víctimas del 11-M. Creo que se está exacerbando demasiado en la literatura actual el hecho de que muchos lectores buscan un libro para que confirme las ideas que ellos ya tienen. Mucha gente solo quiere leer sobre personajes moralmente correctos que piensen lo que ellos ya piensan. La mayor crítica de muchos lectores a algunos libros es: “No me he sentido nada identificado”. La literatura no existe para eso.
P. Pero usted había protagonizado ya grandes polémicas, como aquella vez que se hizo viral por un texto en el que narraba un viaje en BlaBlaCar con Álvaro de Marichalar. ¿Volvería a escribir aquello?
R. Me dolió que en aquel momento se viese como una noticia de corazón: “Marichalar viaja en Blablacar”, cuando en realidad era una autocrítica a los que a veces bajamos la cabeza cuando se dan situaciones de abuso de poder. Lo reescribiría de modo que quedase más claro que el punto principal fue que no fui capaz de decirle algo a ese señor que no respetó al resto de pasajeros. Y que debería haberlo hecho.
P. ¿Y ahora sí se atrevería?
R. En mi vida recuerdo mucho el momento Marichalar y la furia que sentí, que no pude manejar bien. Con la edad vas aprendiendo a manejar tu ira en tu favor, a responder en situaciones de abuso hacia ti o hacia otros.
P. Su pareja se va con usted a Estados Unidos. Hay muchísimos autores que han podido escribir gracias a los cuidados de sus esposas ¿Se han dado la vuelta los roles?
R. En mi caso, un poco sí. De hecho, cuando pedimos el visado nos dábamos cuenta de que nos hubiese dado mucho menos miedo en las entrevistas explicar “lo heteronormativo”: que era él quien había recibido la beca y yo era su consorte. Incluso mucha gente le pregunta con sorpresa: “¿Pero tú qué vas hacer allí?”. Y él dice: “Voy a trabajar en mis proyectos personales y a cuidar de mi pareja”.
P. Una de sus autoras favoritas es Lydia Davis, que estuvo casada una temporada con Paul Auster. ¿Usted qué tal llevaría estar casada con un escritor tan brillante como usted?
P. Bueno, a mí es que Paul Auster me parece bien, pero Lydia es millones de veces mejor [risas].
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